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CAPÍTULO 4 La teología cristiana en el siglo XVI hasta el jansenismo
Оглавление1. EL CONTEXTO HISTÓRICO
De ordinario se designa con el nombre de humanismo el contenido específico de la cultura renacentista; y por renacimiento se entiende el período intermedio entre el medievo propiamente dicho y los primeros pasos de la modernidad. Aunque estos dos tópicos son fluidos y no hay absoluta unanimidad entre los especialistas, podemos concretar la distinción señalando que el humanismo tiene sobre todo un significado literario-artístico-cultural, mientras que el renacimiento se refiere más en concreto a las coordenadas histórico-cronológicas del período. En todo caso, ha habido varios humanismos a lo largo de la historia. Aquí trataremos del humanismo renacentista y no del humanismo antiguo (griego o romano). También ha habido varios renacimientos a lo largo de la historia, por ejemplo, y muy importante para nuestra materia, el renacimiento carolingio o el renacimiento del siglo XII. Aquí nos referiremos principalmente al renacimiento que cubre desde el fin de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1453), hasta el comienzo de las guerras de religión (que en Francia estallaron hacia 1562 y, poco antes, en los dominios del emperador Carlos V).
Surgido primeramente en la península italiana durante el siglo XIV y XV, el humanismo renacentista produjo espléndidos frutos literarios y de creación artística, de una calidad y abundancia como nunca se había visto en tan breve lapso. Baste recordar a poetas, lingüistas y pintores tan destacados como Francesco Petrarca, Giovanni Boccacio, Fra Angelico, Masaccio, Pico della Mirandola, Lorenzo Valla, Filippino di Lippi, Leonardo da Vinci, Sandro Botticcelli, Raffaelo Sanzio, Michelangelo Buonarroti y tantos otros. Poco a poco el humanismo se extendió desde Italia a otros entornos geográficos: Ausiàs March, Jaume Huguet, Robert Campin, Rogier van der Weyden, Jan van Eyck, Joanot Martorell, Fernando de Rojas, Antonio de Nebrija, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Juan Luis Vives, etc. En España, el hecho más relevante del humanismo fue la fundación de la Universidad de Alcalá (1508), obra magna del proyecto cultural del cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros.
A grandes rasgos el humanismo renacentista se caracterizó por tres notas: aprecio y vuelta a la antigüedad clásica (no sólo a los temas literarios del mundo greco-romano, sino también al cultivo de esas lenguas, recuperando la preceptiva literaria clásica); nueva relación con la naturaleza (que se aprecia plásticamente por el relieve concedido a jardines y espacios naturales en la pintura); y actitud marcadamente antropocéntrica (por ejemplo en la pintura, por la atención concedida al cuerpo humano, con un estudio primoroso de su movimiento y de sus proporciones, en el uso de las perspectivas, y por un tenue erotismo en la novela, género literario que nace en esos años). Esas tres características se reflejaron también, a su modo, en la nueva teología que surgió con el humanismo renacentista.
2. SOBRE LA RUPTURA O CONTINUIDAD ENTRE MEDIEVO Y RENACIMIENTO
A) DISCUSIÓN
Mucho se ha discutido sobre la continuidad/discontinuidad entre la baja edad media filosófico-teológica y el humanismo renacentista. El historiador suizo Jacob Christoph Burckhardt (1818-1897) sostuvo la neta separación epocal; su discípulo Wilhelm Dilthey (1833-1911) se inclinó por la continuidad, entendida como progresiva «maduración» de la mentalidad y de la cultura occidentales, hasta modificar por completo el horizonte europeo, no sólo en el plano cultural, sino también en el ámbito religioso1; finalmente, por citar sólo los protagonistas más destacados del debate, el lingüista alemán Konrad Burdach (1859-1936) también se opuso a la tesis de Burckhardt y se inclinó por la suave transición. La tesis de la transición sin grandes sobresaltos nos parece la más plausible, especialmente en el campo que nos ocupa.
Aunque hubo algunos cambios importantes y relativamente rápidos desde finales del siglo XIV a comienzos del XVII, que provocaron la aparición de nuevos paradigmas culturales2; la teología latina parecía caminar, sin sobresaltos, por la senda que había iniciado mil años antes. Con expresión de Joseph Lortz (vid. Bibliografía), «la Edad Moderna surgió de la misma Edad Media, como desarrollo lógico de ciertos elementos medievales».
En efecto, el católico Joseph Lortz (1887-1975) se atuvo a la tesis de la continuidad, pero con algunas salvedades, especialmente en su magna obra Geschichte der Reformation in Deutschland, en dos volúmenes, aparecida en alemán en el bienio 1939-1940. Grohe (vid. Bibliografía) ha estudiado el proceso intelectual que condujo a Lortz a las conclusiones que se ofrecen en este libro, traducido a muchas lenguas, también al castellano en 1964, y que tuvo en su momento un influjo extraordinario. Según Lortz, a partir del 1300 se produjo en Europa un gran deterioro eclesial, que afectó no sólo a las costumbres (también a la vida del clero y de los religiosos), sino incluso a la práctica devocional y a la teología. Las reformas iniciadas en los principales institutos religiosos (franciscanos, jerónimos, agustinos, dominicos, etc.), anteriores o contemporáneas a las propuestas luteranas, pecaron, por exceso, de alienación y formalismo; la «devotio moderna» abocó a un peligroso subjetivismo religioso; los humanistas, y muy en particular Erasmo de Rotterdam, indujeron la Reforma por su exagerado afán de crítica, y no acertaron en sus proposiciones. Lortz carga, sobre todo, contra la oscuridad de la teología escolástica. Y así, aunque a comienzos del siglo XVI la vida católica parecía fuerte y vital, se trataba sólo de una fachada, tras la cual se escondía una notable confusión doctrinal, litúrgica y ascética. En tal contexto habría que situar a Lutero, que no pretendió romper, sino sólo aclarar la situación.
La ligereza de la prosa de Lortz, ajena al fárrago y a los tecnicismos de la literatura especializada, contribuyó al éxito de sus tesis, muy bien recibidas en un momento en que el nacionalsocialismo presionaba tanto a católicos como a luteranos a una común resistencia. En definitiva, tanto Lortz, como antes su maestro Sebastian Merkle (1862-1945), «descubrieron» a los creyentes cristianos un Lutero «reformador católico», que, incluso en sus actos más revolucionarios, no pretendió combatir a la Iglesia católica en cuanto tal, sino sólo batallar contra una imagen degradada de ella.
En todo caso, los partidarios de la «continuidad» nos presentaron a unos teólogos luteranos que quisieron mantenerse fieles a sus antecesores, aunque purificando las tesis que habían recibido en herencia y deduciendo de ellas nuevas conclusiones. Salvo las lógicas rivalidades escolares y las querellas de gabinete, la Reforma habría sido un proceso evolutivo de intento no rupturista.
Si a tanta distancia de los hechos continuaba viva la discusión sobre la continuidad o discontinuidad entre el medievo y el Renacimiento y, más en concreto, acerca de si Martin Lutero fue un continuador de cierta teología bajomedieval, aunque con acentos propios, o un innovador total, no ha de sorprendernos la perplejidad de muchos teólogos católicos del XVI, sobre todo tridentinos, ante las proposiciones luteranas, que sonaban a moneda corriente en los ámbitos académicos de aquella hora3.
B) UN NUEVO ANTROPOCENTRISMO
En el medievo teológico, el hombre en cuanto tal, y no sólo el hombre singular, recibió una atención notable por parte de la teología. Ahí están, como testimonio, los largos desarrollos cristológicos (sobre la unión hipostática y la naturaleza humana de Cristo), la amplia antropología (creación, elevación y caída del hombre) y el destacado interés prestado a la teología moral y a la soteriología, con su apéndice escatológico. Con todo, la teología medieval no fue antropocéntrica.
La novedad del humanismo consistió en situar en el centro de estos tratados dos cuestiones hasta entonces bastante preteridas o, al menos, tratadas en otro contexto: (1) las relaciones de la gracia con la libertad (o, en sentido más amplio, las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural); y (2) el asunto de la certeza moral, que implicaba un pormenorizado análisis de los estados de la conciencia moral (conocimiento verdadero o falso, cierto o dudoso). Por todo ello, se puede hablar de un antropocentrismo de nuevo cuño, propio del renacimiento cincocentista.
Digo de nuevo cuño, porque es evidente que el antropocentrismo no constituyó entonces una novedad absoluta. Lo hallamos ya en otros momentos históricos, particularmente en tiempos de la sofística griega. Quizá por ello los humanistas bajomedievales tomaron como modelo la Grecia clásica. Sin embargo, por su oposición a la escolástica coetánea (la escolástica de corte terminista, que consideraron artificialmente erudita), los nuevos humanistas desaprobaron también el peripatetismo aristotélico (confundiendo los excesos terministas con la metafísica peripatética) y se volcaron, en sus preferencias, por el «divino» Platón. El oscurecimiento de la metafísica aristotélica comportó una grave pérdida para el desarrollo teológico, que se advertirá en particular durante la polémica suscitada por el luteranismo.
C) LAS RELACIONES GRACIA-LIBERTAD Y LA CRISIS DE LA METAFÍSICA
Como ya se ha insinuado, el análisis teológico de la libertad comenzó a complicarse a comienzos del siglo XVI. Tomás de Aquino se había preguntado si la libertad es una potencia distinta de la voluntad y había resuelto la cuestión a partir del paralelismo que existe entre las dos potencias del apetito superior. Del mismo modo que aprehender, juzgar y razonar no son tres potencias distintas, sino tres momentos de la actividad intelectual, así también desear, deliberar y elegir no son tres potencias, sino tres momentos de la actividad volitiva. La libertad, que se manifiesta en la elección, no es una potencia o facultad distinta de la voluntad4. Sin embargo, hay que distinguir entre lo deseado y lo alcanzado, como también entre lo conocido y la cosa u objeto del conocimiento. No se conoce todo lo que se pretende conocer, como tampoco se alcanza todo lo que se desea5. Hay que diferenciar, finalmente, tanto entre la facultad intelectual y la inteligencia ejercida, como entre la voluntas ut natura (la voluntad como simple naturaleza o puro velle) y la voluntas ut ratio (la voluntad deliberativa, que elige).
Martín Lutero problematizó las relaciones de la gracia con la libertad, en su ensayo De servo arbitrio (la libertad esclava), publicado en 1525, como respuesta a un De libero arbitrio de Erasmo de Rotterdam, aparecido el año anterior. El Concilio de Trento tomó cartas en el asunto, en el primer período conciliar, cuando condenó que el libre albedrío (o capacidad de elegir) se hubiera extinguido al cometer Adán el pecado original6. Juan Calvino también terció en la polémica, en su Institutio christianæ religionis, reelaborada a lo largo de muchos años. El teólogo católico Miguel Bayo hizo una mala lectura del decreto tridentino sobre la justificación, negando la posibilidad de buenas obras sin la gracia, en unos términos casi calvinistas, que fue censurada por san Pío V, en 15677. A finales del siglo XVI estalló la crisis de auxiliis y, como consecuencia de esta polémica sobre el libre albedrío y con soluciones muy próximas a las de Miguel Bayo, irrumpió, ya a mediados del siglo XVII, el binario jansenista libertas a necessitate (libre en la necesidad) y libertas a coactione (libre ante la coacción) y, con él, la discusión sobre la delectación o inclinación gozosa como elemento decisivo en la elección8. En la cadena de transmisión de este complejo asunto se interpuso, entre Bayo y los jansenistas, la polémica de auxiliis y, sobre todo, la particular interpretación del par libertas a necessitate y libertas a coactione, ofrecida por el jesuita Francisco Suárez, corrigiendo algunos excesos de Bayo9.
A finales del XVI aparecieron también nuevos conceptos de espacio y tiempo, elaborados por la física experimental y la astronomía. Tales nociones influyeron en algunos planteamientos teológicos. El gran desarrollo experimentado por las matemáticas diluyó los intereses metafísicos de muchos teólogos, que buscaron componendas entre las soluciones de la teología escolástica (alcanzadas después de mucho esfuerzo y de un trabajo de siglos) y las nuevas categorías físico-matemáticas, ignorando que cada ciencia tiene su objeto formal propio (o nivel propio de análisis). Por tal motivo, algunos teólogos pretendieron mantener la doctrina hilemórfica y el binario substancia-accidentes (de carácter metafísico), aunque releídos en términos atomísticos (un análisis que se sitúa un escalón abstractivo por debajo de la metafísica). La sacramentaria se vio afectada (especialmente el tratado sobre la Santísima Eucaristía). Así mismo la antropología dual, característica de la escolástica (el hombre como unidad substancial de alma-cuerpo) padeció dificultad, y con ello zozobró el análisis del ínterin escatológico (o sea, el alma separada, subsistente después de la muerte individual). Es sintomático que el dominico Juan de santo Tomás (†1644), quizá el último gran escolástico, orillase el tratado de metafísica en su monumental y magnífico Cursus philosophicus thomisticus.
3. EL TOMISMO
A) TOMISTAS EN EL BAJOMEDIEVO
El influjo indiscutible de los pensadores franciscanos posteriores a Juan Duns Escoto no debe ocultarnos que, por esos mismos años, comenzaba la lenta difusión del tomismo. Tomás de Aquino, en efecto, había sido canonizado en 1324, disipándose, de esta forma, todas las dudas sobre la ortodoxia de su síntesis filosófico-teológica, provocadas por las censuras del obispo parisino Esteban Tempier, de 1270 y 1277 y, sobre todo, por las actuaciones del obispo oxoniense Roberto Kilwardby, también en 1277.
Entre los primeros tomistas de nota, destacó el dominico san Vicente Ferrer (1350-1419), excelente lógico y teólogo, y destacado predicador. Otro tomista sobresaliente fue el dominico san Antonino de Florencia (1389-1459), redactor de una importante Summa theologica, que más bien habría que titular Summa moralis, en la que concedió gran relieve a las cuestiones de la nueva práctica mercantil y financiera italiana. También conviene recordar al dominico francés Juan Capreolo (†1444), que escribió una obra notable, titulada Defensiones theologiæ Divi Thomæ Aquinatis, en forma de comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. En este libro vindicó a Aquino contra las censuras de sus contrarios, intentando depurar la doctrina tomasiana de las interpretaciones menos acertadas de los primeros tomistas (por ejemplo, de Egidio Romano). Martin Grabmann ha afirmado que, «desde el punto de vista histórico, puede considerarse la obra de Capreolo como la más perfecta e importante de cuantas ha producido la escuela tomista en defensa de la doctrina del Aquinate» en el bajomedievo.
En España tuvo una especial influencia, con vistas al arraigo del tomismo, la actividad universitaria del sacerdote secular Pedro Martínez de Osma (†1480). El medio donde tuvo lugar esta implantación fue la Facultad de Teología de Salamanca. Osma, que había abandonado el nominalismo, decidió sustituir la «lectura» académica de las Sentencias de Pedro Lombardo, por la «lectio» de la Summa theologiæ de santo Tomás. Su largo magisterio teológico de dieciséis años no fue estéril; y, aunque fue apartado de la cátedra, por sus tesis acerca del sacramento de la penitencia, la simiente había sido echada y no tardaría en dar fruto. Diego de Deza (1444-1523), defensor de Osma en el proceso que se siguió contra él por sus doctrinas penitenciales, tomó el relevo de la causa del tomismo. Había ingresado en la Universidad de Salamanca en 1473, sucediendo a Osma desde 1480 hasta 1486.
B) TOMÁS DE VÍO, CARDENAL CAYETANO
Trayectoria
En Padua, se había constituido un cenáculo aristotélico, donde destacaron dos profesores: Pietro Pomponazzi (1462-1525) y Tomás de Vio, después cardenal Cayetano (1468-1534). Ambos fueron amigos y compañeros de claustro académico, y se discute sobre sus mutuas influencias.
Cayetano ingresó en la Orden de Predicadores a los dieciséis años. A los veintiséis ya regentaba la cátedra de metafísica de la Universidad de Padua. A los treinta y dos inició su actuación pública en beneficio de su Orden y de la Iglesia. Desde 1508 a 1515 fue general de los dominicos e impulsó la reforma de los de esa institución religiosa. Tuvo una influencia posterior enorme entre los tomistas, cuando fue creado cardenal, en 1517. Desde 1523 residió en Roma dedicado al estudio.
Buena parte de la escolástica salmantina y, sobre todo, los neotomismos del siglo XIX bebieron en la lectura cayetanista de Tomás de Aquino. Es más, la edición piana del Aquinate (es decir, la que mandó publicar san Pío V en 1570, que ha sido siempre el punto de referencia para los estudiosos hasta la edición crítica de la Comisión Leonina), incluyó, junto con el texto de la Summa theologiæ, el comentario de Cayetano. Conviene recordar, también, que Tomás de Vío fue figura destacada en el V Concilio Lateranese (1512-1517), y que, como legado pontificio, dirigió las conversaciones que abrió la Santa Sede con Martin Lutero, con vistas a resolver sus diferencias.
La trayectoria intelectual de Cayetano constituye, sin embargo, un enigma para los historiadores. Quiso ser un tomista fidelísimo, pero se apartó —y esta es la paradoja que los historiadores no explican— de algunas tesis capitales de Aquino; lo cual le llevó, a la postre, a mantener algunas propuestas un tanto extrañas. Veamos algunos temas de la síntesis de Tomás de Vío.
Para conocer los puntos de vista particulares de Cayetano, en que discrepa de santo Tomás, y que tuvieron una influencia considerable en la posteridad escolástica, conviene acudir a los comentarios de Tomás de Vío al De ente et essentia aquiniano, expuesto oralmente durante el curso 1493-1494, cuando profesaba la cátedra de metafísica en Padua, y publicados más tarde, en 1496, a instancias de algunos amigos (García López, vid. Bibliografía).
Lo primero conocido por el entendimiento humano
Aquino ofreció sin prueba y tomándolo de Avicena, la afirmación de que el ens es lo primero y más patente que cae bajo la mirada de la inteligencia10. Cayetano sostuvo, en cambio, que el primer conocido del entendimiento humano es el ente concretado en la quididad sensible y alcanzado con un conocimiento confuso y actual (In «De ente et essentia», q. 1, concl.).
Santo Tomás sólo quería señalar que lo primero que nuestra inteligencia advierte es que algo existe, pues el ente es lo que es. Lo primero que sabemos de las cosas es que son. Después (con una posterioridad simplemente genética, no temporal) sabremos qué son. Un ejemplo, quizá poco metafísico, puede aclararlo: el bebé sabe que su madre está ahí, pero no sabe qué es su madre. No obstante, conviene advertir que Aquino no pretendía entrar en el prolijo debate acerca de cuál sea el objeto preciso del primer conocimiento humano, es decir, del primero en despertar nuestra inteligencia. El Doctor Angélico se movía a un nivel más alto de especulación.
Por su parte, Cayetano estaba sometido a una triple influencia: (a) la doctrina de santo Tomás, que acabo de recapitular; (b) la tesis escotista acerca de la intuición intelectual, según la cual el primer conocido es la species specialissima: un hombre, un individuo «hombre», con independencia de que sea blanco o negro, o Pedro o Pablo11; y (c) los avances, aunque muy incipientes todavía, de las ciencias experimentales, que teorizaban sobre entes concretos, aunque conocidos confusamente, pues interesaban más las leyes de su comportamiento, que conocer su esencia.
Así, pues, cuando miro las cosas, decía Cayetano, conozco inmediatamente que son algo existente y capto también, aunque confusamente, qué son. De este modo, creyó adaptar el conocimiento aquiniano a la nueva situación cultural y superar el dilema planteado por Escoto, según el cual, por la simple abstracción nunca se alcanza a conocer si realmente el objeto conocido existe real y actualmente, o no existe. Con todo, Cayetano abría un debate de dimensiones colosales: ¿cómo se conocen los entes que no se concretan en una quididad sensible, como el alma, los ángeles y Dios?
La doctrina de la analogía de Cayetano es tributaria, en última instancia, de este planteamiento metafísico (cfr. De nominum analogia). Según Tomás de Vío, entre Dios y las criaturas sólo se da la analogía de proporcionalidad en sentido propio, es decir, no-metafórica. A este respecto es muy interesante la pregunta que se plantea Frederick Copleston (vid. Bibliografía): «¿Cómo será posible mostrar [que tenemos derecho a hablar de Dios] si la única analogía que se da entre las criaturas y Dios es la analogía de proporcionalidad?».
También sus vaivenes en el tema de la demostración de la inmortalidad del alma dependen de esta opción metafísica inicial, acerca de lo primero conocido por el entendimiento humano.
El principio de individuación de las substancias materiales y del alma separada
Es evidente, para Aquino, que la esencia de la substancia corpórea está constituida por la forma propia que informa la materia. Así, pues, la materia (tomada en sentido general) está comprendida en la determinación de la esencia de la substancia corpórea y entra en su definición. Por ello, y para evitar equívocos, santo Tomás expresó que el principio de individuación de las substancias materiales es la materia signata, es decir, la materia determinada o la materia entendida materialmente. Ya en obras de madurez, el Angélico añadió todavía una precisión: materia signata [a] quantitate, o sea, la materia cuanta o el agregado de materia y cantidad (García López, vid. Bibliografía). En otros términos, la materia extensa, la que es perceptible por su extensión (y por otras determinaciones que lleva consigo la cantidad, como el peso y la medida). En este tema, Cayetano siguió a Aquino punto por punto (In «De ente et essentia», q. 5, concl.).
Ello supuesto, Tomás de Vío se enfrentó con la individuación de las almas humanas, separadas del cuerpo después de la muerte, antes de la resurrección final. También aquí se acogió plenamente a la doctrina del Doctor Angélico. El alma humana es en cierto modo dependiente y en cierto modo independiente del cuerpo. Es dependiente, porque un mismo ser (esse) es el ser del alma y del cuerpo; y es independiente, porque tal ser no es propio del cuerpo, sino del alma, que lo comunica al cuerpo.
Llegado a este punto, se presenta como un misterio: ¿por qué no dedujo, de lo dicho, que la razón puede probar la inmortalidad del alma separada y se apartó en ello de Aquino? (Gilson, vid. Bibliografía). A comienzos de su carrera, concretamente en un famoso sermón pronunciado en el segundo domingo de adviento de 1503, señalaba que es de ignorantes, rudos y estúpidos (sic) presentar como una cuestión no resuelta la inmortalidad de las almas («immortalitatem animorum in problema revocare neutrum»). Sin embargo, en 1534, en el mismo año de su muerte, al comentar el Eclesiastés, decía que: «Ningún filósofo ha demostrado, hasta ahora, que el alma humana sea inmortal; no hay ninguna razón demostrativa, sino que lo creemos por la fe, ya que sólo se muestra por argumentos probables» («sed fide hoc credimus, et rationibus probabilibus consonat»). Volveremos a esta cuestión al final del último epígrafe, dedicado a Cayetano.
Constitutivo formal o metafísico de la persona
Cayetano es consciente de que es preciso distinguir entre naturaleza y persona, pues, si la naturaleza humana perfecta de Cristo diese lugar automáticamente a una persona, en Cristo habría dos personas. Ahora bien, ¿cómo se determina la naturaleza humana para que sea persona? ¿Qué determinación debe advenir a la naturaleza humana para constituirla en persona humana?12.
Todo lo que se halla en el orden de la sustancia es substancia, dice Cayetano; y todo lo que se halla en el orden de los accidentes, es accidente. El acabamiento de la substancia, es decir, su «personalización», será, pues, un modo substancial; estará en la línea de la sustancia, aunque no sea, en sentido estricto, una substancia13.
Destino final de los niños fallecidos sin bautismo
Es de fe que después de la muerte hay un ínterin o duración en que el alma separada subsiste sin informar un cuerpo. En este «tiempo», por así decir, pueden ocurrir tres cosas: que las almas separadas sean purificadas, si murieron en gracia, pero con alguna pena temporal pendiente; que gocen ya de la visión beatífica; o que hayan sido sepultadas definitivamente en el infierno14.
Esto planteaba un serio problema: ¿cuál es el destino de un niño (por tanto, sin uso de razón) que haya muerto sin bautizar? En la época de Cayetano, los cristianos eran conscientes de la extensión del Imperio turco, confesionalmente mahometano, y de que había en América una multitud de razas y culturas que no conocían a Cristo. En esos dos vastos territorios, y durante siglos, los niños sin uso de razón habían muerto sin recibir el bautismo, y sin poder ejercer ninguna opción moral15.
Según Cayetano, los niños sin bautizar tienen, en el último instante de la vida, una «iluminación» especial que les permite optar libremente por Dios. Tales tesis fueron excluidas, por disposición de san Pío V, del comentario cayetanista a la Summa theologiæ de santo Tomás, publicada en 1570 (la edición piana)16. Hoy en día, la posición cayetanista no plantearía excesiva dificultad, porque la teología católica ha concluido, después de debatir el tema durante décadas, que la existencia del «limbo de los niños» no es más que una hipótesis teológica, es decir, una tesis secundaria al servicio de una verdad primaria para la fe: la importancia del bautismo sacramental.
Sobre la prueba de Escritura acerca de la presencia real eucarística
Su teología eucarística sufrió la influencia del humanismo renacentista, particularmente de Lorenzo Valla (†1457). Para Valla, y también para Erasmo de Rotterdam, el único y exclusivo sentido de la Sagrada Escritura era el sentido literal. Si una afirmación dogmática no se hallaba literalmente en la Escritura, debía rechazarse. En tal contexto, Cayetano tomó los cuatro relatos de la institución de la Eucaristía: 1 Cor, Mc, Mt y Lc, y observó que ninguno de ellos expresaba apodícticamente la presencia real y substancial de Cristo en el sacramento. Esos cuatro relatos, por tanto, no probarían por sí mismos, en cuanto a la letra, tal presencia real y substancial. No negaba Cayetano que la Iglesia posee la certeza de la presencia real eucarística; pero rechazaba que tal prueba se pudiese tomar de la Escritura y, en concreto, del relato de la última cena.
En la época de Cayetano, en efecto, se había vuelto oscura la lectura literal de la Sagrada Escritura (por las críticas de los humanistas italianos a la versión vulgata latina) y, en consecuencia, comenzaba a ser polémica la prueba teológica a partir de los sentidos alegóricos del texto sagrado. El nominalismo, como es obvio, también influyó en esta controversia. Se objetaba, en concreto, que, si un artículo de la fe no estaba expresa y claramente establecido por la literalidad del texto, no podía sostenerse por prueba escriturística. En tal caso, ¿dónde se fundamentaba la veracidad de los artículos de la fe no revelados explícitamente en la Escritura, sometida ésta a los vaivenes del autoexamen? Se preparaba así el gran debate sobre las relaciones entre tradición y Escritura, que sería abordado en el primer período tridentino, a propósito del principio luterano sola Scriptura.
Sobre la eclesiología y la teología del primado romano
Juan Belda (vid. Bibliografía) ha destacado el protagonismo de Cayetano en la solución de la crisis conciliarista, que se arrastraba desde el Concilio de Constanza (recuérdese que el papa Martín V no quiso firmar los decretos de las sesiones cuarta y quinta, que declaraban la superioridad del concilio sobre el Romano Pontífice). Apoyándose en la eclesiología del dominico Juan de Torquemada (1388-1468)17, y partiendo de la figura de la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo (de innegable matriz paulina), Cayetano situó al papa dentro de la Iglesia, como cabeza de ella (representando a Cristo y como vicario suyo). Así, pues, el papa no representa al cuerpo, que es la Iglesia, sino a la cabeza, que es Cristo, de modo que el cuerpo es por la cabeza y no al revés. Queda garantizada así la plenitudo potestatis del papa y queda a salvo también la infalibilidad del juicio papal en materias de fe, cuando el papa enjuicia en tales casos no como persona privada, sino como vicario de Cristo, sucesor de Pedro y cabeza de la Iglesia.
Con todo, todavía se aviene a discutir la hipótesis del papa hereje, tan del gusto de los conciliaristas. Considera que en tal supuesto actuaría como fiel privado, y no como vicario. Y que, si se diera el caso, debería ser amonestado y, de persistir en su error, quedaría ipso facto disuelto el vínculo entre el ministerio primacial y el sujeto de tal ministerio.
La teología de Cayetano sobre el ministerio petrino era todavía muy embrionaria. Erraba en este punto, porque no cabe, ni siquiera como hipótesis, la posibilidad del papa hereje. La distinción entre el «papa como una persona privada» que habla de cuestiones de fe, y el «papa como vicario» que enseña sobre la fe, resulta extraña. El caso del papa Juan XXII no es aplicable a este supuesto18.
Relaciones entre la filosofía y la teología
Entendió Tomás de Vío que es preciso distinguir entre los argumentos filosóficos y los argumentos teológicos, de forma que se razona en un ámbito o en el otro, nunca en ambos a la vez; tesis que, si se entiende en su contexto histórico, fue mantenida desde el comienzo por san Alberto Magno, seguido aquí por santo Tomás. Sin negar el papel instrumental de la filosofía con relación a la teología, Cayetano defendió la autonomía epistemológica de cada una de estas dos disciplinas. Esto no implica necesariamente cesión al averroísmo latino, o aristotelismo heterodoxo, como alguna vez se ha dicho, quizá por sospechar que Cayetano hubiese sido influido en este punto por su amigo Pietro Pomponazzi; sino atender al orden de la naturaleza: la razón filosófica se desenvuelve en un orden, que se distingue del orden en que la razón está elevada por la fe.
Como ha destacado Étienne Gilson, esta actitud se detecta en su doctrina acerca de la demostración de la inmortalidad del alma humana. Al principio, antes de comentar la Summa theologiæ, cuando estaba en Padua y era colega de Pietro Pomponazzi, afirmó sin reservas que la razón humana puede demostrar la inmortalidad del alma humana. A mitad de su carrera, ya en siglo XVI y concretamente cuando participaba en el Concilio Lateranense V, se manifestó muy cauto y, aunque no se atrevió a afirmar que no es posible demostrar esa inmortalidad, subrayó que una cosa es la filosofía y otra la teología19. En la última etapa de su vida afirmó que sólo por la fe conocemos la inmortalidad del alma, y que, desde el punto de vista filosófico, no es posible alcanzar ningún tipo de certeza. Cayetano sólo pretendía preservar la distinción entre el ámbito filosófico y el nivel teológico. El Aquinate, sin embargo, había demostrado, en un alarde de inspiración metafísica, la pura espiritualidad del alma y, por consiguiente, su subsistencia después de la muerte.
C) EL TOMISMO PARISINO
Pedro Crockaert (†1514), llamado también Pedro Bruselense, tuvo una importancia capital en la implantación de los estudios tomistas en la Universidad de París. Se había formado en el Colegio de Monteagudo de la ciudad del Sena, donde impartía sus lecciones John Mayr (†1550) y donde también habían estudiado Erasmo de Rotterdam y Luis Vives. Influido por la vida extraordinariamente ascética que reinaba en aquel colegio, Crockaert, que procedía del campo ockhamista, ingresó en la Orden dominicana en 1503, siendo ya maestro de artes. De 1504 a 1507 enseñó filosofía en el convento parisino de Santiago (Saint-Jacques)20. En 1507 comenzó allí mismo sus cursos de teología, sustituyendo, como libro de texto, las Sentencias de Pedro Lombardo por la Summa theologiæ aquiniana.
Entre sus alumnos destacó el español Francisco de Vitoria, que se había trasladado a París en 1507. En 1512 encargó a Francisco de Vitoria que preparase para la imprenta el texto de la secunda secundæ de la Summa. Sería la primera edición francesa de la Summa theologiæ. Con tal formación, no es de extrañar el interés de Francisco de Vitoria por las cuestiones antropológico-morales del tomismo, desde que tomó posesión de su cátedra en Valladolid, en 1523, y, sobre todo, en Salamanca, a partir de 1526.
4. LUTERO Y EL LUTERANISMO
A) SOBRE EL ORIGEN Y LA TRASCENDENCIA DE LA REFORMA
Mucho se ha especulado sobre los orígenes del luteranismo. Algunos historiadores evangélicos han atribuido la protesta religiosa alemana al despotismo de los papas; otros, por el contrario, han rastreado sus causas en las condiciones político-sociales del siglo XV y en la especial idiosincrasia del pueblo alemán; no han faltado quienes han descubierto sus raíces en la decadencia teológica del siglo XV, especialmente entre los cultores del terminismo y del nominalismo, y en la influencia de las tesis conciliaristas; otros, finalmente, han rastreado sus orígenes en sinceros anhelos de reforma religiosa que no fueron adecuadamente canalizados. En todo caso, cualesquiera que hayan sido las causas remotas y próximas de aquella revolución religiosa, lo cierto es que, en pocos años, prácticamente en tres décadas (1517-1546), Martín Lutero trastocó, aunque esto no era su pretensión, el orden religioso europeo, y unas cuantas naciones de antigua tradición cristiana se separaron de la obediencia de Roma.
La trascendencia de la reforma luterana ha sido valorada de forma muy distinta, y hasta contradictoria, por católicos y protestantes. Concedido el profundo sentido religioso de Martín Lutero (1483-1546)21, los católicos lo han considerado como el principal responsable de la crisis eclesiástica moderna; los protestantes, por el contrario, han sostenido que Lutero habría limpiado la Iglesia de la rémora medieval, predicando un Evangelio purificado y moderno, aun cuando él mismo habría sido todavía un vástago del mundo que pretendió cambiar. Para los católicos sería Lutero el responsable de la brecha, cada vez más profunda, entre la modernidad y el cristianismo, mientras que, para los protestantes, Lutero y el luteranismo habrían ofrecido al hombre moderno una existencia mucho más digna, y no sólo cristiana, sobre todo en dos puntos:
(a) con una nueva «ética profesional», que, al insistir en la dignidad de la situación intramundana, como lugar de encuentro con Cristo (orillando así expectativas escatológicas o, por el contrario, fomentando cierto tipo de milenarismo), habría desclericalizado la fe, permitiendo que el cristiano concentrase su atención en las responsabilidades profesionales y en las consecuencias sociales y seculares de sus creencias, aunque este paso no se habría dado propiamente hasta la difusión del pietismo evangélico, en la segunda mitad del siglo XVII, que rehabilitó la necesidad de las buenas obras, particularmente las de misericordia; y
(b) con un pacifismo no ingenuo, sino realista, y profundamente teológico, bien descrito por Franco Buzzi (vid. Bibliografía) en sus estudios sobre la guerra y la paz, centrados en la Weltanschauung del Reformador.
B) SOBRE LA «ÉTICA PROFESIONAL» Y EL REINADO DE CRISTO
El asunto de la «ética profesional» protestante, que acabo de citar, exige aquí un pequeño inciso, aunque volveré sobre este asunto más adelante, al hablar del calvinismo y, en particular, del pietismo luterano.
Martin Rhonheimer (vid. Bibliografía) discute, en efecto, si hay que atribuir al protestantismo el mérito de haber descubierto que el trabajo y la vida ordinaria son importantes para la ética cristiana. «Yo afirmaría —dice Rhonheimer— que en parte es verdad y que en parte no lo es. Es cierto que los reformadores fueron los primeros en redescubrir la vida ordinaria y el trabajo como vocación cristiana, por lo cual les corresponde un protagonismo innegable en la configuración de nuestro mundo moderno. Sin embargo […], el núcleo verdadero del redescubrimiento del valor cristiano de la vida ordinaria realizado por el protestantismo […] sólo puede subsistir y ser duraderamente fecundo en el interior del conjunto de la fe católica».
En efecto: la insistencia unilateral del luteranismo en el sacerdocio real de los fieles fomentó tomarse muy en serio la vida ordinaria como lugar de encuentro con Cristo. Esto es indiscutible. Pero, por rechazar el sacerdocio ministerial (conferido por un sacramento específico distinto del bautismo), sus propuestas quedaron cortas, al desligar la ocupación cotidiana del sacrificio de Cristo en la Cruz. «Falta en el protestantismo —continúa Rhonheimer— una relación interior entre trabajo y Redención». Según el luteranismo, el cristiano demuestra su buena voluntad trabajando con orden y diligencia, y cumpliendo sus obligaciones; y Dios acepta esa buena voluntad. No hay, sin embargo, santificación del mundo ni santificación personal en ese proceso, porque la gracia de Dios no sana de hecho la naturaleza corrompida.
Así mismo, la insistencia protestante en el carácter intrahistórico del Reino de Cristo (en el sentido de que ya se cumple aquí plenamente, y no sólo de forma incoada y virtual) provocó cierto contraste entre las expectativas intramundanas y las esperanzas celestes, como si se tratase de dos mundos, apenas comunicados; y de este modo se dio pábulo a tipos variados de premilenarismos y postmilenarismos, sobre todo en las ramas del calvinismo reformado22. Es innegable que en tal contexto las buenas obras tienen su lugar y su sentido, pero sólo como camino para la construcción del reino intrahistórico de Cristo, al margen de la justificación. Así, pues, cuando se distingue indebidamente entre salvación y construcción del reino de Cristo, se desdeñan las obras buenas como camino de salvación, situando la salvación en la pura fe sin obras23.
C) INFLUJO DE GABRIEL BIEL EN LUTERO Y DESENCUENTRO
Para comprender la «novedad» luterana, a la que me referiré más directamente en el próximo epígrafe, conviene hacer memoria de Gabriel Biel (1415-1495), discípulo de Juan Duns Escoto y de Guillermo de Ockham. Biel colaboró en la fundación de la Universidad de Tubinga (1477), de la que fue el primer profesor de teología, y se retiró después a Einsiedeln, en 1491, a la comunidad de los Hermanos de la vida común.
Mucho influyó Biel en el Reformador. Lutero, en efecto, consultó el opúsculo gabrielista sobre el canon de la Misa (Sacri canonis Missæ expositio resolutissima litteralis et mystica), de 1488, y leyó la obra de Biel Collectorium in IV libros Sententiarum Guillelmi Occam, un compendio editado en 1495. Especial importancia tienen, para comprobar el influjo de Biel en el Reformador, las cinco distinciones gabrielistas sobre la justificación. Es interesante, así mismo, un Tractatus de potestate et utilitate monetarum, en que Biel defiende la práctica mercantilista de la época.
Con todo, y como ha advertido Yves Congar (vid. Bibliografía), recordemos que el 5 de septiembre de 1517, en su Disputatio contra Scholasticam Theologiam, Lutero también se desligó de Biel, redactando unas cuantas tesis «contra Gabrielem»; y, desde entonces, tomó como punto de referencia exclusivo para esas reflexiones teológicas: las Sagradas Escrituras, los Padres y san Agustín.
En 1509, todavía Lutero había comentado el tratado de las Sentencias, de Pedro Lombardo, siguiendo las pautas de Biel, sin obviar los importantes desarrollos filosóficos que allí se contienen. Desde en 1517, en cambio, Lutero abominó por completo de la filosofía, aunque no pudo prescindir del remoto y sutil influjo gabrielista, sobre todo en el tema de la justificación. Esa radicalización antifilosófica maduró a lo largo de ocho años. Poco a poco, la total separación entre la filosofía y la teología se convirtió en afirmación básica de la Reforma pretendida por Lutero.
En las cuestiones sobre la justificación, dispersas a lo largo de su comentario a los cuatro libros de las Sentencias, sostiene Biel dos tesis teológicas fundamentales, que, como ha señalado Karl Feckes (vid. Bibliografía), en muy poco difieren de la posición que defenderá Lutero algunos años más tarde24:
a) la doctrina de la aceptación y no-imputación, según la cual, la justificación consiste sólo en que Dios acepta al pecador, sin la colación de ningún favor divino que afecte intrínsecamente al pecador, como sería, por ejemplo la infusión de la gracia gratum faciens; porque no hay propiamente remisión del pecado sino sólo la no-imputación de la pena, sin que el pecador cambie en nada interna y realmente; y
b) siguiendo en esto también a los ockhamistas y desconfiando completamente de las meras capacidades naturales del hombre, Biel tampoco acepta la gracia actual (es decir, la gracia otorgada gratuitamente), como favor necesario para la realización de actos meritorios.
Los ockhamistas, y Biel entre ellos, querían evitar a toda costa incurrir en la herejía pelagiana, que consideraban la máxima corrupción del pensamiento agustiniano, y por ello apelaban de continuo a la distinción entre de potentia absoluta y de potencia ordinata. Si Dios justificaba de potentia absoluta, o sea, sin contar para nada con el hombre, era evidente que se orillaba por completo el error pelagiano, a costa, sin embargo, de hacer al hombre totalmente pasivo ante Dios, o bien, y esto todavía empeoraba más las cosas, concibiendo la justificación como una mera no-imputación, que en nada cambiaba intrínsecamente al hombre.
D) LUTERO Y LA DOBLE JUSTIFICACIÓN
En una autoconfesión de 1545, Lutero señaló que su «descubrimiento teológico» no había tenido lugar todavía cuando comentaba la epístola a los Romanos, hacia 1515, sino después de la disputa sobre las indulgencias, que data de 31 de octubre de 1517, en que se conocieron sus 95 tesis sobre la indulgencia, la penitencia y la justificación, enviadas al obispo competente, sin recibir respuesta. Según su testimonio, el sintagma paulino «iustitia Dei»25 le siguió inquietando hasta 1519, cuando, al comentar por segunda vez el salmo 30 («in iustitia Dei libera me»)26, se percató del verdadero alcance de la «iustitia Dei» que aparece en Rom. 1:17. Entonces entendió que tal versículo significa que Dios es misericordioso y que nos justifica por la fe, pues el justo vive de la fe, entendiendo la justicia divina en sentido pasivo (no-imputar), no como atributo activo de la esencia divina (juzgar o condenar). En aquel momento, y como consecuencia del «descubrimiento», le sobrevino una gran paz espiritual, equiparable al gozo de la bienaventuranza27. Y con esa lectura de Romanos rompió también, según él mismo confiesa, con la tradición teológica anterior28.
Sin embargo, y a pesar de la autoconfesión de 1545, ya en su comentario a Romanos, de 1515, el tema estaba incoado, antes, incluso, de comentar por segunda vez el salmo 30, en 1519. En su autoconfesión Lutero confunde las fechas. En efecto, en los escolios a Romanos leemos:
[…] la ‘justicia’ de Dios debe entenderse no como aquella virtud por la cual Él es justo en sí mismo, sino como la justicia por la cual nosotros somos hechos justos por Dios. Y ese ‘ser hecho justo’ ocurre por medio de la fe en el evangelio29.
Por consiguiente, la justificación sólo tiene carácter «pasivo» y viene «por medio de la fe en el evangelio», y no tanto por la gracia, pues «en ningún otro lugar, sino en el evangelio, se revela la justicia de Dios». La afirmación puede parecer intrascendente y como dicha de pasada; no obstante, que hablase aquí sólo de fe, y no de la gracia gratum faciens, tendría después una gran trascendencia en la evolución del luteranismo.
La referida novedad, tal como la concebía ya en 1515, suena literalmente así:
El significado de este pasaje [Rom. 1:17] parece ser el siguiente: La justicia de Dios es sola y exclusivamente una justicia por la fe, pero de tal suerte que su progreso no llega a la visión [non venit in speciem]30, sino que produce una fe siempre más luminosa, conforme a lo dicho en 2 Cor. 3:18: ‘Somos transformados de una claridad en otra etc.’31, y también ‘Irán de poder en poder’ (Ps. 84:7). Así irán también ‘de fe en fe’, creyendo siempre con mayor firmeza, de modo que ‘el que es justo, practique la justicia todavía’ (Apoc. 22:11). En otras palabras, nadie debe pretender haber alcanzado ya [la perfección] (Phil. 3:13) y por tal motivo debe continuar avanzando, porque si no, comenzaría a retroceder32.
Por consiguiente, el «descubrimiento» exigió una maduración a lo largo de varios años. Estaba incoado en su comentario a los salmos (1513-1514), continuó presente en sus glosas a Romanos, que datan de 1515, pero no se perfiló hasta 1519. Otto Hermann Pesch (vid. Bibliografía) pudo escribir que «Lutero fue en los inicios un teólogo tardomedieval, pero con ideas originales», lo cual se parece mucho a lo que pensaba el historiador Joseph Lortz (vid. Bibliografía) sobre este mismo asunto y a lo que ha sostenido Berndt Hamm (vid. Bibliografía), con ocasión del quinto centenario de la ruptura de 151733. En definitiva: la novedad luterana, que no se hallaba todavía formulada claramente en los teólogos de finales del siglo XV, pero insinuada en unos más que en otros, se abrió paso, poco a poco, en los escritos del Reformador, sobre todo en los años que van de 1515 a 1519, y había cuajado ya por completo en 1522, al traducir la Biblia al alemán34.
* * *
Los hechos que acabo de resumir no constituyen, sin más, una cuestión erudita. Son relevantes para comprender por qué los teólogos católicos tardaron tanto en percatarse de la novedad teológica de Lutero. Leían expresiones tradicionales que les resultaban familiares, sin percatarse, al menos al comienzo, que detrás de las mismas expresiones se escondían conceptos distintos35.
E) LA «CUESTIÓN» DE LAS OBRAS
La manualística ha simplificado el debate sobre la justificación reduciéndolo a la disyuntiva entre «fe sin obras» y «fe con obras». La novedad luterana no iba por ahí, al menos en la intención inicial de Lutero. En su comentario a Rom. 3:28, de 1515, donde san Pablo dice: «[…] pues sostenemos que el hombre es justificado sin obras de la Ley», Lutero contrapone, en un sentido tradicional católico, las «obras de la Ley» (que no justifican) a las «obras de la gracia y de la fe» (que sí justifican).
La problemática de la salvación por «la fe sin obras» se fraguó más tarde, seis o siete años después de su comentario a Romanos, cuando Lutero tradujo la Biblia, en 1522. Entonces el Reformador advirtió que no podía armonizar la epístola de Santiago con la epístola a Romanos. Aunque mantuvo en su Biblia la epístola de Santiago, la calificó de «epístola de paja», carente de estilo evangélico («keine evangelische Art»). Y fue precisamente en el marco de la confrontación entre las dos cartas neotestamentarias, cuando introdujo una interpolación decisiva en su traducción de Rom. 3:28 para la Biblia: «So halten wir nun dafür, dass der Mensch gerecht werde ohne des Gesetzes Werke, allein durch den Glauben» («sostenemos que el hombre es justificado solamente por la fe, sin obras de la Ley»). El término «allein» (solamente) no figura en el original griego ni en la versión de la Vulgata36.
Parece pues, que el núcleo inicial de la disputa sobre la justificación se circunscribió a las relaciones de la gracia con la naturaleza y, en última instancia, a una cuestión metafísica de gran alcance: si la naturaleza humana puede ser modificada sobrenaturalmente sin perder su carácter esencialmente humano. Con todo, el tema de la bondad del obrar humano (sin la gracia o con la gracia) era inevitable y apareció poco después de la «novedad teológica» luterana, cuando Miguel Bayo, hacia 1551, dio a conocer sus famosas tesis sobre el libre albedrío. E incluso los luteranos pietistas no tuvieron otra alternativa que retomar el tema de las «obras», como se verá en el próximo capítulo (§ 1).
F) AUTONOMÍA DE LA CONCIENCIA MORAL
Lo mismo se podría decir, con algunas salvedades, con relación a la interpretación que Lutero ofrece de la perícopa de Rom. 2:15-16, que constituye otro momento fundamental de su síntesis teológica, porque también en la exégesis suya hay continuidad y novedad. En tal pasaje se lee que «ellos [los gentiles] muestran que los preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o excusan. Así se verá el día en que Dios por Jesucristo, según mi evangelio, juzgará las acciones secretas de los hombres». Aquí la palabra clave es «conciencia».
La glosa del Reformador al respeto tiene un interés extraordinario:
[…] Dios juzgará a todos los hombres según estos sus íntimos razonamientos, y revelará lo que pensamos en lo más secreto, de modo que no habrá posibilidad de huir aún más hacia dentro ni ocultarse en un lugar más recóndito, sino que nuestro pensar quedará inevitablemente al descubierto y expuesto a la vista de todos, como si Dios quisiera decir: ‘Mira: yo en realidad no te juzgo, no hago más que asentir al veredicto que tú mismo has pronunciado sobre ti, y confirmarlo. Si tú no puedes arribar a un juicio distinto respecto de ti mismo, yo tampoco puedo. Por lo tanto, tus propios pensamientos y tu conciencia te dan el testimonio de que eres digno de entrar al cielo o [debes ir] al infierno’. Así dice el Señor (Mt. 12:37): ‘Por tus mismas palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado’. Y si por las palabras, ¡cuánto más por los pensamientos que son testigos mucho más secretos y fidedignos!37
Ya se ha dicho más arriba que en el tardo medievo se hizo común, entre los teólogos, el análisis de los estados de la conciencia moral38. Lutero no fue ajeno a tal influjo. Sin embargo, también en este caso el Reformador aprovechó materiales anteriores para ofrecer una perspectiva original, hasta el punto de que Wilhelm Dilthey (1833-1911) estimó, quizá con un punto de exageración, que la exégesis luterana de este pasaje abrió la puerta a la modernidad filosófica, como un antecedente remoto de la duda metódica cartesiana39.
Es obvio que Lutero no pretendió resolver un problema gnoseológico, como fue el caso de Descartes, sino sólo justificar el carácter autónomo del juicio particular (mox post mortem), negando a tal juicio su carácter heterónomo. En definitiva y según Lutero, soy yo quien decide mi propia suerte (lo cual es verdad), sin que Dios nada pueda hacer ni intervenir en tal proceso (cosa que es falsedad).
No obstante, es innegable que la apuesta de Lutero por el autoexamen (a veces también denominado «libre examen») lo situaba ya en un mundo que no era medieval, sino moderno, aunque preparado por los escolásticos. Su acento en el análisis de la conciencia moral pudo incluso influir también en la teología católica, que acabó aceptando el estudio de la conciencia moral como un tratado autónomo dentro del plan de los estudios institucionales de seminarios y facultades teológicas. Un egregio pionero en este campo fue el jesuita Juan Azor, en 160040. Tal autonomía, que acabó en segregación, tendría al cabo consecuencias importantes para la teología moral, como se verá en los capítulos siguientes.
G) LA «THEOLOGIA CRUCIS»
El planteamiento de la doble justificación fue formulado técnicamente en el contexto de la theologia crucis luterana. En la disputa de Heidelberg, de 1518, Lutero estableció con claridad la oposición entre la theologia crucis y la theologia gloriæ, entendida ésta como teología mística y escolástica41.
La theologia crucis luterana se enmarca en dos coordenadas: incompatibilidad entre conocimiento natural y sobrenatural, por una parte, y la alteridad de Dios con respecto al mundo, por otra. Tal alteridad conlleva, según el Reformador, que la fe es tanto más pura cuanto más absurda aparezca al sentido común, y que la justicia de Dios es tanto más justa cuanto más injusta parezca. En consecuencia, la muerte de Cristo en la Cruz habría sido sólo desgarramiento, porque Cristo habría sido aplastado por la ira del Padre hacia Él, padeciendo auténticamente, en substitución legal, los tormentos del infierno. Por todo ello, y con palabras de Lutero, predicadas en 1531: «Aunque yo sienta el pecado, ciertamente está [éste] tan estrangulado, muerto y abrasado, que no me puedo condenar, porque me digo: estás colgado de Cristo. Esto solamente lo entiendo por la fe… Esta es nuestra doctrina, que fue prohibida por el Papa y también condenada en [la Dieta de] Augsburgo».
A partir de este revolucionario concepto de justificación (que implica doble justificación y mera substitución legal), muchos artículos de la fe cambian de contenido objetivo, aunque puedan mantener la misma o parecida formulación. Por ello, el Concilio Tridentino, en sus sesiones V y VI, celebradas en los años 1546 y 1547, señaló expresamente la incompatibilidad de la fe católica con las creencias luteranas en temas tan capitales como el pecado original y la justificación. Después vendrían las definiciones conciliares relativas a los sacramentos, especialmente acerca de la eficacia del bautismo, de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y de la eficacia de la Penitencia, pues, dejándose llevar de la lógica interna de sus planteamientos, Lutero había alterado también la fe católica en estos puntos.
* * *
Es evidente que el mundo cultural de Martín Lutero, con su particular concepción de la tensión antropológica entre el bien y el mal, depende, en buena medida, de algunos comentaristas medievales de san Pablo y de un sector de la tradición agustiniana medieval, como ya se ha dicho. Pero también parece claro que Lutero estableció una nueva hermenéutica bíblica, básicamente original. Frente a la conciliación —clásica en la escolástica católica— entre el corpus paulino y la carta de Santiago, el «hermano del Señor», el Reformador propuso una exégesis contextualizada en la que no se valora a priori la verdad de cada hagiógrafo, sino que se considera la posibilidad de que, por su contexto, un autor pueda ser preferido a otro o incluso descartado42.
Como colofón, me parece interesante copiar el análisis que ofrece el rey Luis XIV, en sus Memorias, cuando se refiere a los orígenes de la quiebra religiosa ocurrida de la primera mitad del siglo XVI:
Los nuevos reformadores decían la verdad evidentemente en varias cosas de esta índole [cuando denunciaban la ignorancia de los eclesiásticos, la relajación del clero y muchos otros abusos], que reprendían con tanta justicia como acritud; erraban por el contrario en todas aquellas que no consideraban el hecho, sino la creencia. Pero no está en el poder del pueblo distinguir una falsedad bien disfrazada, cuando se oculta entre varias verdades evidentes. Se comenzó por pequeñas diferencias, de las que yo me he enterado de que ni los protestantes de Alemania ni los hugonotes de Francia toman en cuenta hoy [en 1671]. Aquéllas produjeron otras mayores, principalmente porque se acosó demasiado a un hombre violento y atrevido, que, no viendo ya retirada honrosa para él, se comprometió más en el combate, y abandonándose a su propio juicio, se tomó la libertad de examinar todo cuanto admitía antes. […]43.
H) LA CONFESSIO AUGUSTANA (1530)
Desde mediados del siglo X se reunieron periódicamente los principales gobernantes del Imperio en la ciudad de Augsburgo (Baviera), para resolver asuntos importantes. En 1530 tuvo lugar una de estas dietas, que duró de junio a noviembre. Carlos V pretendía la sumisión de los príncipes alemanes que se habían pasado a la causa protestante y «deliberar sobre las discrepancias en lo concerniente a nuestra santa religión y fe cristiana». Al comenzar las sesiones, el día 25 de junio, los protestantes presentaron al emperador la Confessio augustana (Confesión de Augsburgo), una exposición sintética de los principales artículos de la fe luterana. Este texto constituye el documento fundacional del luteranismo y fue preparado bajo la dirección del teólogo Felipe Melanchthon (1497-1560)44.
Los protestantes pretendían «volver a la única verdad y concordia cristiana y de esta manera abrazar y mantener la única y pura religión, estando bajo el único Cristo y presentar batalla bajo Él, para también poder vivir en unidad y concordia en la única Iglesia Cristiana». Sin embargo, los católicos, advertidos de la diversidad entre los artículos protestantes y la fe católica, respondieron con una Confutatio pontificia (3 de agosto de 1530), que fue contestada por Melanchthon con la Apología de la Confesión de Augsburgo (abril-septiembre de 1531). De esta forma, y antes de Trento, se produjo la ruptura entre ambas partes, que no pudo ya recomponerse.
La Confessio augustana es una formulación técnica, redactada en alemán y latín, que consta de veintinueve artículos. Los veintiún artículos de la primera parte no presentan, al menos en apariencia, demasiada diferencia con relación a la tradición católica. Ni al presentar la noción de Iglesia, ni al considerar el sacerdocio cristiano, ni al hablar de la presencia real de Cristo bajo las dos especies (aunque no se usa la expresión técnica «transubstanciación», que, por influjo ockhamista, carecía para los luteranos de contenido filosófico o «material»). Con todo, en la tercera edición de la Confessio, de 1543, aparece el término substancia, relativo a la presencia real, citando un texto de san Cirilo.
Los artículos de la primera parte fueron redactados con sumo cuidado para evitar el enfrentamiento. De entrada, los protestantes critican la uniformidad ritual o litúrgica, en un tono que anuncia lo que será la posterior evolución de la teología sacramentaria en el marco luterano (art. VII)45. Ninguna referencia, como era de esperar, al papado.
Las dos definiciones de la Iglesia, que aparecen en la Confessio (arts. VII y VIII), la describen en unos términos que parecen aceptables por los católicos, aunque no suenan igual leídas en óptica protestante que católica. Se dice que la Iglesia indefectible:
(a) es la asamblea en la que se predica el Evangelio en toda su pureza y se administran los sacramentos conforme a la Palabra divina; y
(b) es la asamblea de los santos y verdaderos creyentes.
No se olvide que Lutero había construido su teología en abierta polémica antijerárquica y no sólo antirromana, pues muy pocos obispos alemanes se pasaron a la causa protestante. Por ello, Melanchthon evita cuidadosamente cualquier confrontación con el episcopado alemán, que podría perjudicar su causa. Por lo mismo, Lutero renunció decididamente al principio jerárquico, en lo que concierne a la organización de la Iglesia, y a todo lo que concierne al valor sacramental del episcopado y del presbiterado. Tal actitud de partida habría de repercutir en la forma de entender el sacerdocio, expresado en una dialéctica entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles.
Más beligerantes con la sensibilidad católica del momento fueron algunas expresiones sobre los estados de perfección, reivindicando que para ser perfectos no es necesario apartarse del mundo, pues tal perfección puede alcanzarse también en el siglo, por medio de las buenas obras (que no tienen propiamente un valor santificante, sino más bien carácter manifestativo de la buena voluntad, que Dios aprecia, y de la adhesión fiducial del creyente a la voluntad divina):
Se condena también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en abandonar corporalmente casa y hogar, esposa e hijos y prescindir de las cosas ya mencionadas. Al contrario, la verdadera perfección consiste sólo en genuino temor a Dios y auténtica fe en él. El Evangelio no enseña una justicia externa ni temporal, sino un ser y justicia interiores y eternos del corazón. El Evangelio no destruye el gobierno secular, el estado y el matrimonio. Al contrario, su intento es que todo esto se considere como verdadero orden divino y que cada uno, de acuerdo con su vocación, manifieste en estos estados el amor cristiano y verdaderas obras buenas. Por consiguiente, los cristianos están obligados a someterse a la autoridad civil y obedecer sus mandamientos y leyes en todo lo que pueda hacerse sin pecado. Pero si el mandato de la autoridad civil no puede acatarse sin pecado, se debe obedecer a Dios antes que a los hombres. Hechos 5:29 (art. XVI).
El citado artículo XVI, que dice verdad en tantos aspectos, se inscribe en un contexto de controversia con el «estado de perfección» (es decir, frente el mundo monacal y de los religiosos y las religiosas). Y así fue percibido entonces.
La segunda parte de la Confessio resulta más polémica todavía: reivindica la libertad de poder comulgar bajo las dos especies (estaba muy reciente la diatriba con los husitas46); argumenta contra la disciplina del celibato exigido a los sacerdotes, pues el matrimonio de los sacerdotes no contradice la tradición de la Iglesia y se acomoda mejor a la debilidad humana; juzga críticamente los votos religiosos solemnes (tanto de hombres como de mujeres) y pide mayor facilidad para su dispensa; expone la doctrina luterana sobre la Santa Misa (negando que bajo signos sacramentales la Misa tenga carácter sacrificial), lo cual no responde a la tradición católica y por ello sería ampliamente discutida en Trento47; polemiza también con la enseñanza tradicional sobre el sacramento de la confesión; y critica, en este caso con razón, el poder temporal de los obispos, y que éstos opriman las conciencias con un ejercicio abusivo de su poder jurisdiccional, o sea, con una injusta imposición de penas medicinales; etc. La segunda parte concluye con un párrafo sobre las indulgencias, las peregrinaciones y los contenciosos entre clero secular y regular48.
* * *
Con acierto, la manualística ha sintetizado la fe luterana en cuatro principios (al menos después de la Confesión de Augsburgo): sola gratia, sola fides, sola Scriptura y solus Christus. Frente a ellos, la teología católica se esforzó en construir cuatro binomios: gratia et natura, fides et ratio, Scriptura et traditio, Christus et Ecclesia.
5. CALVINO Y EL CALVINISMO
El paso de Juan Calvino (1509-1565) a las filas del protestantismo se produjo en París, en 1533. La primera formulación de las doctrinas evangelistas se detecta en un sermón de Nicolás de Cop, en esa ciudad y en ese año, cuya preparación muchos atribuyen a Calvino. Por la reacción suscitada, ambos tuvieron que huir de la capital del Sena, refugiándose Calvino en Angulema, donde se mantuvo en contacto con las doctrinas reformadas de Margarita de Navarra. Cuando empezó la persecución en Francia contra los protestantes, Calvino se trasladó a Ginebra, que, con Estrasburgo, habrían de ser en adelante las dos plazas de su habitual residencia, sobre todo la primera.
A) ORIGEN Y FUENTES DE LA «INSTITUTIO CHRISTIANÆ RELIGIONIS»
En 1536 apareció la Institutio christianæ religionis, su obra principal, que fue ampliando, desde un primer texto en seis capítulos, hasta la versión definitiva de 1559, que está dividida en cuatro libros y consta de ochenta capítulos. Es una obra muy cuidada y de gran erudición clásica, patrística y bíblica. Lluís Duch y Carles Capó (vid. Bibliografía) han estudiado el tema de las fuentes de la Institutio, obra de grandes pretensiones y de largo alcance. No cabe duda de que en ella dialoga con los reformadores Lutero, Bucero, Zwinglio y Melanchthon. Su manejo de la Escritura es notable. En algún momento, sobre todo en el libro primero, por la argumentación y por la estructura, parece tener a la vista la Summa theologiæ de Tomás de Aquino (que conocía muy bien, por haber sido alumno del Colegio de Monteagudo, en París) y la Ética nicomaquea, aunque el autor más citado es san Agustín, con quien se había familiarizado también mientras estudiaba en la Universidad parisina. Se refiere con frecuencia a san Bernardo y a Pedro Lombardo, casi siempre para criticarlos, como malos intérpretes de san Agustín, y a otros muchos padres y escritores escolásticos. Algunos han dicho que Juan Duns Escoto está muy presente en sus formulaciones sobre la voluntad divina. La Institutio es, por ello, una obra muy erudita, que muestra gran familiaridad con las cuestiones teológicas escolásticas. Funda, sin embargo, una interpretación nueva de la vida cristiana y de su credo, alejándose de la tradición cristiana que conoce bien y critica con ardor, sobre todo a medida que avanza hacia la edición definitiva. Aunque no cita a Trento, es obvio que conoce los decretos de los dos primeros períodos, por el tenor de sus juicios.
La influencia posterior de la Institutio ha sido considerable, no sólo por inspirar la gran familia de iglesias reformadas o evangélicas, sino también por su impacto en el mundo católico, donde se detectan semejanzas, no solo terminológicas sino incluso temáticas, entre la Institutio y las propuestas dogmáticas de la primera generación jansenista.
B) ESTRUCTURA Y CONTENIDO
Sus cuatro partes o libros son: sobre el conocimiento de Dios, creador y supremo gobernador de todo el mundo (dieciocho capítulos); sobre el conocimiento acerca de Dios, redentor en Jesucristo, conocimiento que primeramente fue manifestado a los patriarcas bajo la ley y después a nosotros en el Evangelio (diecisiete capítulos); de la manera de participar de la gracia de Jesucristo, frutos que se obtienen de ello y efectos que se siguen (veinticinco capítulos); de los medios externos o ayudas de que Dios se sirve para llamarnos a la compañía de su Hijo, y para mantenernos en ella (veinte capítulos).
Primer libro
El punto de partida del primer libro, dedicado a exponer el conocimiento que tenemos de Dios y al conocimiento que tenemos de nosotros mismos, es la afirmación de que es universal la conciencia de que Dios existe. La prueba de este aserto se asemeja, en algunos pasajes, a la prueba anselmiana a simultaneo, pues el ateo niega lo que teme y desearía que no existiera; y, por ello, advierte en el fondo de su corazón que Dios existe. Tal conocimiento de Dios, sembrado en el alma de todo hombre, se debilita por la ignorancia y por la maldad, como enseña san Pablo (Rom. 1:22). Calvino prosigue el desarrollo de este primer libro con la exposición del conocimiento de Dios a partir de la creación, es decir, su prueba a posteriori.
Sin embargo, y puesto que el hombre puede errar en el conocimiento de Dios a partir del mundo, es preciso que la Escritura nos guíe, de donde deduce Calvino la necesidad moral de la Revelación. Por esta vía entra en el análisis de la inspiración, y ofrece su conocida tesis de que la autoridad de la Escritura está en ella misma, por estar fundada en el Espíritu Santo. Sin el Espíritu sería palabra muerta como cualquier documento literario. El mismo Espíritu, que ha inspirado a los autores del texto sagrado, debe, por ello, inspirar al creyente, a fin de que, al participar de la misma inspiración, entienda el texto. De aquí el conocido principio calvinista: «tenemos por verdadera la Escritura, por el testimonio interno del Espíritu Santo»49; nuestra aceptación del texto y, por consiguiente, nuestra certidumbre de que es verdadera viene del Espíritu50. La Iglesia no confiere autoridad a la Escritura, sino más bien a la inversa. Es la Escritura, en definitiva, la que funda la Iglesia. Son los profetas y los apóstoles, que nos hablan en los libros sagrados, quienes sostienen la Iglesia.
Volvamos al principio calvinista de la iluminación interna. ¿Cómo puede saber el creyente que lee bajo la guía del Espíritu Santo? La respuesta de Calvino es taxativa: cuando «su entendimiento tiene tranquilidad y descanso mayores que en razón alguna. En ese caso, es tal el sentimiento, que no se puede engendrar más que por revelación celestial». El círculo hermenéutico parece inevitable: el creyente sabe que es intérprete veraz de la Escritura cuando tiene la certeza (quietud del espíritu) de que es intérprete veraz.
En la primera parte de la Institutio se halla también la condena de las imágenes («es una abominación atribuir a Dios forma visible, y todos cuantos erigen ídolos se apartan del verdadero Dios»)51. Las imágenes son como los libros de los ignorantes.
Viene a continuación la trinitología52, el tratado de la creación en general, la angelología, la antropología, etc. Al llegar al capítulo XV del primer libro aparece un segundo punto polémico con la tradición católica, que será desarrollado con mayor amplitud más adelante: la cuestión del libre albedrío del hombre caído y sanado, y el tema de su predestinación. He aquí sus palabras: «Dios le había concedido a Adán que, si quería, pudiese; pero no le concedió el querer con que pudiese, pues a este querer le hubiera seguido la perseverancia»53. En otros términos: hizo libre al Adán íntegro, pero le negó la gracia para superar la prueba moral, con la que habría merecido la confirmación en gracia.
Segundo libro
El libro segundo es muy importante por exponer la doctrina calvinista acerca del pecado original y sus consecuencias, principalmente la aniquilación del libre albedrío. El capítulo II está dedicado a la corrupción que se ha producido por el pecado, que ha afectado de tal modo al hombre que ahora éste «se encuentra despojado de su arbitrio y miserablemente sometido a todo mal». Ante todo, trata acerca de la gracia y, después, de la corrupción de la inteligencia (§ A) y de la corrupción de la voluntad (§ B). Es muy interesante la tipología de la libertad:
En las escuelas de teología se ha admitido una distinción en la que nombran tres géneros de libertad: la primera es la libertad de necesidad; la segunda, de pecado; la tercera, de miseria. De la primera dicen que por su misma naturaleza está de tal manera arraigada en el hombre, que de ningún modo puede ser privado de ella; las otras dos admiten que el hombre las perdió por el pecado. Yo acepto de buen grado esta distinción, excepto el que en ella se confunda la necesidad con la coacción54.
Este texto, contemplado a la luz de la posterior evolución de la doctrina, nos sitúa, con matices, en el corazón del jansenismo. Como veremos, la clave de la bóveda del sistema moral jansenista fue la distinción entre la libertad de necesidad y la libertad de coacción, interpretada, sin embargo, en el contexto de las relaciones entre gracia y libertad. El préstamo al jansenismo, que parece sólo literario, también afectó a los planteamientos teológicos de fondo. En todo caso, Calvino considera que, después del pecado, sólo queda en el hombre la libertad de necesidad, entendiendo por ella lo que la escolástica había denominado voluntad ut natura o puro velle, es decir, el primer momento del apetito intelectual. El segundo momento del apetito intelectual (la voluntad ut ratio o eligere o voluntad deliberativa) había resultado tan dañado por el pecado, que se había perdido.
Texto clave, a mi entender, es el que copio a continuación:
En la naturaleza humana, por más pervertida que esté, brillan ciertos destellos que demuestran que el hombre participa de la razón y se diferencia de las fieras brutas puesto que tiene entendimiento; pero, a su vez, que esta luz está tan sofocada por una oscuridad tan densa de ignorancia, que no puede mostrar su eficacia. Igualmente, la voluntad, como es del todo inseparable de la naturaleza humana, no se perdió totalmente; pero se encuentra de tal manera aherrojada y presa de sus propios apetitos [antes se ha referido a la concupiscencia y demás pasiones], que no puede apetecer ninguna cosa buena [sin la gracia]55.
A la vista de las discusiones que ha habido sobre el libre albedrío, considera —siguiendo al san Agustín polemista con los pelagianos— que, si bien el hombre no perdió completamente por el pecado el libre albedrío, esa libertad quedó tan oscurecida y amortiguada, que apenas puede ejercitarse sin la gracia. Con alguna ironía, probablemente apuntando a Lutero, al referirse al hombre considerado «voluntariamente esclavo»56, añadió:
Ciertamente detesto todas estas disputas por meras palabras, con las cuales la Iglesia se ve sin motivo perturbada; y por eso seré siempre del parecer que se han de evitar los términos en los que se contiene algo absurdo, y principalmente los que dan ocasión de error.
En definitiva: sin la gracia no cabe obra buena alguna, ni natural ni sobrenatural. De aquí a la doble predestinación sólo hay un paso, que Calvino ciertamente transitó:
Es cosa indiscutible que el hombre carece de libre albedrío para obrar el bien si no le ayuda la gracia de Dios, una gracia especial que solamente se concede a los elegidos, por su regeneración; pues dejo a un lado a los frenéticos que fantasean que la gracia se ofrece a todos indistintamente57.
Por ello, los sacramentos no confieren la gracia y la justificación. Son sólo signos de esperanza, que hacen lo que significan solamente en los elegidos. Ahora bien, ¿qué son los sacramentos?
El oficio de los sacramentos no es otro que el de la Palabra de Dios: presentarnos y ponernos delante los ojos de Cristo, y en Él los tesoros de la gracia celestial; los cuales nada nos sirven ni nos aprovechan si no se reciben con fe58.
De este modo «se disipa la ficción de que la causa de nuestra justificación y la virtud del Espíritu Santo se encierran en los elementos o sacramentos, como en un vaso, y se expone bien claramente su principal virtud que otros han dejado pasar por alto sin hacer siquiera mención de ello»59. Afirmación polémica con la teología de la Abadía de San Víctor, todavía poco evolucionada, que había considerado los sacramentos como continentes de la gracia (una forma imperfecta de explicar la causalidad sacramental ex opere operato); y una asimilación reductiva de las propuestas de la escuela franciscana, que había entendido la eficacia de los sacramentos como causalidad meramente moral o dispositiva de la gracia.
En todo caso, Calvino sostuvo que sólo hay dos sacramentos en sentido propio, medios externos de que se sirve Dios para llamarnos a la compañía de su Hijo y mantenernos en ella: el bautismo y la Santa Cena (obviamente interpretados de forma muy diferente a como los había considerado la tradición católica). Los otros cinco sacramentos eran meras invenciones papistas.
Cuarto libro
Al principio del libro IV Calvino define qué entiende por Iglesia. Después de distinguir entre Iglesia invisible, en la que se cuentan los elegidos que aún viven entre nosotros y los que ya han alcanzado la bienaventuranza eterna, cuyos nombres sólo Dios conoce, pasa al tema más difícil: señalar qué es la Iglesia visible y quiénes la constituyen, según algunos signos externos (marcas y características) que Dios ha establecido, acomodándose a nuestra capacidad.
He aquí cómo conoceremos a la Iglesia visible: donde quiera que veamos predicar sinceramente la Palabra de Dios y administrar los sacramentos conforme a la institución de Jesucristo, no dudemos de que hay allí Iglesia60.
No hay distinciones por razón de nación o raza; «la Iglesia universal es una multitud de gentes de acuerdo con la verdad de Dios y con la doctrina de la Palabra»61. Dos elementos (los sacramentos y la Palabra) son decisivos en la definición. Por ello, Calvino se aplica a lo largo del libro IV a precisar ambos conceptos, en clara polémica con la doctrina católica.
El más duro capítulo contra los católicos (los papistas), y uno de los más largos, es el dedicado a la Cena62, donde rebate el valor sacrificial de la Santa Misa y considera una blasfemia defenderlo; y discute la presencia real de Cristo por transubstanciación (negando incluso la consubstanciación, admitida por los luteranos). La conclusión es que «la verdadera administración de la Cena consiste en la Palabra», o sea el relato de lo acontecido, con los signos que lo recuerdan. Por consiguiente «la misa del papado es un sacrilegio», porque deshonra el soberano sacerdocio de Jesucristo y porque el sacrificio de Cristo en modo alguno puede ser reiterado63.
Muy interesante, por las repercusiones sociales que ha tenido en la historia posterior, es el último capítulo, titulado «la potestad civil»64, donde estudia el origen de la autoridad y de la soberanía del pueblo, considera el respeto debido a las autoridades, la equidad de las leyes, la resistencia a la tiranía, los deberes y responsabilidades de los magistrados y gobernantes, la licitud de la guerra justa, la legitimidad de los impuestos y tasas, etc. Este largo epígrafe se considera la carta de intenciones que ha presidido la actividad política y económica de las naciones adheridas a los criterios sociales de inspiración más o menos puritana, y habría de influir en la configuración del pietismo evangélico de matriz luterana, previo a la Ilustración.