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CAPÍTULO 1 La Teología en el período carolingio

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1. QUÉ SE ENTIENDE POR «TEOLOGÍA MONÁSTICA»

La expresión «teología monástica» comenzó a usarse después de la segunda guerra mundial para calificar la teología que en el occidente latino desarrollaron los monjes, desde el renacimiento carolingio hasta finales del siglo XII. Al comienzo fue practicada principalmente en cenobios benedictinos. Ya en el siglo XII fue, además, la teología de los canónigos regulares, sobre todo de la Abadía de San Víctor, fuera de París y al sur, pero pegada a la muralla denominada de Felipe-Augusto y muy cerca del Sena, y fue también la teología de algunos monjes cistercienses.

¿Qué se pretende designar con el citado sintagma? ¿Acaso una teología que tuvo una especificidad propia? «Creo que sólo se puede hablar de teología monástica en el sentido de que estuvo hecha por monjes, en una época de transición entre la patrística y la escolástica», ha escrito Evangelista Vilanova (vid. Bibliografía). Fue, pues, el lógico desarrollo de la teología patrística. Echó mano de un utillaje técnico de carácter neoplatónico y se concentró sobre todo en el comentario de la Sagrada Escritura (no tanto literal, cuanto alegórico), siguiendo las pautas marcadas por los grandes autores del período anterior1.

La herramienta filosófica de la teología monástica fue una abigarrada síntesis cultural en la que entraron elementos tomados de Platón, del neoplatonismo, de las escuelas estoicas y de los primeros pasos especulativos de los cristianos.

De Platón y del platonismo medio tomó el binario psicológico cuerpo-alma o la tricotomía cuerpo-alma-espíritu; algún desapego hacia el cuerpo físico y el mundo material; el paralelismo preestablecido entre pensar y realidad, que a veces abocó a cierto ocasionalismo gnoseológico; la prioridad del bien sobre el ser y de la voluntad sobre el entender.

Del estoicismo, la noción de virtud y, en parte, la negativa actitud ante las pasiones (los movimientos violentos de la sensibilidad o emociones), consideradas malas, frente al ideal de ataraxia o estado de ánimo totalmente calmo.

Del neoplatonismo, la doctrina de la emanación (más o menos purificada de contaminaciones pan-enteístas) y la consideración de los predicables (sobre todo los géneros y las especies) en términos hiperrealistas, o sea, tomados como subsistentes incorpóreos separados del mundo sensible.

Del cristianismo patrístico, como es obvio, fue asumido casi todo, en la medida en que los medievales tuvieron las fuentes a su alcance.

En principio, y centrándonos en la patrística, la teología monástica no tuvo problemas con las fuentes latinas, aunque unas fueron preferidas a otras, por su calidad o por la facilidad de consulta. Las fuentes patrísticas orientales, sin embargo, tropezaron con la barrera del idioma, pues escasearon las traducciones del griego y del siríaco al latín. Aquí es preciso reconocer el influjo del Dionisio Pseudo-Areopagita, autor entonces identificado con el ateniense que se convirtió al oír la predicación de san Pablo (cfr. Act. 17:34) y que ha resultado ser, después de largas investigaciones histórico-críticas, un cristiano del siglo VI, de orientación monofisita, quizá Pedro Fullo († ca. 488), discípulo del neoplatónico Proclo. De ese «corpus dionisiano» se tomó sobre todo la idea de que el bien se difunde por sí mismo y la jerarquización de los seres, principalmente las jerarquías angélicas. Sin embargo, fue san Agustín, con mucho, el autor más influyente. De él la teología monástica asumió su doctrina de la gracia y de la libertad, la explicación del pecado original y su transmisión, vía naturaleza, que se ligó a la libido que acompaña el acto matrimonial2; asimismo también se tomó de san Agustín la doctrina del hilemorfismo universal (todo cuanto existe, aparte la esencia divina, es potencia y acto y, por consiguiente, materia y forma); también la doctrina de los sacramentos in genere, o sea, la definición de sacramento como signo que se compone de palabras y gestos o cosas; y muchos otros temas, que encontraremos a lo largo de los próximos capítulos de esta exposición, hasta bien entrado el Renacimiento (Martín Lutero fue todavía un agustiniano convencido). El agustinismo fue el gran piélago doctrinal en el que bebieron todos los teólogos del medievo, con interpretaciones a veces dispares e incluso contradictorias entre sí.

El esplendor de la teología monástica tuvo dos momentos de gloria: durante el renacimiento carolingio, y desde la segunda mitad del siglo XI a finales del XII.

2. EL RENACIMIENTO CAROLINGIO

La teología medieval comenzó su andadura al agotarse el ciclo patrístico, coincidiendo con el cambio dinástico en el reino franco, que pasó de los merovingios a los carolingios. En efecto: el año 751, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, se hizo coronar rey, con el consentimiento del romano pontífice, destronando así a Childerico III, último rey merovingio. A la muerte de Pipino el reino se dividió entre sus dos hijos. Carlomán falleció prematuramente, quedando su hermano Carlomagno como único soberano.

Carlomagno (768/771-814), Imperator Augustus desde el año 800, fue el fundador de la Europa medieval, desplazando la vida comercial, política, artística y cultural, que había radicado en el mediterráneo desde tiempos antiguos, a tierras interiores y norteñas, por encima de los Alpes. Ante todo, promovió la expansión territorial de su reino, superando la frontera del Rin, llegando por el noreste hasta el Mar del Norte y el río Elba. Por el este, a la actual Hungría, sometiendo Baviera. Pasó los Pirineos, conquistando una amplia franja al sur de esta cordillera (que se amplió hasta Barcelona, ya en tiempos de su hijo Ludovico Pío), estableciendo así una marca que protegía el Imperio franco de la expansión del Emirato de Córdoba. Por el sureste penetró en la Lombardía y extendió su influencia hasta Roma, convirtiéndose en protector del papado, como ya lo había sido su padre Pipino.

Al mismo tiempo, puso las bases para un importante renacimiento cultural, fruto del mestizaje entre la cultura greco-romana y las mejores tradiciones germanas. Al norte tenía las islas británicas, que no habían sido ocupadas por el Islam, sobre todo Inglaterra, donde se registraba cierto desarrollo cultural en torno a algunos monasterios benedictinos. En los territorios escotos (Irlanda y Escocia) se mantenían, además, los últimos destellos del ciclo cultural promovido por san Patricio y sus discípulos. Al sureste, en Italia, se mantenía el rescoldo del renacimiento ostrogodo, que había cultivado los valores de la cultura clásica grecolatina. Carlomagno invitó a su corte a intelectuales de estas áreas. Su corte no estaba en un lugar determinado, aunque su sede preferida fue la ciudad de Aquisgrán, en la confluencia de los Países Bajos, Bélgica, Alemania y Luxemburgo.

3. PRIMEROS TEÓLOGOS CAROLINGIOS

Entre los colaboradores de Carlomagno destacó Alcuino de York (ca. 730-804), un clérigo llegado de Inglaterra, donde había sido maestro en la escuela catedral de York. Dirigió la escuela palatina introduciendo en ella el estudio del trivium y el quadrivium, según la inspiración de Casiodoro (ca. 477-562/570). Preparó distintos opúsculos teológicos, sobre todo, contra el adopcionismo hispano y contra la iconoclasia, escribió importantes comentarios a la Sagrada Escritura y compuso algunos tratados litúrgicos que sirvieron al emperador para poner en marcha una reforma litúrgica. Se atribuyen a él, con bastante probabilidad, los llamados Libros carolingios, que tuvieron gran protagonismo en la controversia iconoclasta (cfr. PL 100-101). Después de una importante actividad intelectual y organizativa al servicio del emperador, Alcuino se retiró a la abadía de san Martín de Tours, en el 801. Su discípulo más destacado fue Rabano Mauro.

Rabano Mauro (776-856) fue para Alemania, lo que Alcuino había sido para el occidente del Imperio, es decir, inspirador de los estudios religiosos y restaurador de la cultura clerical. Había nacido en Maguncia. Siendo monje benedictino en Tours, fue discípulo de Alcuino. De él aprendió los métodos que después trasladó a Alemania. Más tarde pasó a Fulda, donde fue abad entre el 822 y el 842, en que abdicó para dedicarse a los estudios. En el 847 fue elevado a la sede arzobispal de Maguncia, que ocupó hasta el 856. Entre sus obras literarias (PL 107-112) destacan un importante tratado de carácter enciclopédico titulado De universo, una especie de resumen del saber de su tiempo, según el estilo impuesto por san Isidoro de Sevilla (†636); unos amplísimos comentarios a la Sagrada Escritura, tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento, entre los que sobresale su exégesis al corpus paulino; y un tratado titulado De institutione clericorum, manual para la formación de los clérigos de la época. Esta obra recoge cuanto debía saber el clérigo, desde los grados de la jerarquía eclesiástica y las principales disposiciones litúrgicas, hasta la doctrina general sobre la Sagrada Escritura, pasando por una somera descripción de las principales herejías, los elementos fundamentales del trivium y el quadrivium, las condiciones de idoneidad para los candidatos a las órdenes sagradas, etc.

4. CONTROVERSIAS TEOLÓGICAS CAROLINGIAS

En el espacio cultural promovido por Carlomagno y desarrollado por Alcuino en Francia y por Rabano Mauro en Alemania, hubo controversias teológicas importantes, desde el año 776 hasta mediados del siglo siguiente. Tales controversias fueron cinco: sobre el culto a las imágenes, sobre el adopcionismo, sobre la predestinación, sobre la presencia real eucarística y sobre el Filioque.

A) LA ICONOCLASIA

La polémica provocada por los iconoclastas (literalmente los «rompedores de imágenes») tuvo dos fases: una oriental o bizantina, que fue la primera, y otra posterior en el mundo latino, o sea, en el área carolingia. Las causas de ambas fueron diferentes. La iconoclasia oriental fue provocada por el influjo judío y musulmán, pues ambas religiones abominan del culto a las imágenes. En occidente, la iconoclasia tuvo carácter reactivo, por la dificultad de traducir algunos términos griegos del II Concilio de Nicea (787) al latín.

La querella oriental por el culto a las imágenes se suele dividir cinco momentos:

El primero de opresión iconoclasta, que duró desde el año 725 al 740. En ese tiempo, y bajo el emperador León III el Isaurio (718-741), se procedió a la destrucción de las imágenes.

En el segundo, el emperador Constantino V (741-775) impuso la iconoclasia en el concilio de Hieria (hoy un barrio de Estambul), celebrado en el año 754. Los grandes campeones de la iconodulía fueron san Germán y san Juan Damasceno. A pesar de la presión del emperador, el pueblo se mantuvo iconofílico y comenzaron las emigraciones al sur de Italia.

La tercera etapa, de restauración católica, va del año 780 al 813. Fue posible por el apoyo de la emperatriz Irene y del patriarca san Tarasio. Durante ella, se celebró el II Concilio de Nicea (VII Concilio Ecuménico), del año 787, que definió la legitimidad del culto a las imágenes3. Este concilio es muy interesante, porque repasa las definiciones cristológicas de los anteriores concilios, desde Éfeso al III de Constantinopla, con especial atención al Concilio Calcedonense; destaca la continuidad del magisterio y de las distintas tradiciones; y, a partir de la verdad de la Encarnación, justifica la licitud de la veneración de las imágenes.

Un cuarto momento, que supuso el retorno a la iconoclasia, discurrió entre el 813 y el 842. Fue inaugurado por el emperador León el Armenio (813-820). El conflicto se prolongó durante treinta años. Los defensores de la iconodulía fueron san Nicéforo y san Teodoro Estudita.

En el quinto momento, la ortodoxia católica triunfó definitivamente en el año 843, con la celebración de un concilio iconofílico en Constantinopla, bajo la protección de la emperatriz Teodora. Se instituyó la «Fiesta de la Ortodoxia», que perdura todavía hoy y se celebra en el primer domingo de Cuaresma.

Pasemos ahora a occidente. Para entender la polémica iconoclasta en el mundo latino, convienen algunas precisiones terminológicas. Las cuatro palabras griegas que expresaban el «culto» eran: latría, que significa adoración; dulía, que significa servicio; timé, que significa honor; y prosquínesis, que significa tanto veneración como adoración. La gran confusión fue provocada por el término prosquínesis. Esta palabra, que literalmente se refiere a la adoración, también puede significar veneración. Por tanto, los griegos podían hablar tanto de una prosquínesis tributada a Dios, o sea, latría en sentido absoluto o simple; como de una prosquínesis tributada a los santos, en tal caso con el sentido de mera veneración.

La polisemia del término prosquínesis provocó un gran malentendido, porque los occidentales no fueron capaces de captar los distintos niveles semánticos del término griego. En occidente, en efecto, el uso terminológico fue más estricto y menos fluctuante. La palabra latría o adoración se reservó exclusivamente para Dios. Para el culto a los santos se empleó la palabra dulía: de hiperdulía, en el caso de María la Madre de Dios, y de simple dulía en el supuesto de los santos.

Cuando el Concilio II de Nicea aprobó el culto a las imágenes, empleó la terminología griega al uso en oriente, y sancionó que los santos y sus imágenes merecían una «adoración de honor» (prosquínesis timetiqué). Esta adoración de honor no era una adoración a la imagen en cuanto tal, sino a la persona representada por la imagen y, en última instancia, al Creador de todas las cosas y Señor del universo.

La doctrina conciliar, que en sí misma era correcta, fue mal comprendida por los occidentales, al traducir los decretos conciliares al latín. Al verter prosquínesis por «adoración», los occidentales se asombraron de que los griegos hablasen de «adorar» las imágenes y reaccionaron contra los decretos de Nicea.

Esta aversión tuvo tres fases:

Primero los latinos compusieron los Libros carolingios, que se atribuyen a Alcuino, aunque redactados bajo el asesoramiento de Teodulfo de Orleans. Datan del año 790. En ellos, por reacción al II de Nicea, se impugna cualquier culto a las imágenes, incluso el culto relativo, y solamente se permite el uso de ellas. Esta sería la iconoclasia de occidente.

El segundo acto de la polémica fue el Concilio de Frankfurt, del año 794, que condenó la «adoración» de las imágenes e incluso condenó el Concilio Ecuménico de Nicea II, creyendo que éste había permitido la estricta adoración de ellas4.

El tercer acto tuvo lugar en el Concilio de París, del año 825, que repitió la doctrina de los Libros carolingios.

No obstante, poco a poco se comprendió en occidente el verdadero alcance de los decretos de Nicea, de modo que, a fines del siglo IX, la polémica había terminado.

De lo que he resumido se deduce que, en occidente, la diatriba tuvo una fuerte connotación semántica. El significado de las palabras era y es fundamental para la correcta intelección de la fe, y la traducción de unos términos técnicos a otras lenguas constituye uno de los asuntos capitales de toda verdadera inculturación dogmática. Con anterioridad, la Iglesia ya había vivido un problema similar, o sea, también lingüístico, en el Concilio de Éfeso (431), en que polemizaron los partidarios de Nestorio con los seguidores de Cirilo. Allí se debatió en torno al significado y la oportunidad para expresar la fe cristológica, de algunos términos como naturaleza (physis), persona (prósopon), subsistencia (hypóstasis), conjunción (synapheia) y unión sin confusión (hènosis asygchytós), hasta llegar al «credo de la unión», que pocos años más tarde adquiriría carácter dogmático en el Concilio de Calcedonia (451).

En oriente, en cambio, el debate iconoclasta tuvo muchas vertientes, como ha resaltado Viciano (vid. Bibliografía). La controversia oriental, que duró casi un siglo y medio, tupo implicaciones teológicas, litúrgicas, antropológicas, filosóficas y artísticas. La más interesante, para nuestro propósito, es la de carácter teológico. Según Viciano Vives, la controversia iconoclasta significó la superación del monofisismo. El triunfo de la iconodulía supuso, en algún sentido, la confirmación de la tradición duofisita, sancionada solemnemente por los concilios ecuménicos de Calcedonia (451), Constantinopla II (553) y Constantinopla III (681). En efecto, si se niega la verdadera naturaleza humana de Cristo, las realidades materiales, como lo son las imágenes, resultan «por lo menos innecesarias, sino perjudiciales para el proceso de salvación, que debería ser sólo espiritual (según la iconoclasia). En cambio, si se reconoce la realidad de la naturaleza humana de Jesucristo y la unión de ésta en la persona divina del Hijo de Dios, entonces las imágenes sagradas ayudan y motivan al creyente a ascender desde la humanidad de Cristo [representada en la imagen] a su divinidad, hasta llegar a Dios Padre en el Espíritu (sería la posición iconofílica)».

B) EL ADOPCIONISMO HISPANO

La segunda gran controversia teológica en la etapa Carolingia fue la polémica adopcionista, que tuvo tres protagonistas. Por la parte adopcionista, el arzobispo Elipando de Toledo (†809) y el obispo Félix de Urgel o Feliu d’Urgell (†818); y como testigo de la doctrina católica, Alcuino de York. Conviene recordar que Toledo se hallaba bajo el dominio musulmán, mientras que la Seu d’Urgell, en el Pirineo catalán, pertenecía a la Marca Hispánica, bajo control de Carlomagno. La controversia tuvo tres fases.

El arzobispo Elipando de Toledo descubrió errores trinitarios en la predicación de Magencio, legado de Carlomagno en los reinos hispánicos liberados del Islam, y, al disputar con él y exponer la fe católica, el mismo Elipando incurrió en errores cristológicos. Afirmó, en efecto, que Jesús en cuanto hombre no es hijo natural de Dios sino solamente hijo adoptivo. Tuvo pronto algunos seguidores en la Hispania musulmana, pero no se conformó con ellos, sino que ganó también para su causa al obispo de Asturias, Ascario.

El obispo Ascario fue combatido por san Beato de Liébana, en el propio reino asturiano, y también por Eterio, gran teólogo de la época, que por ser muy joven fue despreciado por Elipando. Basándose en la Sagrada Escritura, Beato de Liébana y Eterio sostuvieron que también Jesús en cuanto hombre es Hijo natural de Dios. Entonces Elipando se puso en contacto con Félix de Urgel, al que convenció también de las tesis adopcionistas. Por pertenecer Urgel a la Marca Hispánica, Carlomagno decidió tomar cartas en el asunto. Bien aconsejado por Alcuino de York, convocó un sínodo, el año 792, en Ratisbona, obligando a Félix de Urgel a presentarse en él. Ante el concilio Félix de Urgel abjuró de sus doctrinas y sufrió su primera condena. Fue enviado a Roma por Carlomagno; en Roma el papa Adriano I confirmó las disposiciones de Ratisbona y allí Félix volvió a abjurar de sus errores y pudo regresar a su diócesis. Pero nada más llegar a ella, recayó de nuevo en ellos.

Como parecía extenderse la herejía por el sur de Francia, Carlomagno convocó, aconsejado por Alcuino y con la autorización del papa Adriano I, un nuevo concilio general en el año 794, en Frankfurt del Main. En él sobresalieron Alcuino y Paulino de Aquileya, pero no se presentaron ni Elipando ni Félix. Félix fue nuevamente condenado, pero en lugar de someterse, ambos continuaron con más intensidad sus propagandas. El concilio afirmó sin ambages: «Si, pues, es Dios verdadero el que nació de la Virgen, ¿cómo puede entonces ser adoptivo o siervo?»5.

Poco después León III reunió en Roma, el año 799, un sínodo que condenó con toda claridad el adopcionismo. Con esta confirmación, Carlomagno envió a la Marca Hispánica a Benito de Aniano, que logró convencer a Félix de Urgel para que se presentase ante Carlomagno. En Aquisgrán, el mismo año 799, se celebró un nuevo concilio, en el que Félix expuso sus doctrinas durante muchos días, siendo refutado punto por punto por Alcuino. Parece que al final Félix abjuró nuevamente de sus errores y no siéndole permitido volver a su diócesis, se retiró a Lyon, donde murió en el año 818. Después de su muerte se encontraron algunos papeles suyos que proyectan sombras sobre la sinceridad de su conversión en Aquisgrán. La herejía adopcionista, desaparecidos sus dos principales defensores, acabó extinguiéndose.

Como ya se ha señalado, el adopcionismo hispano sostenía que hay dos filiaciones en Cristo: una filiación natural y eterna, en cuanto Dios, y una filiación adoptiva, en cuanto hombre. Tomándolo así, tal como suenan las palabras, el adopcionismo hispano afirmaba que en Cristo hay dos personas, porque la filiación pertenece a la persona. El adopcionismo sería, pues, una doctrina de carácter nestoriano.

Con todo (Reinhardt, vid. Bibliografía), Josep Perarnau y otros historiadores sospechan, con fundamento, que Félix no pretendía seguir las doctrinas heterodoxas de Nestorio, sino sólo defender la sustantividad de Cristo (en cuanto hombre). En otros términos: que Cristo en cuanto hombre es verdaderamente un ser, como también lo dijo santo Tomás siglos más tarde, apelando a la distinción entre el esse principal de Cristo (en cuanto Dios) y el esse secundario (en cuanto se hizo hombre en el tiempo). Un supuesto con dos esse, pero sólo uno de ellos principal6. En cualquier caso, y al margen de sutilezas teológicas, la fe católica sostiene que en Cristo hay una sola filiación, y que Cristo, también en cuanto hombre, es Hijo natural del Padre (Lluch Baixauli, vid. Bibliografía).

Es interesante preguntarse, ¿por qué surgió esta herejía en España? Al respecto se pueden ofrecer dos explicaciones:

1ª) Por influencia del Islam, que había ocupado la Península ibérica a comienzos del siglo VIII, los católicos temían manifestar que adoraban a Cristo en cuanto hombre, pues esto podía ser interpretado por los musulmanes como adoración a una criatura, cosa que constituía un gran crimen de idolatría para los mahometanos. Es posible, pues, que los católicos mozárabes hayan intentado disimular su adoración a Cristo en cuanto hombre, y al final esto haya derivado hacia una formulación errónea de la fe, según la cual sólo sería verdaderamente Dios el Verbo eterno, y no así Cristo en cuanto hombre, que sería simplemente hijo adoptivo.

2ª) Una segunda hipótesis, para explicar la difusión del adopcionismo en Hispania, se podría buscar en el influjo de algunos pequeños núcleos nestorianos venidos con las legiones bizantinas, que habían ocupado un territorio importante al sudeste de la península ibérica en el siglo VI, años antes de la llegada del Islam. Según Nestorio, condenado por la Iglesia en el concilio ecuménico de Éfeso, en el año 431, en Cristo habría dos personas: la persona humana que habría nacido de María, y la persona divina que sería la segunda persona de la Santísima Trinidad, engendrada eternamente por el Padre. Cristo, por tanto, no sería más que la unión moral de estas dos personas. En tal contexto, sólo sería hijo natural de Dios la persona divina, no así la persona humana, que sería hijo natural de María y, en todo caso, hijo adoptivo, especialmente adoptado por Dios. En el supuesto hipotético que consideramos, de que el nestorianismo hubiese hecho alguna mella en Hispania durante la ocupación bizantina, se habrían producido las circunstancias adecuadas para que un siglo más tarde se difundiera el adopcionismo hispano.

Cualquiera que haya sido el origen remoto del adopcionismo, es preciso reconocer que duró poco, que su influjo fue superficial, y que al final se extinguió por completo, prevaleciendo la doctrina católica, que se podría formular así: Cristo, también en cuanto hombre, es hijo natural de Dios, porque la filiación no se predica de las naturalezas, sino de la persona, que en Cristo es una sola y subsiste en dos naturalezas: eternamente en la naturaleza divina, y en el tiempo en la naturaleza humana.

C) CONTROVERSIA PREDESTINACIONISTA

La tercera gran controversia del período carolingio fue la discusión predestinacionista. Tuvo su origen en una lectura descontextualizada de ciertos pasajes de san Agustín. En polémica con los pelagianos, había predicado con gran energía la voluntad salvífica universal de Dios, pero al mismo tiempo, y quizá llevado por la pasión de la polémica, parecía haber afirmado que los que se salvan, se salvan porque Dios los predestinó a la salvación, mientras que los que se condenan, se condenan porque Dios los abandonó a su muerte. San Agustín estaría viendo el problema desde la perspectiva —siempre compleja— de las relaciones entre la libertad y la gracia. En tal perspectiva, previstas las respuestas que el hombre habría de dar en el futuro y las gracias que Dios habría de concederle, a unos los predestinaría a la salvación y a otros los abandonaría a su condenación eterna.

Es innegable que el análisis agustiniano es muy complejo. Su dificultad puede haber sido la causa de que el problema quedase momentáneamente acallado, pero no resuelto, y que rebrotase con gran virulencia a mediados del siglo IX y, muy particularmente en la modernidad.

El gran protagonista de la controversia predestinacionista del siglo IX fue el benedictino Godescalco, en alemán Gottschalk. Hacia el año 848, leyendo unos textos de san Agustín, concluyó que había dos predestinaciones similiter omnino, absolutamente equivalentes. Una predestinación de los buenos a la vida eterna, y otra de los malos a la muerte eterna. Negó, por tanto, la voluntad salvífica universal de Dios e incluso la misma libertad humana en respuesta a la gracia. Su obispo, que era Rabano Mauro, al comprobar que Godescalco era de origen francés, lo remitió a su diócesis de origen, que era Reims, donde presidía un prelado llamado Hincmaro. Éste, a la vista de las doctrinas sostenidas por Godescalco, decidió convocar un Sínodo en la ciudad de Quierzy-sur-Oise, que tuvo lugar el año 849. Posteriormente se celebró otro sínodo en la misma ciudad de Quierzy, en el año 853. Ambos condenaron la doble predestinación sostenida por Godescalco y afirmaron una única predestinación: Dios destina de antemano (es decir: pre-destina) a todos los hombres a la salvación eterna, aunque unos acogen la gracia de Dios y se salvan, y otros la rechazan y se condenan7.

La polémica se endureció y en ella intervinieron algunas personalidades destacadas del mundo teológico y eclesiástico francés, como Ratramnio de Corbie, el obispo Prudencio de Troyes e incluso el teólogo Juan Escoto Eriúgena, que adoptaron posiciones diversas y un tanto ambiguas respecto de la cuestión debatida. Éste último, por ejemplo, sostuvo tesis próximas al pelagianismo, en una obra suya muy importante titulada: De prædestinatione8. Después de afirmar, con gran lucidez, que debe condenarse la doctrina de la doble predestinación, y de distinguir entre naturaleza, libertad y gracia, Eriúgena consideró que sólo están verdaderamente predestinados aquellos que de hecho están preparados para responder a la gracia. Hay, en la doctrina eriugeniana, una cierta confusión entre predestinación y presciencia.

Los otros teólogos, en cambio, sobre todo Prudencio de Troyes, sostuvieron la doble predestinación, defendiendo así a Godescalco, e incluso hicieron condenar las doctrinas del Sínodo de Quierzy (853) en un sínodo celebrado en Valence, el año 8559. Disipadas las dudas y los problemas terminológicos, se alcanzó la paz y la unidad en el Sínodo de Langres, del año 859.

El tema de las relaciones de la libertad con la gracia fue bien resuelto en el siglo IX por parte de Hincmaro de Reims y de quienes le siguieron, apelando a un agustinismo atenuado, y se vio confirmado en Quierzy y en Valence (suprimidas algunas líneas del canon 4 de este sínodo). Sin embargo, quedó pendiente la solución de muchos aspectos y por eso habría de rebrotar posteriormente: con Lutero a comienzos del siglo XVI, que apeló de nuevo a pasajes de san Agustín de difícil lectura; con Bayo, cuyas tesis fueron condenadas en 1567 por san Pío V; y finalmente hacia mediados del siglo XVII, como consecuencia de la lectura que Jansenio llevó a cabo de san Agustín.

D) CONTROVERSIA EUCARÍSTICA

La controversia eucarística se desarrolló principalmente en los años medios del siglo IX. Comenzó cuando el monje Pascasio Radberto, benedictino de la abadía de Corbie, escribió, en el 831, un opúsculo titulado: De corpore et sanguine domini10, que no fue hecho público hasta el año 844. Le replicó Ratramnio de Corbie, monje de la misma abadía, quien, hacia el año 859, compuso una obra con el mismo título contra Pascasio11.

La obra de Pascasio es el primer tratado monográfico acerca de la Eucaristía. En él se defiende explícitamente la identidad entre el cuerpo histórico de Cristo y su cuerpo eucarístico y, al mismo tiempo, se sostiene que hay una diferencia entre el modo de estar y ser de Cristo en la Eucaristía, y el modo de estar o de ser de Cristo cuando vivía en Palestina. En otros términos, que no es lo mismo «estar» en la Eucaristía, que estar físicamente ocupando un lugar en Galilea. Afirma que la presencia eucarística es una presencia espiritual, y lo que se manifiesta al exterior a través de los sentidos (las especies eucarísticas) es el signo o figura de otra realidad profunda que solamente es perceptible por medio de la inteligencia y la fe. «Interius recte intelligitur aut creditur», interiormente se entiende rectamente o se cree, aunque los sentidos nos confundan. Esta doctrina tan precisa sorprende por la época en la que fue formulada y por la herramienta filosófica tan elemental que en aquellos años se poseía, aunque se halle lejos todavía del teologúmeno «transubstanciación».

Sin embargo, Ratramnio de Corbie no comprendió el alcance de las tesis de Pascasio y pensó que, al afirmar la identidad sustancial entre el cuerpo histórico y el cuerpo eucarístico, se incurría en el error cafarnaítico, en alusión al pasaje del evangelio de san Juan (Ioan. 6:60-66); pues le pareció que afirmar la presencia substancial de Cristo en la Eucaristía significaba sostener que bajo las especies eucarísticas se contenía el mismo Cristo físico, con sus dimensiones históricas, pero «en pequeño». Por ello, sin negar la presencia real de Cristo, Ratramnio quiso acentuar el carácter simbólico de la Eucaristía, para no incurrir en un realismo que él consideraba exagerado.

Ninguno de los dos bandos contendientes negaba la presencia real de Cristo. La dificultad era expresar la identidad entre la presencia histórica de Jesús en Palestina, la presencia sacramental en la Eucaristía y la presencia gloriosa de Cristo a la derecha de Dios Padre.

Años más tarde, en el año 1079, en la retractación que firmó Berengario de Tours en el Sínodo Romano convocado por Gregorio VII, se destacó la identidad substancial entre el Jesús histórico (o el Jesús de Palestina) y el Jesús que está bajo las formas eucarísticas, según una presencia sacramental. La presencia de Jesús en la Eucaristía no es sólo una presencia real y virtual, como lo es en todos los sacramentos; sino una presencia nueva, distinta, propia y exclusiva, que se denomina presencia substancial. «El pan y el vino que se ponen sobre el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo Nuestro Señor» (DS 700). De este modo, al descubrir que el término «substancial» es la palabra más apropiada para explicar esta presencia, propia, verdadera, real y única de Jesús en la Eucaristía, la discusión teológica quedó encaminada.

E) EL «FILIOQUE»

La quinta controversia carolingia giró en torno al Filioque. Esta polémica remonta al período patrístico. El símbolo de Nicea, del año 325, al referirse al Espíritu Santo, se había limitado a decir: «et [credo] in Spiritum Sanctum»12, [creo] en el Espíritu Santo. Posteriormente, en el primer Concilio de Constantinopla, del año 381, el tercer ciclo o ciclo pneumatológico sufrió una importante ampliación. Se añadió un texto muy largo al «et in Spiritum Sanctum» de Nicea: «y en el Espíritu Santo, señor y dador de vida, que procede del Padre, que ha de ser co-adorado y con-glorificado con el Padre y el Hijo, el cual nos habló por los profetas»13.

En el marco de la polémica post-priscilianista, el obispo de Astorga parece haber incorporado, por primera vez (era el año 447), un cambio en el símbolo de Nicea-Constantinopla: «Et in Spiritum Sanctum dominum et vivificantem, qui ex patre filioque procedit», que procede del Padre y del Hijo (filioque), en lugar de la formulación más breve: «que procede del Padre» (ex patre procedentem). Poco más tarde, el Credo del III Concilio de Toledo (589) confesaba también que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (ex Patre et Filio procedentem).

El añadido visigótico pasó posteriormente a las Galias, donde fue usado también en el siglo VIII. En el Concilio de Friuli (796), Paulino de Aquileya sostuvo que era correcto usar este sintagma modificado y Carlomagno lo hizo incorporar a la liturgia de la misa que se cantaba en la corte de Aquisgrán. También por las mismas fechas lo usaron los monjes francos del monte de los Olivos, junto a Jerusalén, aunque por ello fueron criticados por los griegos y declarados herejes (808). Poco después el sínodo de Aquisgrán (809) se declaró también a favor de la nueva fórmula. Aunque fue estimada ortodoxa por el papa León III (795-816), finalmente desaprobó su uso en atención a los griegos, y aconsejó vivamente a los francos que la quitasen de su liturgia, pero no le obedecieron. Dos siglos más tarde, en 1014, y por consejo del emperador Enrique II, el papa Benedicto VIII la usó por primera vez en su propia liturgia, o sea, en la iglesia romana.

La incorporación de los cambios en el credo habría de tener consecuencias negativas para la unión con los griegos. En efecto, Focio, patriarca de Constantinopla en dos periodos (858-867 y 878-886), tomó el tema del filioque como base para un duro ataque a la Iglesia latina. Para ello interpretó el término «proceder» en su sentido más estricto, como procedencia de un principio sin principio; y por tal motivo acusó de errar a los latinos. Consideró, en efecto, que si el credo de Nicea-Constantinopla decía que el Espíritu Santo procede del Padre, y ahora —en la liturgia latina— se decía que tenía además un segundo co-principio, es decir, el Hijo (con el Padre), se indicaba: o bien que el Padre y el Hijo constituían una única persona, o bien que no eran un principio sin principio, puesto que el Hijo procede a su vez del Padre. En el primer caso, se negaría la trinidad de personas (el Padre y el Hijo no serían dos personas); en el segundo se falsificaría el genuino sentido del término «proceder», que significa siempre proceder de un principio sin principio.

La Iglesia latina no se mantuvo en silencio. El papa Nicolás I (858-867) pidió a Hincmaro, obispo de Reims, que escribiese contra las doctrinas de Focio. Parece ser que al llamamiento de Hincmaro se sumaron un buen número de teólogos de las Galias, entre ellos Ratramnio de Corbie, que escribió un Contra græcorum oposita14. La doctrina de Focio (†897) fue censurada por el papa Adriano II (867-872), y definitivamente condenada por el IV Concilio de Constantinopla, que es el octavo ecuménico, celebrado entre los años 869 y 870. Pero las heridas de la controversia fociniana quedaron latentes hasta que finalmente en el siglo XI se produjo la verdadera ruptura entre oriente y occidente.

Es obvio que la doctrina de Nicea-Constantinopla no era heterodoxa, como tampoco la variante introducida posteriormente en el símbolo niceno por los latinos. Era insuficiente, en cambio, el argumento de Focio contra la introducción del filioque. Detrás de todo el debate se esconde, sin embargo, otra cuestión: si el Romano Pontífice puede autorizar una modificación en un símbolo aprobado por un concilio ecuménico; o más bien, si para hacerlo debe convocar otro concilio ecuménico. En definitiva, si el papa está sometido al concilio o está por encima de él, en el sentido de que él hace ecuménico un concilio, es su cabeza y valida sus decretos. Estos temas quedaron aparcados durante largo tiempo (al menos en el mundo latino) hasta que estallaron nuevamente con motivo del Cisma de Occidente, durante la celebración del Concilio Ecuménico de Constanza (1414-1418).

* * *

Las cinco controversias ahora resumidas, correspondientes al periodo carolingio, abarcan la segunda mitad del siglo VIII y casi todo el siglo IX; manifiestan bien a las claras cuál era el estado de la teología de aquellos años y el nivel teológico de las discusiones. En todo caso, se observa que la diferente lengua teológica empleada en oriente y en occidente fue motivo de graves dificultades, como también la deficiente herramienta filosófica. La Europa occidental no disponía de las obras de los grandes clásicos griegos, como Platón y Aristóteles, y tuvo que contentarse con algunas traducciones latinas que realizó Boecio, y con algunos extractos de Platón. El primer gran desarrollo teológico medieval, a pesar de la insuficiente herramienta filosófica, no tendría lugar hasta bien entrado el siglo XI, después de un periodo largo de reforma eclesiástica promovido, al alimón, por los benedictinos cluniacenses y por los tres emperadores otones alemanes.

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1. Conviene decir algunas palabras sobre la hermenéutica bíblica y los sentidos de la Sagrada Escritura (noemática), puesto que este tema reaparecerá con frecuencia a lo largo de este manual. — Se entiende por sentido, la noción o conjunto de nociones que un autor expresa, o intenta expresar en un texto; también es la síntesis nocional de un libro de uno o varios autores. Según la índole del escrito, es posible descubrir distintos sentidos o sucesivas capas. — El sentido de la Biblia puede ser literal y espiritual o simbólico. Se trata, por consiguiente, de dos niveles nocionales del relato bíblico. El sentido literal o histórico se subdivide en propio (designa su objeto sin recurrir a figuras de lenguaje) e impropio o figurado (recurre a comparaciones, metáforas, parábolas, alegorías, etc., para designar su objeto). Para descubrir el sentido figurado es preciso recurrir al contexto. Por ejemplo, la palabra víbora designa propiamente un determinado reptil, muy venenoso. En sentido metafórico o impropio, señala una persona cuya lengua exuda veneno cuando habla o maquina, porque daña o mata. Por eso, Juan Bautista increpó a los fariseos y saduceos llamándolos «raza de víboras». En ambos casos, la noción significada se descubre acudiendo, en primer lugar, a la letra, que se toma, en un caso, propiamente, y en el segundo, metafóricamente. El sentido espiritual puede ser de varios tipos: típico, tropológico, anagógico y místico. Por ejemplo: los cinco talentos de la parábola evangélica se interpretan como los cinco sentidos; los dos talentos, como las dos potencias del alma (intelecto y voluntad); el vellón de Gedeón, como tipo de la Encarnación; Melquisedec, rey de Salem sin genealogía, como tipo del sacerdocio de Cristo; el sacrificio de Isaac, como tipo del sacrificio de Cristo.

2. Este tema fue matizado por san Anselmo, como se explicará en su momento. Cfr. infra, capítulo 2, § 2d.

3. Cfr. DS 600-603 y COeD 13536-13632.

4. Este Concilio de Frankfurt, como el de París, que se cita seguidamente, y otros que aparecerán a lo largo del capítulo, fueron concilios de carácter nacional (acaso regional).

5. «Si ergo Deus verus est, qui de Virgine natus est, quomodo tunc potest adoptivus esse vel servus? Deum nequaquam audetis confiteri servum vel adoptivum: et si eum propheta servum nominasset, non tamen ex condicione servitutis, sed ex humilitatis obœdientia, qua factus est Patri obœdiens usque ad mortem’ (Phil. 2:8)» (DS 614).

6. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Quæstio disputata «De unione Verbi incarnati», con una solución que se asemeja a la que Perarnau atribuye a Félix de Urgel.

7. Cfr. DS 621-624.

8. En CChr.CM. 50; también en PL 122, 355-440.

9. Cfr. DS 625-629. La condena se halla en el canon 4 (DS 631). Posteriormente, los mismos que participaron en el Sínodo de Valence, reunidos en el Sínodo de Langres (859), suprimieron del canon 4 (DS 631) las palabras que habían reprobado las conclusiones del Sínodo de Quierzy.

10. En PL 120, 1267-1350.

11. En PL 121, 125-170.

12. Véase COeD 518-19.

13. «[…] et in Spiritum Sanctum, dominum et vivificatorem, ex Patre procedentem, cum patre et filio coadorandum et conglorificandum, qui locutus est per prophetas» (COeD 2423-26).

14. En PL 121,223-346.

Historia de la teología cristiana (750-2000)

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