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La máquina de lectura apela recurrentemente a tres herramientas para constituirse.

En primer lugar, los textos de Ludmer aparecen siempre atravesados por el problema de la enunciación, independientemente del estatuto que diferentes configuraciones de la máquina den a la voz. Es el tópico central de “Miguel Barnet: el montaje de las palabras” (1969) y es el “problema de la literatura política” en “Ficciones cubanas de los últimos años”, publicado treinta y cinco años más tarde. Así, se insiste en los usos de las personas verbales, de los formatos, de las posiciones políticas de los textos: todo un repertorio de las formas en las que es posible tomar la voz en América Latina.

En segundo lugar, la máquina exhibe una serie de estrategias discursivas que resultan características de las intervenciones de Ludmer. Por una parte, en los artículos se impone un tono taxativo, apodíctico, que se apoya en la antonomasia para constituir un efecto de autoridad (y que aparece concentrado en el modo en que Ludmer toma la voz, en el modo en que empiezan sus intervenciones). Por otra, la máquina usa una lógica arborescente que tiende a encontrar series dentro de series (generalmente en pares). Los textos de Ludmer, así, se tornan declinaciones, recorridos que la crítica engarza en su escritura: la reflexión se produce por articulaciones espaciales antes que estrictamente causales. Finalmente, la atención de la crítica a la materia del texto, a sus articulaciones, encuentra su lugar en una estrategia que disemina los sentidos del texto crítico. Homonimias (el “lugar común” en los textos de Felisberto), paronomasias (“reproducción contra producción”), quiasmos (“testimonio del fracaso y fracaso del testimonio”), fórmulas (“la voz (del) gaucho”): la crítica produce nuevos juegos significantes que hacen proliferar la materia de su objeto. La lectura de Ludmer, en fin, como la de ningún otro crítico (salvo, tal vez, Severo Sarduy) produce un efecto de vértigo, de una espiral guiada por intensidades de la lengua antes que por la lógica de una argumentación rigurosa.1

Por último, el vértigo del encadenamiento es el complemento del rechazo de todo quietismo, de toda repetición de lo sabido. El primer artículo de Ludmer condena la “estaticidad de la alegoría” en Sábato, mientras que en el último se señala que “el movimiento central de la postautonomía es el éxodo, el atravesar fronteras, un movimiento que pone en la literatura otra cosa, que hace de la literatura [o con la literatura] otra cosa”.2 La crítica de la serialidad es necesariamente una crítica de la circulación. De ahí el interés por las formas del movimiento que insisten en los análisis: cartas y cuerpos en Puig, textos y voces en Leñero, personajes en Gamboa, discontinuidades y movilidades en Borges, fronteras en la literatura postautónoma. El movimiento, pues, es tanto el objeto como el objetivo de la crítica.3

Lo que vendrá

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