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CAPÍTULO 3 Desde la plena recepción de Aristóteles
hasta la crisis luterana

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1. RECEPCIÓN DE ARISTÓTELES EN LA UNIVERSIDAD DE PARÍS

Las traducciones de Boecio (†524) ofrecieron al occidente latino buena parte del organon aristotélico. Este corpus pasó a denominarse logica vetus, cuando, a mediados del siglo XII, se conocieron otros escritos aristotélicos, que constituyeron la logica nova. Con esta segunda irrupción de los escritos lógicos del Estagirita se difundieron también la Física, los tratados Sobre la generación, Sobre el cielo, Sobre los meteoros, Sobre el alma, los primeros cuatro libros de la Metafísica y los tres primeros libros de la Ética a Nicómaco. Y, con estas obras aristotélicas, se tuvo acceso además a las grandes paráfrasis de Avicena, al Liber de causis —extracto de las Instituciones teológicas de Proclo— y a la Fons vitae de Avicebrón. Una tercera recepción de Aristóteles completó la biblioteca del Estagirita, y permitió la lectura de los grandes comentarios de Averroes. En la difusión de Averroes jugó un papel primordial Miguel Escoto, primero en Toledo y, después de 1227, en Nápoles, al amparo de los emperadores Hohenstaufen. El corpus casi completo del Averroes latino estaba ultimado hacia 1243. La traducción directa y sistemática del griego al latín se haría esperar todavía algunos años, y sería obra del dominico Guillermo de Moerbeke, a partir de 1260, aunque ya en 1240 Roberto Grosseteste había vertido directamente al latín la Ética nicomaquea.

En consecuencia, hasta finales del siglo XII la especulación teológica se nutrió exclusivamente del platonismo, medioplatonismo y neoplatonismo, y su herramienta propedéutica fue la vetus logica de Aristóteles. Por esta vía, el medievo latino consiguió una síntesis bastante armónica de la Revelación con los saberes filosóficos antiguos, como se ha mostrado en el capítulo segundo. Es comprensible, por tanto, que la brusca irrupción de Aristóteles en París, de la mano de las paráfrasis de Avicena y posteriormente con los comentarios de Averroes, produjese un gran impacto en el ambiente universitario, y que, de pasada, previniese a las autoridades eclesiásticas.

La primera intervención eclesiástica, alertando sobre el uso indiscriminado del legado aristotélico, más o menos influido por la filosofía árabe, data del 1210, cuando un sínodo parisino prohibió la enseñanza (la lectio) de los libros peripatéticos de filosofía natural y sus comentarios (probablemente los comentarios árabes), bajo pena de excomunión. La segunda prohibición data de 1215 y quedó recogida en los estatutos de la Universidad de París, dados por Roberto de Courçon: «y no se lean [no se expliquen] los libros de Aristóteles de Metafísica y de Filosofía Natural, ni las Summæ del mismo [probable referencia a las paráfrasis de Avicena], ni tampoco las doctrinas del maestro David de Dinant, ni las del hereje Amalrico, ni las del hispano Mauricio»1. Esta prohibición obligaba expresamente a los maestros de la Facultad de Artes. A los teólogos, en cambio, no les estaba vetada la lectura de Aristóteles.

La carta Parens scientiarum Parisius, del papa Gregorio IX (de 13 de abril de 1231), que puso fin a la larga huelga de estudiantes y profesores comenzada en 1229, retomó la prohibición de Aristóteles en los mismos términos que los documentos anteriores, pero con la siguiente salvedad: «No se empleen en París [los libros de Aristóteles] hasta que hayan sido examinados y expurgados de toda sospecha de error»2. Pocos días después de esta carta, el papa Gregorio IX designó una comisión de tres miembros para llevar a cabo la expurgación de la obra aristotélica. La comisión, compuesta por Guillermo de Auxerre, Simón de Alteis y Esteban de Provins, no llevó a cabo su cometido por la pronta muerte de Guillermo de Auxerre, en noviembre de 1231. El interdicto de Aristóteles en la Facultad de Artes continuó vigente todavía muchos años, por la firme actitud anti-aristotélica de Guillermo de Alvernia, destacado teólogo y obispo de París desde 1228; y no comenzó a liberalizarse hasta la muerte de éste, acaecida en 1249.

Los teólogos y los prelados parisinos intuían que el legado peripatético podía estar alterado por los comentarios de la filosofía árabe y, por consiguiente, recelaban que fuese compatible con la revelación cristiana. Además, el aristotelismo, considerado en sí mismo, con independencia de posibles contaminaciones producidas en su trasvase al mundo latino, ofrecía una visión del mundo menos «verticalista» que el medioplatonismo. Defendía, en efecto, una explicación completa y cerrada del mundo natural, que parecía descartar la necesidad de un Ser superior y trascendente sobre todo lo creado.

Las referidas sospechas se confirmaron hacia 1268, cuando estalló la crisis del «aristotelismo heterodoxo» (por otros medievalistas denominada crisis del «averroísmo aristotélico»), ante la cual Esteban Tempier, el obispo de París, reaccionó con dos enérgicas intervenciones, en 1270 y 12773. Estas censuras tuvieron sus luces y sus sombras y, en todo caso, una repercusión histórica descomunal en el desarrollo posterior de la escolástica cristiana.

En esos años hubo asimismo otros acontecimientos que deben tomarse en cuenta, sobre todo la crisis albigense y la celebración del IV Concilio Lateranense (1215). Este concilio ecuménico abordó la cuestión del catarismo occitano, principalmente el catarismo de la rama albigense (que recibió este nombre de la ciudad de Albi, muy próxima a Toulouse en el midi francés). Por la causa albigense se enfrentaron, en una terrible guerra, los condes de Toulouse, los monarcas aragoneses y los reyes de Francia. Aunque originalmente las hostilidades estallaron por pretensiones expansionistas de unos y otros, la asunción de algunas tesis maniqueas por parte de los albigenses transformó la guerra en una cruzada religiosa (1209-1244), bendecida por el papa Inocencio III. La Inquisición romana tomó cartas en el asunto desde 1233; pero la respuesta católica al más alto nivel ya había sido adoptada en la constitución Firmiter, del Concilio Lateranense IV, que tiene la estructura de un solemne símbolo de la fe, pues comienza con las siguientes palabras: «Firmiter credimus et simpliciter confitemur, quod …» (firmemente creemos y abiertamente confesamos que…)4. Este símbolo profesa de modo solemne que el mundo no se ha originado de dos principios coeternos, uno bueno y otro malo, sino que todo ha sido creado de la nada por Dios, el cual es sumamente bueno; y que, por ello, no son malos ni la materia, ni el cuerpo, ni el matrimonio, ni el comer; y que incluso los demonios fueron creados buenos, aunque ellos se malignizaron por sí mismos, es decir, usando mal de su soberana libertad5. La constitución confiesa también que hay criaturas puramente espirituales (los ángeles) y otras sólo corporales, y que el hombre está constituido de espíritu y cuerpo.

La polémica doctrinal resuelta en el IV Lateranense influyó en las construcciones teológicas de la Universidad de París. La constitución Firmiter pasó a las decretales de Gregorio IX. También la Summa de bono de Felipe el Canciller expresa su influencia. Asimismo, Tomás de Aquino comentó con amplitud este decreto, dedicándole uno de sus opúsculos.

2. LA PRIMERA GENERACIÓN UNIVERSITARIA

A) MAESTROS SECULARES PARISINOS

Guillermo de Auxerre

Los estatutos concedidos por la Santa Sede a la Universidad de París en 1215 supusieron el comienzo de la actividad académica regular de la Facultad de Teología, en la que destacaron tres maestros seculares. El primero de ellos, Guillermo de Auxerre (1144/49-1231), fue autor de un célebre curso que se conoce como Summa aurea, escrita entre 1216 (porque considera los decretos del cuarto Concilio de Letrán) y 1229 (porque fue utilizada por Rolando de Cremona, primer maestro dominico, en ese año). Guillermo pudo contemplar el desarrollo de la Universidad hasta la gran huelga de 1229-1231, durante la cual falleció. Su manual es una gran «suma», posterior a las Sentencias de Pedro Lombardo e independiente de ellas.

La Summa aurea consta de cuatro libros6. En el primero estudia la demostración de la existencia de Dios, incluyendo la prueba de san Anselmo, la trinidad de Personas y algunas cuestiones referidas a la esencia divina (los nombres divinos y los atributos esenciales que prepararan el paso al segundo libro). El libro segundo está dividido en dos partes, de la siguiente manera: Dios como ejemplar de la creación, cómo «fluyen» las cosas de Dios, los ángeles y su destino sobrenatural, la creación del universo, el hombre y su historia, es decir, su caída y los pecados personales. El libro tercero: la Encarnación, la predestinación de Cristo, algunas cuestiones cristológicas (mérito de Cristo, virtudes de Cristo, etc.) y los misterios de la vida de Cristo, y las virtudes teologales y morales. El libro cuarto: los sacramentos y los novísimos. La gran novedad es el comienzo, pues se abre con la demostración de la existencia de Dios, y la incorporación del argumento anselmiano junto con las pruebas a posteriori, aunque distinguiendo entre las demostraciones quia (del efecto a la causa propia) y a simultaneo. También aparece un largo desarrollo de la teología moral y, en concreto, de las virtudes políticas; y son de notar las consideraciones acerca de la ley antigua y la ley nueva, estudiando los sacramentos en la antigua ley antes que los sacramentos de la Nueva Ley.

Alejandro de Hales antequam frater fuisset

La Summa aurea de Auxerre fue tenida como libro de texto por los primeros dominicos de París y copiada posteriormente muchas veces; y fue tomada en cuenta por Alejandro de Hales (ca. 1185-1245), por sobrenombre Doctor Irrefragabilis, segundo gran maestro de la Universidad parisina y autor de un comentario a las Sentencias lombardianas, titulado Glossa Sententiarum, de fecha incierta (entre 1223-1227), pero en todo caso posterior a la Summa aurea de la que abiertamente depende. De esta primera época de Alejandro —o sea, antes de 1236, en que se hizo franciscano— procede también una colección de Quæstiones disputadas, mucho más elaboradas que la Glossa. Así pues, además de ser el primer teólogo parisino que usó como libro de texto las Sentencias de Lombardo, Alejandro fue también el creador del método universitario de las cuestiones disputadas7.

Felipe el Canciller

El tercer gran maestro del período fue Felipe el Canciller (ca. 1170-1236). Nombrado en 1218 canciller de la Universidad de París, retuvo este cargo hasta su muerte. Se vio envuelto en la huelga estudiantil de 1229 a 1231 y contribuyó, de acuerdo con Guillermo de Alvernia (ca. 1180-1249), entonces obispo de París y también teólogo, a que los dominicos consiguieran su primera cátedra, en la persona de Rolando de Cremona.

Felipe escribió la ya citada Summa de bono, contemporánea a la Glossa de Alejandro de Hales. Esta Summa es muy original y supuso un gran avance tanto en desarrollos dogmáticos como filosóficos8. En la introducción, que consta de once cuestiones, Felipe estudia las relaciones entre las nociones de ente, bien y verdad, y cómo fluyen todas las cosas del bien supremo9. Algunos estiman que esta parte de la Summa de bono constituye un pequeño tratado sobre las propiedades transcendentales del ser, quizá el primero que se haya escrito.

Seguidamente, Felipe se plantea una sistematización de los artículos de la fe a partir de la noción de bien. Estudia, ante todo, el bien de la naturaleza en general. Por ejemplo, si hay oposición entre el bien de la naturaleza y el mal, lo cual aboca al análisis de la entidad del mal (si el mal tiene entidad o no la tiene), al tema de la eternidad del mundo («utrum mundus æternus») y a la cuestión de la causa ejemplar, quizá adelantándose, al menos en las nociones fundamentales, a san Buenaventura, que fue el gran teórico de esta causa. Seguidamente presenta los seres meramente intelectuales, es decir, los ángeles, cuya existencia es ya en sí misma un bien. Aquí trata acerca de si la diferencia por sexo conviene a los ángeles, asunto muy debatido en aquellos años, y que tendrá posteriormente una gran repercusión en las elaboraciones metafísicas, porque apunta a la distinción de los ángeles entre sí y a la posibilidad de los seres positivamente inmateriales. Aprovecha Felipe para ofrecer una síntesis enjundiosa de las principales cuestiones que afectan a lo que ahora denominaríamos «psicología general angélica»: cómo conocen, cómo ejercen la volición, si son libres, etc. Viene después el bien de la criatura corporal en general, donde trata la obra de la creación. A continuación, se detiene en el estudio de las criaturas que son al mismo tiempo intelectuales y corporales, es decir, el hombre, con una amplia exposición acerca del alma y de sus potencias (la inmortalidad del alma, la unión del alma y cuerpo, la multiplicidad de almas en el sujeto humano, del lugar y tiempo de las almas meramente espirituales, etc.). Seguidamente viene la disminución del bien de la naturaleza por el pecado. Después, el bien de la gracia (la reparación), en varios apartados: la gracia en general, la gracia de los ángeles y del hombre, y la tipificación de las gracias (la gracia santificante, las virtudes teologales y morales, y los dones del Espíritu Santo).

Basten estos apuntes para mostrar cómo Felipe el Canciller tuvo en cuenta el decreto Firmiter del Lateranense IV y que la estructura de su Summa de bono influyó posteriormente en otros sumistas, particularmente en la estructura de la Suma de teología aquiniana.

B) LA SUMMA FRATRIS ALEXANDRI

Las summæ de Guillermo y de Felipe prepararon la posterior Summa theologica de Alejandro de Hales, que éste llevó a cabo al final de su vida, cuando ya era fraile franciscano, ayudado por dos de sus discípulos más distinguidos, Juan de la Rochelle o de Rupella (†1245, el mismo año en que falleció Alejandro), y san Buenaventura.

Alejandro de Hales ingresó en la orden franciscana hacia 1236, conservando su cátedra en la Universidad de París y designó como ayudante suyo al también franciscano Juan de la Rupella o de la Rochelle. Poco después también se hizo franciscano otro alumno de Alejandro, de nombre Juan de Fidenza, apodado Buenaventura, que había nacido en Bagnorea (Italia). Éste había llegado a París por razón de estudios, y tomó el hábito mendicante en 1243. De este modo entre 1243 y 1245, se constituyó un equipo de trabajo, formado por el maestro Alejandro, el bachiller y sucesor suyo en la cátedra Juan de la Rupella, y el nuevo discípulo Juan de Fidenza. Los tres decidieron redactar una summa de grandes pretensiones. Esta Summa theologica, interrumpida por la muerte en 1245 de Alejandro y de Juan de la Rupella, fue continuada por Buenaventura, que a su vez la abandonó, imposibilitado por otros compromisos. Fue retomada por Guillermo de Melitona, también franciscano, que tampoco logró completarla. Constituye, con todo, el esfuerzo más notable de la primera generación universitaria parisina, en su tránsito hacia la edad de oro de la escolástica.

La Summa halensis recoge los principales logros de las generaciones anteriores y aporta interesantes novedades10. Se inspira en la estructura de los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, mejorando la distribución de las materias; y tiene en cuenta también algunas aportaciones de la Summa aurea, de Guillermo de Auxerre, comenzando por el estudio de la esencia divina, para pasar posteriormente al estudio de Dios trino. Asimismo, toma en consideración contribuciones de Felipe el Canciller.

Está dividida en cuatro libros, precedidos por una introducción sobre la condición científica de la teología y sobre el conocimiento de Dios en el estado de viadores. Esta introducción es digna de nota, porque demuestra que París ya había aceptado la definición aristotélica de ciencia, entendida ésta como conocimiento cierto por causas. Es obvio que la epistemología aristotélica colisionaba con la teología entendida como sabiduría. Así, pues, o se probaba que la teología era ciencia en el sentido aristotélico, o debía ser excluida de la Universidad. Por lo mismo, había que justificar también que el viador puede tener algún conocimiento racional de la esencia divina y de los misterios revelados, porque si el conocimiento de lo divino sólo fuera posible por iluminación o por vía mística o profética, no sería un conocimiento propiamente científico y, por lo mismo, quedaría eo ipso excluido del ámbito universitario11.

Veamos con más detalle la estructura de la Summa halensis. El primer libro está dedicado a Dios en sí mismo. Ante todo, la unidad de la naturaleza divina y los atributos esenciales entitativos y operativos; después, la trinidad de Personas (las procesiones divinas, la distinción entre las personas y su número, y un tratado especial dedicado a cada una de las personas); y, por último, la confesión de la unidad y Trinidad (los nombres divinos esenciales, los nombres divinos personales y las nociones)12.

El segundo libro de la Summa halensis trata de Dios creador. En la primera sección estudia la creación como obra de Dios, es decir, el tema de la causalidad divina, cuestión importante, sobre todo en polémica con la teología árabe que no admitía la libertad divina y establecía la necesidad de la creación. Inmediatamente después considera lo que es común a toda criatura, y allí ve en primer lugar las características de la creación, distinguiéndola del creador, y considera también los tres órdenes generales de las criaturas, es decir: los ángeles, el mundo corpóreo (comenzando por hexamerón o seis días de la creación) y finalmente el hombre, el cual es analizado con todo detalle, tanto en su aspecto físico, es decir, su cuerpo, como desde el punto de vista psíquico, o sea, el alma. La antropología termina con el estudio de la elevación al orden sobrenatural. La segunda sección de este segundo libro está dedicada al mal introducido en el mundo por la criatura. En primer lugar, el mal en abstracto, donde se observa una gran dependencia de Felipe el Canciller, y después el mal en concreto o el pecado. Primero el pecado de los ángeles, después el pecado del primer hombre o el pecado original originante, para terminar con el estudio de los demás pecados personales y su división.

El libro tercero presenta la encarnación del Verbo, los misterios de la vida de Cristo y las virtudes del Salvador. Seguidamente estudia cómo las criaturas vuelven al Creador con un análisis muy detenido de la ley (natural, mosaica y evangélica), la ayuda que el hombre recibe, es decir, la gracia (con especial acento en qué sea su esencia y los efectos que tiene), y las virtudes teologales. Se interrumpe al comienzo de la exposición de los artículos de la fe (que son el objeto de la virtud teologal de la fe). Todo lo anterior había sido redactado antes de 1245.

Desarrollando algunas intuiciones de Felipe el Canciller, la Summa halensis ofrece un análisis propio y amplio de la gracia santificante. Recuérdese que Pedro Lombardo consiguió probar —cosa muy importante desde el punto de vista teológico— que la misión visible del Espíritu Santo no es la virtud de la caridad, es decir, que el amor con que Dios nos ama no es la tercera Persona13. Sin embargo, en las Sentencias la gracia se trata juntamente con la misión invisible del Espíritu Santo, de modo que no queda bien determinada teológica o técnicamente la diferencia entre la Gracia increada (que es el Espíritu Santo) y la gracia creada (el efecto en el alma, producido por la elevación al orden sobrenatural). Ahora, profundizando más en la cuestión, Alejandro y su equipo pudieron preguntarse, a partir de la metafísica aristotélica, qué es la gracia santificante o gracia creada, si substancia o accidente; y, por ser accidente, qué tipo de predicamento accidental.

La categorización de los entes teológicos supuso, sin duda, un gran avance, y, por lo mismo, también se consideró la condición metafísica del «carácter sacramental» (res et sacramentum), esa realidad intermedia entre el signo y la res, que participa tanto de la visibilidad del signo, como de la invisibilidad de la res o gracia sacramental. Atendiendo a las categorías aristotélicas, la Summa halensis sostuvo que el carácter sacramental es una «cualidad pasible» del alma (una de las subespecies de la cualidad)14, que ilumina la sindéresis o hábito de los primeros principios del obrar moral, porque, por el carácter sacramental, el cristiano ve con mayor claridad cómo debe actuar, lo cual es propio de la sindéresis.

Como ya se ha dicho, después de 1245 el franciscano Guillermo de Melitona continuó la Summa halensis. Estudió los medios por los que ordinariamente se recibe la gracia, es decir, los sacramentos en general y cada uno de ellos en particular: bautismo, confirmación, Eucaristía, con un largo comentario sobre la liturgia de la Misa, el paternoster que ser recita en la Misa y la administración de la comunión; sigue la penitencia como virtud y como gracia y se habla de los distintos pecados, sobre todo de los veniales, y cómo se perdonan en el sacramento de la confesión. Al comienzo del tratado sobre las partes de la penitencia (pars IV, cuestión 35), se interrumpió definitivamente la redacción.

La Summa halensis alcanzó, pues, una rara perfección, y es casi seguro que Tomás de Aquino la tuvo a la vista cuando preparó la Summa theologiæ. Es evidente que la tomó en consideración al redactar algunos temas, como los tratados sobre Dios y sobre la gracia. En el primer caso, al demostrar la existencia de Dios y también por comenzar el De Deo Trino por el estudio de las procesiones inmanentes.

Conviene advertir que la Summa aquiniana, aunque también abandonó el esquema lombardiano para seguir el esquema halense, no siempre se atuvo a la estructura de la Summa fratris Alexandri. En efecto, la primera parte de la Summa tomasiana se inspiró en el maestro Alejandro al anteponer el Deo uno al Deo trino, y al colocar, como consecuencia de los atributos divinos operativos, la creación en general antes que la creación en particular. Sin embargo, hay una importante diferencia entre ambas summæ, pues Aquino sitúa el estudio de la gracia y de las virtudes antes que la cristología, al contrario que Alejandro, que lo pone después. Las dos sistemáticas tienen su fundamento y su lógica interna. Para el Halense, no se puede hablar de la gracia sin hablar antes de Cristo, que nos ha merecido la gracia; en cambio, santo Tomás, más atento quizá a las discusiones de la época, prefiere hablar de la gracia antes que de Cristo, porque la gracia es absolutamente necesaria en todos los casos y siempre para que el hombre pueda gozar de la visión beatífica a la cual está predestinado, pues la elevación al orden sobrenatural es siempre gratuita; y, además, porque, previsto el pecado original, Dios pudo haber determinado otros medios para otorgarle la gracia tanto antes del pecado, como, sobre todo, después de éste. Uno de esos medios es obviamente la encarnación del Verbo, el más perfecto, sin duda, pero no necesario en absoluto, porque podía habernos salvado sin la Encarnación.

Aquí, en estas opciones cristológicas, se fundamenta la distinta manera de considerar el motivo o razón formal de la Encarnación. Aquino consideró la Encarnación desde la perspectiva «funcional», por así decir, pues el Verbo se encarnó «propter nos homines et propter nostram salutem», por nuestros pecados y para nuestra salvación. En consecuencia, se debe tratar toda la cristología desde el punto de vista soteriológico, lo cual no obsta para que, en la sistemática, vaya primero el estudio de la unión hipostática y a continuación se traten los misterios de la vida de Cristo. Para los franciscanos, en cambio, ya desde primera hora, o sea, desde la Summa halensis, se abrió paso una perspectiva diferente: se subrayó que en la vida interna de Dios está presente la condición de posibilidad de aquellos acontecimientos que, por la incomprensible libertad de Dios, encontramos en la historia de la salvación del Señor Jesucristo15. La maduración de esta nueva cristología se alcanzará a la generación siguiente con Duns Escoto. Más modernamente, el enfoque franciscano dará lugar a un amplio debate sobre la pre-existencia de Jesucristo16.

C) SAN ALBERTO MAGNO

San Alberto Magno (ca. 1199-1280), el Doctor Universal, como se le conoce en el medievalismo, ingresó a los veinticuatro años en la Orden de Santo Domingo. Tuvo un papel destacado en el mundo universitario de la época. Desde el punto de vista filosófico, manifestó siempre gran entusiasmo por las obras de Aristóteles, que parafraseó durante toda su vida, especialmente durante su magisterio en la Universidad de París (1245-1248) y en el estudio general de Colonia (1248-1254). Pero no solamente Aristóteles atrajo su atención, sino también el neoplatonismo de Dionisio Pseudo-Areopagita17.

Como maestro universitario, Alberto comentó sobre todo la Escritura, tanto en París como después en Colonia. Se conservan importantes glosas o paráfrasis suyas a los salmos, Jeremías, Daniel y al Nuevo Testamento; por ejemplo, un importante comentario a los cuatro Evangelios y al Apocalipsis. Sin embargo, ha pasado a la historia, más que como teólogo bíblico, por sus obras sistemáticas mayores, como son: un gran comentario a las Sentencias, que es anterior a 1249; una gran Summa de creaturis, que es también obra de juventud; y, sobre todo, una Summa theologiæ, acabada después de 1270. Son muy importantes también sus comentarios, de corte más o menos platónico, al corpus dionisiano y, por supuesto, sus grandes paráfrasis a la filosofía aristotélica.

San Alberto distinguió con sumo cuidado las ciencias del espíritu según su distinto objeto formal quo: cuando se hace filosofía, se filosofa; y cuando se hace teología, se teologiza. Esta tradición se mantuvo siempre viva en la escuela dominicana: la descubriremos en santo Tomás y, muy particularmente, en Tomás de Vío (cardenal Cayetano), ya en los años de la Reforma. La distinción entre las ciencias no supone, ni mucho menos, una concesión a la doctrina de la «doble verdad»18, porque los teólogos dominicos siempre tuvieron a la vista el principio de «subalternación» de las ciencias, de modo que las más altas en la jerarquía epistemológica ofrecen sus conclusiones como principios a las ciencias subtalternadas.

De este modo, aunque Alberto Magno fue, quizá, más filósofo que teólogo, al menos de vocación y por interés personal, puso las bases para una adecuada presentación de las relaciones entre fe y razón, que después acogería santo Tomás sin añadir prácticamente nada nuevo. También coincidieron ambos en su crítica a Averroes y en la condena del monopsiquismo del hispano-árabe (un único intelecto paciente para todos los seres humanos). Parece que Alberto Magno combatió expresamente el monopsiquismo averroísta a comienzos de los años sesenta, en la corte pontificia, antes de que Tomás de Aquino lo hiciera en París, durante su segunda regencia en aquella Universidad (1269-1270).

D) ROBERTO GROSSETESTE

Mientras tanto, una nueva generación de maestros filósofos y teólogos se establecía en la recién estrenada Universidad de Oxford. La figura más destacada de este período fue Roberto Grosseteste (ca.1170-1253), que enseñó allí desde 1214 a 1229. Fue, además, el primer responsable de los estudios de la naciente Universidad, probablemente su primer canciller y el gran educador de los franciscanos oxonienses, aunque él mismo no profesó nunca en los menores.

En la teología de Grosseteste, de corte agustiniano, predomina la inspiración bíblica y moral. Desaprueba la importancia creciente que se daba en las escuelas a las Sentencias de Pedro Lombardo, no por la obra en sí misma, sino por el peligro que podía representar, para la teología, el apartamiento progresivo de la Escritura. En una carta dirigida a los teólogos de Oxford recomendó la vuelta al estilo tradicional de París, poniendo la Biblia como texto base de todos los cursos. Además, su dominio de la lengua griega, aprendida en la madurez, dio a su teología una marca distintiva. Grosseteste enriqueció el patrimonio teológico de la Iglesia latina con préstamos de las fuentes griegas.

3. SAN BUENAVENTURA

Juan de Fidenza (ca. 1217-1274), que cambió su nombre por Buenaventura al profesar como fraile mendicante (1238), también denominado Doctor Seráfico, fue un teólogo de extraordinario relieve. Destacó como maestro en París, donde enseñó desde 1248, en espera de que se confirmase su condición de catedrático en la Universidad. El doctorado y la toma de posesión se retrasaron hasta el 1257, por causa de las querellas acerca de las órdenes mendicantes, que agitaron aquel cenáculo académico durante años. Testigo de su docencia para-universitaria son sus extensos y ricos comentarios a las Sentencias del Lombardo, que ocupan cuatro gruesos infolios de sus obras completas. Sin embargo, en 1257, cuando quedó expedito el acceso a la cátedra, había ya aceptado su elección como maestro general de los franciscanos y, por ello, nunca dictó cursos reglados en la Universidad. Fue un gran hombre de gobierno, hasta el punto de que se le considera como el segundo fundador de la Orden. También destacó como teólogo místico: no sólo lo muestran sus tratados ascéticos, especialmente el Itinerarium mentis in Deum, sino también las obras que escribió sobre la figura entrañable de san Francisco. Nombrado cardenal legado papal en el II Concilio de Lyon, falleció en aquella ciudad, durante la asamblea conciliar, el 15 de julio de 127419.

A) LA «CUESTIÓN FRANCISCANA»

Cuando Buenaventura asumió el generalato, la fraternidad franciscana se hallaba dividida en dos facciones: de una parte, los «compañeros», es decir, aquellos que habían conocido directamente a san Francisco de Asís y añoraban el Testamento de éste, dictado poco antes de morir20; de otra parte, los conventuales o «comunidad», que habían accedido con posterioridad a la Orden y estimaban que ésta, tan desarrollada en poco tiempo, debía regirse sólo por las constituciones aprobadas por Honorio III. Los primeros eran proclives al joaquinismo21. Los segundos desaprobaban esta corriente doctrinal.

En el centro de la disputa se hallaba la «cuestión franciscana», es decir, la forma de interpretar no sólo la herencia del fundador, sino su misma figura. San Buenaventura supo apaciguar los ánimos y halló la forma de presentar la figura de san Francisco de modo que, sin desvirtuar los datos históricos, satisficiera a ambas partes. Sin embargo, los seguidores de los «compañeros» abocaron finalmente, después de la muerte de san Buenaventura, a una corriente espiritual extrema (los «fraticelos»), que exageró la lectura de la Regula y la interpretación de los preceptos acerca de la pobreza evangélica.

El Concilio de Vienne (1312) calificó de temerario y presuntuoso afirmar que «es herético considerar que el uso pobre [usus pauper] esté incluido o no esté incluido en el voto de pobreza evangélica»22. Es decir, impuso silencio a las dos partes, considerando temerario que una condenase a la otra basando en la Regula. Finalmente, Juan XXII, en 1318 y 1323, condenó las doctrinas fraticelas sobre la naturaleza de la Iglesia, los sacramentos y la pobreza evangélica23.

Todo el problema residía en el tema del «usus pauper». Según el franciscano Pedro Juan Olivi (1248-1298), el «usus pauper» (o sea, el uso extremadamente austero de los bienes de subsistencia) estaba exigido por el voto de pobreza y, por ello, estaba contemplado en la Regula. Aunque no se tuviera el «dominio» sobre los bienes de consumo, como determinaba la condición canónica de la Orden, se podía usar de algunos bienes para la subsistencia (ius utendi), sí y sólo sí ese uso era muy austero. Más adelante, la discusión recayó sobre la exégesis de los pasajes del Nuevo Testamento, en que se nos narra que Jesús y los apóstoles tenían algunos bienes (por ejemplo, una bolsa común). Y así, la controversia se enredó hasta extremos increíbles. Las intervenciones del Concilio de Vienne y del papa Juan XXII se inscriben en este contexto, y sólo pretendían apaciguar los ánimos y aclarar la cuestión.

Se debatía, en definitiva, acerca de si es bueno, más perfecto y mejor el uso austero sin dominio, que el dominio con uso austero (Parisoli, vid. Bibliografía). Se discutía, en última instancia, sobre el derecho a la propiedad (privada o común), no contemplado en términos generales, sino desde la perspectiva del franciscanismo.

B) PRESUPUESTOS TEOLÓGICOS BÁSICOS

El agustinismo avicebroniante como punto de partida

Desde la perspectiva filosófica, que se halla en la base de su síntesis teológica, es preciso reconocer que san Buenaventura constituye un testigo privilegiado de la tradición agustiniana. Las grandes tesis de san Agustín en materia filosófica, como son la doctrina de la iluminación, la pluralidad de formas sustanciales en el compuesto, la materia prima semi-formada, etc., venían rodando a lo largo de toda la Edad Media y habían penetrado también en la escolástica. Se habían enriquecido además con las aportaciones de otras síntesis filosóficas, procedentes, por ejemplo, del filósofo hispano-judío Ibn Gabirol (conocido como Avicebrón por los cristianos), hasta dar lugar a una abigarrada corriente que se ha bautizado con el nombre de agustinismo avicebroniante o, teniendo en cuenta también la influencia de Avicena, avicenismo avicebroniante.

Con todo, el Seráfico no fue, sin más, un agustiniano. En sus escritos se constata también un sólido conocimiento de la síntesis aristotélica. Es más: pretende armonizar las dos corrientes filosóficas de la época, aunque el resultado es poco satisfactorio. Por ejemplo, acepta el hilemorfismo, pero rebate la tesis aristotélica sobre la eternidad del mundo, o discute la doctrina peripatética acerca del intelecto agente y paciente. Sigue a Aristóteles en la doctrina de la abstracción, pero se aparta de él y se atiene a san Agustín, al explicar el origen y conocimiento de los primeros principios del conocer y de las verdades eternas, que provienen de una luz divina, que él concreta en la luz del Verbo divino. San Buenaventura es, pues, un claro innatista.

Una interesante recapitulación de los presupuestos filosóficos bonaventurianos, en ocho enunciados fundamentales, ha sido propuesta por Llamas Roig (vid. Bibliografía): «El primero es el hilemorfismo universal. El segundo es la pluralidad de las formas sustanciales en la unidad del ente. El tercero, el estatuto ontológico positivo de la materia en sí misma [o sea, la materia prima semiformada]. El cuarto, la identidad esencial del alma y sus facultades, con claves discordes de discriminación. El quinto es la asistencia intelectiva de Dios en la génesis intelectiva. El sexto es la inteligibilidad de la quididad individual, compuesta de materia y forma individuadas. El séptimo es la preeminencia del bien sobre la verdad, con la consiguiente primacía de la voluntad sobre el intelecto. El octavo es la aquiesciencia de un principio temporal para la creación».

El apetito superior como ejemplado de la Trinidad

El ejemplarismo constituye la clave de bóveda de la metafísica y la teología bonaventurianas. Todo cuanto existe es una semejanza de su ejemplar que es Dios unitrino, en virtud de la mediación expresiva del Verbo en el acto creador. Hay que descubrir en las criaturas las sombras, los vestigios y las imágenes de Dios. A Dios, pues, habrá que buscarlo como ejemplar a partir de los ejemplados, que son las cosas creadas, especialmente a partir de la criatura más perfecta en nuestro orden, que es el hombre. En Buenaventura hay una viva conciencia de la dignidad de la persona humana y de su posición privilegiada en el conjunto del universo.

Situado en la corriente agustiniana, considera que las tres facultades del alma: memoria, inteligencia y voluntad, reflejan la Trinidad divina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. La memoria es trasunto del Padre; la inteligencia, del Hijo; y la voluntad, del Espíritu Santo. Y así como la Trinidad subsiste en la unidad de esencia, porque el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, y siendo tres personas realmente distintas, no obstante, son un solo Dios; así también análogamente las tres facultades del alma, siendo de algún modo distintas, constituyen una cierta unidad en el alma.

El planteamiento agustiniano, asumido modo suo por san Buenaventura, implica una psicología original, diferente del modelo aristotélico seguido por santo Tomás. Conviene destacarlo, aunque sólo sumariamente. El Seráfico no admite una identificación radical del alma con sus potencias, pero tampoco la distinción rigurosa que establece Aquino, que considera las facultades como simples accidentes, propios e inseparables de la substancia del alma. Para Buenaventura, las facultades del alma se distinguen del alma en cuanto facultades, o sea, por su operar; pero, en cuanto a su ser, se identifican con ella, de modo que hay que adscribirlas más bien al género «substancia» que a la categoría «accidente» (Cayré, vid. Bibliografía). Gilson (vid. Bibliografía) resume la psicología bonaventuriana, diciendo que, para el Seráfico, «las facultades del alma son extensiones o dilataciones (promotions) inmediatas de la substancia», pues no se puede concebir el alma humana sin el triple poder o capacidad de recordar, conocer y amar.

Esto no significa que la distinción entre el alma y sus potencias, por no ser real sea meramente de razón, sino que las tres potencias del apetito superior se distinguen entre ellas y de la esencia del alma por una distinción de un tipo intermedio, que no es real ni de razón; una distinción que Duns Escoto denominará, años más tarde, distinción formal modal, entre el alma y sus potencias y de éstas entre sí, porque las facultades del alma expresan modos diversos de manifestarse el alma, al actuar24.

El modelo psicológico bonaventuriano tiene algunas ventajas, porque subraya que el alma, al ser espiritual, no tiene partes. Es una substancia que entiende (y recuerda) y quiere. La dificultad se presenta cuando se pretende distinguir entre intellectus e intelligere, por una parte, y voluntas y velle, por otra, y estudiar las relaciones de estas dos facultades entre sí y con sus respectivas operaciones. Y ya no digamos, cuando se acomete el análisis de los tres momentos (según Aristóteles) del velle o querer: deseo, deliberación y elección. Está justificado, pues, que con el correr del tiempo, los seguidores del Seráfico confundieran la libertad con la mera voluntariedad. Y, además, en tal contexto, ¿cómo entender el axioma aristotélico «natura ad unum, ratio ad opposita»? Podemos abstenernos de comer, o comer esto o lo otro, pero no podemos evitar la digestión, si comemos. Se produciría la paradoja, en el contexto de la indistinción real entre el alma y sus potencias, que la inteligencia, por ser natural, sería irracional, mientras que la voluntad, por ser ella misma libertad, sería racional…

Sobre la elevación sobrenatural

La distinción modal entre la esencia del alma y sus facultades (y entre éstas entre sí) repercutió en la manera de concebir la elevación al orden sobrenatural. El Seráfico afirma que, cuando el alma es elevada, también las potencias son elevadas, al no ser realmente distintas del alma. Por ello, el alma en gracia posee ya en aptitud las tres virtudes teologales, de modo que la infusión de la «gracia teologal» sólo pone en acto lo que ya estaba en potencia. La gracia habitual habilita a la substancia del alma confiriéndole el posse agere. La gracia de las virtudes teologales le confiere la actividad (actu agere)25.

Por lo dicho, la fe y la esperanza son dos virtudes que tienen, en la teología bonaventuriana, una función y un significado diferente que en la teología aquiniana26. Bajo tal perspectiva, la fe compromete a todo el hombre, y no sólo a la inteligencia. Buenaventura vincula de tal modo la gracia con la fe, que la pérdida de la gracia santificante parece implicar eo ipso la pérdida de la fe. Resulta difícil explicar, en tal contexto, que la fe es siempre el principio de toda justificación, y que un pecador desposeído de la gracia habitual puede seguir creyendo (con fe informe), mientras no haya cometido un pecado grave de incredulidad. Así mismo complica la distinción entre la gracia habitual y la virtud de la caridad.

Fiel a sus principios, el Doctor Seráfico también aplicó a la causalidad sacramental el binomio posse agere y actu agere. El signo sacramental significa la gracia y habilita congruamente a ella. Después (con una posteridad ontológica y no temporal), y por su benevolencia, Dios atiende a ese signo sacramental, y se «obliga» entonces a infundir en el alma la gracia específicamente sacramental. En otros términos, la causalidad sacramental es sólo moral, porque Dios se ha comprometido, en su liberalidad, a conceder la gracia siempre que se ponga el signo sacramental y no haya óbice por parte del receptor27.

C) PRINCIPALES TESIS TEOLÓGICAS

Dios uno y trino

La teología trinitaria del Doctor Seráfico, influida por Agustín, Anselmo y Ricardo de San Víctor, echa sus raíces en el aforismo «el bien es de suyo difusivo» (bonum est diffusivum sui). Por consiguiente, el Padre eterno, que es pura bondad y misericordia, se difunde «necesariamente» en el Hijo; y, como un padre amante, tiende a perpetuarse engendrando eternamente a su Hijo, y los dos se aman con un amor sustancial o esencial que es el Espíritu Santo, espiración de amor.

San Buenaventura era consciente de que el neoplatonismo había entendido la difusión del bien en un contexto necesitarista, que hay que excluir en absoluto de Dios. Por tal motivo, el Seráfico distinguió tres tipos de necesidad:

(1ª) una necesidad totalmente extrínseca, que tiene su origen en algo exterior, como la coacción y la violencia;

(2ª) una necesidad en parte intrínseca y en parte extrínseca, como la que procede de un principio intrínseco, aunque orientado hacia fuera, como la inevitabilidad (por ejemplo, la ley de la gravedad) y la indigencia (la necesidad de agua para sobrevivir); y

(3ª) una necesidad intrínseca por completo, radicada en la propia naturaleza, como la necesidad de inmutabilidad en Dios (el ser por esencia es acto puro) y de independencia (el ser por esencia en absoluto trasciende sobre todo orden creado).

Sólo esta última necesidad (intrínseca por completo) conviene a Dios, porque implica una necesidad que es compatible con la absoluta liberalidad (necessitas quæ non excludit benignitatem). Es un tipo especial de necesidad que excluye cualquier dependencia. Es, en definitiva, una necesidad según naturaleza, que sólo se da en Dios.

En efecto: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son iguales según naturaleza, sin que haya prioridad o posterioridad. Desde tal perspectiva, el Hijo es engendrado por el Padre eternamente, sin que el Hijo sea «después» que el Padre. Es, pues, un engendrar inmutable. En consecuencia, el Padre y el Hijo son distintos, porque uno engendra y el otro es engendrado, pero no hay posterioridad entre ellos. De este modo se dice que la primera procesión es necesaria, con necesidad intrínseca o natural, que ni es libre, en el sentido como nosotros entendemos la libertad, ni necesaria, como nosotros también entendemos tal necesidad, sino las dos cosas a la vez. Así, pues, ninguna procesión de las criaturas representa con perfección la generación divina, porque las dos procesiones divinas inmanentes son para nosotros un misterio en sentido estricto; pero, desde las procesiones naturales que conocemos, podemos decir alguna palabra significativa acerca de las procesiones divinas inmanentes (cuya existencia conocemos por revelación).

Por lo que respecta a la existencia de Dios, san Buenaventura, al tiempo que admitió unas vías a posteriori o demostraciones quia de su existencia (del efecto a su causa propia), aceptó también la demostración a simultaneo, inspirada en el famoso argumento de san Anselmo. Es más, consideró que éste era el argumento más claro y apodíctico de la existencia divina, que formuló de forma muy sintética y brillante: «si Deus est Deus, Deus est». Esta formulación tan simple (y tan sugerente al mismo tiempo) no carece de dificultad, porque los dos primeros «Deus» son ideas en mi mente, y como en la idea de «Dios» nada falta, Dios existe. Ello supone, sin embargo, que la idea perfecta de Dios es innata, lo cual se opone a lo dicho a la máxima evangélica de que a Dios nadie lo ha visto (Ioan. 1:18), y va también contra la historia de las religiones, como atinadamente recuerda Aquino al criticar el argumento de san Anselmo (Summa theologiæ, I, q. 2, a. 1, ad 2).

Motivo formal de la Encarnación y mariología

El Doctor Seráfico se hizo eco de una tradición que ya rodaba a lo largo del siglo XII, según la cual, aunque Adán no hubiese pecado, el Verbo se habría encarnado; tesis sostenida así mismo por su maestro Alejandro de Hales y que tanto influyó en que la Summa halensis antepusiese la cristología al tratado sobre la gracia. Buenaventura intentó conciliar esta corriente con la otra, más afín a la literalidad de la Sagrada Escritura, según la cual Cristo se encarnó para redimirnos («propter nos homines et propter nostram salutem»). Por eso, aunque concedió que la prioridad de la Encarnación ha sido salvar al hombre, consideró que el segundo motivo (encarnación incluso sin pecado) no podía ser despreciado o puesto aparte. Este segundo motivo animó la teología de la historia bonaventuriana: el Doctor Seráfico consideró, en efecto, que toda la historia humana es en el fondo una historia de salvación, cuya plenitud (es decir, el medio de la historia) ha sido la encarnación del Verbo divino. Cristo es en verdad el centro de la historia: Él mismo abrió la historia y la cerrará, de modo que todo apunta a Él, tanto antes como después.

La centralidad de Cristo implica una septiforme mediación (tema que desarrolla con mucha amplitud en sus Collationes in Hexaëmeron):

(a) es medio de la esencia, por la generación eterna, entre el ser en sí y ser por otro, y esta es materia que trata el metafísico;

(b) es medio de la naturaleza, por la Encarnación, entre lo inmóvil y lo móvil, y esto lo trata el físico;

(c) es medio de la distancia, por la Pasión y la Crucifixión, porque está en el centro, entre los cielos y el infierno, y esto lo estudia el matemático;

(d) es medio de la doctrina, por la Resurrección, porque es fuente de evidencia y argumentación, y éste es el arte del lógico;

(e) es medio de la modestia o virtud moral, por la Ascensión, porque así Moisés obtuvo su ley al ascender al monte, y éste es el proceder del ético;

(f) es medio de la justicia, en el juicio futuro, consideración del jurista o del político; y, por último,

(g) es medio de la concordia, en la sempiterna retribución, en la que el mundo se ha de reducir a Dios, y éste es el medio del teólogo, que trata de la salvación del alma, es decir, cómo se incoa la fe, se promueven las virtudes y se consuman los dones.

San Buenaventura destaca, en tal contexto, la función de mediación que corresponde al Verbo en el acto creador, en la encarnación redentora y en la definitiva recapitulación de todas las cosas. Este ritmo se condensa en la secuencia Verbum increatum - incarnatum - inspiratum, con la que expresa sintéticamente el eje cristológico que articula la historia de la salvación. Cristo es medio y es cumbre de la creación. Por ello, también es el medio de todas las ciencias. En su tratado De Reductione artium ad theologiam, divide la filosofía natural en física, matemática y metafísica. Pero solo el Verbo de Dios nos muestra quién es el Padre y nos abre la visión beatífica en el Cielo. El Verbo es el mediador de todas las ciencias. La inteligencia humana con solas sus fuerzas no puede formular proposiciones verdaderas sin la iluminación del Verbo. De ahí la necesidad de la ciencia teológica, como culminación de todas las ciencias (García Martínez, vid. Bibliografía).

Por lo que respecta a la mariología, san Buenaventura no estaba todavía en condiciones de argumentar teológicamente la concepción inmaculada (pasiva) de María Santísima en el seno de su madre santa Ana. No veía la forma de salvar a María de la ley general del pecado: «Concebida según la ley general para todos los mortales, contrajo el pecado de origen, necesitando, por ende, de la gracia bautismal o de otra equivalente; en cambio, como no cometiese pecado alguno actual, no necesitó de la gracia penitencial». En este punto no llegó a la síntesis de su discípulo Juan Duns Escoto, que consideró que la preservación del pecado es la redención más perfecta28.

Teología mística

San Buenaventura fue también un gran teólogo místico. Formuló bellamente la doctrina de las tres vías, quizá inspirada en el corpus dionysianum: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía perfectiva, insistiendo especialmente en el carácter ascético de estas vías hasta llegar a la contemplación:

El alma se ejercita en estos tres actos [purificación, iluminación y perfección] y se hace bienaventurada y acrecienta sus méritos. El conocimiento de esta trilogía importa para la ciencia de toda la Escritura y para merecer la vida eterna.

La mística es, por tanto, no sólo una ciencia especulativa, sino también, y sobre todo, una forma de vida, un camino. En concreto, en Itinerario de la mente hacia Dios declara que por medio de una serie de ejercicios y con ayuda de la gracia el alma asciende lentamente hacia Dios, y que esta elevación tiene seis grados. En los dos primeros grados se reflexiona sobre el orden sensible; los grados tercero y cuarto son ejercicios de tipo psicológico, es decir, reflexión sobre nuestras potencias espirituales, en donde se descubre de modo eminente la huella divina; y finalmente los grados quinto y sexto son de naturaleza meta-física, pues en esos dos niveles el hombre contempla el primer principio, más allá de toda naturaleza sensible y psicológica. Es obvia la influencia de la mística de Ricardo de San Víctor.

Su teología mística se caracteriza también por una tierna devoción a Jesucristo, sobre todo al Cristo de la Pasión. En esto fue muy influido por san Francisco de Asís. San Francisco, en efecto, aspiró a ser otro Cristo viviente, hasta el extremo de recibir en su propio cuerpo, después de altísimas elevaciones místicas, las señales de la Pasión del Señor.

4. SANTO TOMÁS DE AQUINO

Santo Tomás de Aquino (1224/5-1274), también conocido como Doctor Angelicus o Doctor Communis, constituye el momento mayor de la teología académica parisina29. Su larga etapa de formación (1239-1252) le familiarizó con la filosofía aristotélica (primero en la Universidad de Nápoles y luego en el studium generale de Colonia) y con la doctrina de la participación trascendental, a través de los comentarios albertinos al corpus dionysianum (también Colonia). Conoció muy bien la tradición teológica del siglo XII, sobre todo el pensamiento de Pedro Lombardo y de Hugo de San Víctor, y tuvo a la vista las grandes «sumas» del siglo XIII (Guillermo de Auxerre, Felipe el Canciller y la Summa halensis). Su afición por los Padres de la Iglesia le puso en contacto con las primeras fuentes de la tradición cristiana, por las que sintió gran afición, especialmente por san Agustín, san Gregorio Magno y Boecio, entre los latinos, y por san Atanasio y san Juan Crisóstomo, entre los griegos. Manejó con gran soltura la Biblia, que conocía bien desde su estancia en Montecasino, donde fue oblato benedictino por unos años. Tuvo a la mano los mejores florilegios patrísticos y las grandes «glosas» a la Escritura (incluso él mismo compuso una notable Glossa continua super Evangelia, también denominada Catena aurea).

He aquí la cronología de sus obras más conocidas30. De la primera regencia parisina (1252-1259), son su comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, las cuestiones disputadas De veritate y el opúsculo De ente et essentia. Abandonó París en 1259 y se trasladó a Italia. Del período italiano, que transcurrió primero en Nápoles (1259-61) y después en distintas ciudades de los estados pontificios, son la Summa contra gentiles, la primera parte de la Summa theologiæ y algunas cuestiones disputadas, como De malo y De potentia. En 1269 estaba de nuevo en París para ocupar por segunda vez la cátedra para extranjeros, hasta 1272. Este fue el período más fecundo de su vida. De este tiempo son sus grandes comentarios a Aristóteles, buena parte también de los comentarios a la Sagrada Escritura y los opúsculos polémicos contra los averroístas. Durante su segunda regencia parisina intervino en el segundo debate sobre la existencia de las Órdenes mendicantes y redactó la segunda parte de la Summa theologiæ. En el verano de 1272 se dirigió a Nápoles, donde continuó la tercera parte Summa theologiæ, que dejó inconclusa, comenzó el Compendium theologiæ, que no pudo terminar, y redactó una serie de obras de tipo ascético-pastoral, hasta que finalmente el 6 de diciembre de 1273 dejó de escribir.

Veamos a continuación algunas de sus tesis teológicas más relevantes, siguiendo la sistematización de la Summa theologiæ.

A) SI DIOS EXISTE Y QUIÉN ES

La existencia no es algo obvio, es decir, evidente, que se deduzca de la mera consideración de la esencia divina, como pretende el argumento anselmiano. Santo Tomás planteó el conocimiento de la existencia de Dios a partir de la creación, según el criterio ofrecido por san Pablo: «porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante las criaturas» (Rom. 1:20). Aquino llevó a cabo su demostración a posteriori o quia según cinco vías: por el movimiento, la causalidad eficiente, la posibilidad y necesidad, los grados de perfección de las cosas, y el orden y gobierno del mundo. En todas ellas se demuestra que la proposición «Dios existe» es verdadera. Las cinco vías han tenido una trascendencia extraordinaria para la teología católica, aunque la idea básica de ellas, es decir, la demostración a posteriori de la existencia de Dios, había sido ya desarrollada por otros pensadores y tiene cierta complejidad metafísica, al menos tal como la ofrece santo Tomás.

Conviene recordar, ante todo, que Tomás de Aquino, teólogo al fin, parte de la existencia de Dios conocida por la fe. Esto es muy importante, como veremos después. Además, y como señaló el filósofo Jesús García López (vid. Bibliografía), hay que sentar bien las bases metafísicas de las cinco vías, para que éstas sean concluyentes. En primer lugar, que el entendimiento humano es capaz de conocer todo cuanto existe, es decir, que está abierto a todo ser, de modo que Dios no queda excluido de tal capacidad. Hay que mostrar, después, que en la práctica tal conocimiento de Dios es posible, por cuatro motivos: porque existen efectos propios de Dios en el contexto de nuestra experiencia; porque el principio de causalidad eficiente tiene valor extra-experiencial; porque procedemos en la demostración buscando la causa propia; y, finalmente, porque no es posible un proceso al infinito en la serie de causas esencial y actualmente subordinadas en el presente, como tampoco lo es una multitud infinita de causas en acto per accidens (por ejemplo, un martillo sustituido por otro martillo y así sucesivamente, como si todos los martillos fueran uno sólo)31.

Todo ello supuesto, el esquema general de las cinco vías es el siguiente: el punto de partida es siempre un hecho de experiencia; a este hecho se aplica el principio de causalidad eficiente, acomodado a cada caso; se niega la posibilidad de una serie infinita de causas esencial y actualmente subordinadas (en el presente); y se llega a la existencia de Dios bajo un determinado aspecto, según la vía que se haya seguido. Al final se concluye que existen el primer motor inmóvil; la primera causa eficiente incausada; el primer ser necesario por sí mismo; el ser que es causa, en todos los entes, de su ser, bondad y las demás perfecciones puras; y el ser supremo inteligente, al cual se ordenan como fin todas las cosas naturales32.

Hay que destacar que todas las vías terminan con una frase que no hay tomarse a beneficio de inventario, como si fuera una mera cláusula de estilo. Esta frase tiene una complejidad añadida que no se puede escamotear. Aquino concluye cada una de las vías con las siguientes palabras: «que todos denominan Dios». Señala, así, un salto gnoseológico entre Dios y el primer motor inmóvil, la primera causa eficiente incausada, el primer ser necesario por sí, la causa del esse y el supremo ordenador. Tomás sabe que Aristóteles llegó al primer motor inmóvil y que, sin embargo, consideró que ese motor era inmanente al mundo. Por eso merece especial consideración la cuarta vía, la más metafísica, por así decir, que incorpora el tema de la participación y la doctrina de las propiedades trascendentales del ser. Con todo, es la quinta vía la que tiene en nuestra época mayor fuerza de convicción, en un horizonte cultural marcado por las ciencias experimentales, especialmente sensibles al tema del orden y de la finalidad. En definitiva: la frase añadida a final de cada vía («que todos denominan Dios») es asunto importante. Algunos han interpretado esa frase como si Aquino hubiese considerado que las vías son sólo razones necesarias; otros, en cambio, como si las vías no fuesen estrictamente demostrativas. Esta última opinión se abrió pasó algunos años después, cuando Juan Duns Escoto descartó las vías físicas o cosmológicas o partir del mundo, para aceptar sólo las vías ontológicas.

De la mayor trascendencia doctrinal es también el estudio que Aquino ofrece acerca de la esencia divina, a la que define como ipsum esse subsistens. En otros términos: Dios es puro ser, pues su esencia es existir. En Él no se distinguen esencia y esse33. La explicación del enunciado es casi inmediata: Dios no tiene causa de su ser, pues no es por otro; por ello, no puede recibir su esse (o existir) y, en consecuencia, esencia y esse no pueden distinguirse34. Sin embargo, no debe confundirse el ipsum esse con el esse commune35: Dios no es el ser en general de la filosofía moderna; no es, por tanto, el ser «abstracto» o meramente concebido, preconizado por algunas filosofías, ni es el ser sustrato común de todo, afirmado por el realismo parmenidiano. Dios trasciende ontológicamente todo lo creado, aunque sea inmanente a todo por la creación, providencia, gobierno y concurso36.

Estos desarrollos doctrinales sobre la esencia divina presuponen el gran descubrimiento tomasiano: la extra-predicamentalidad o extra-categorialidad del esse; es decir, que el esse creado o acto de ser de cada cosa (que ya el joven Aquino denominó «actus essendi») es algo «añadido» a la esencia y constituido a partir de los principios esenciales, aunque no pertenece a la esencia misma de la cosa, ni es accidental37. El subrayado en cursiva es fundamental, porque constituyó, en su momento, una verdadera revolución metafísica, como testifica Siger de Brabante (1240-1280), en sus notas de clase, cuando asistió a los cursos de Aquino en París (Saranyana, vid. Bibliografía).

Al mismo tiempo, estas consideraciones manifiestan que la inteligencia humana puede conocer muchas cosas verdaderas de Dios, pero que la esencia de Dios, en sí misma considerada, escapa a la comprehensión del intelecto humano, pues el ipsum esse (como cualquier esse) no es categorial o predicamental, sino trascendental; no es una esencia, sino algo de otro orden. He aquí el motivo de esa misteriosa afirmación de Aquino, en la cuestión segunda de la Summa theologiæ (I, q. 2, prol.), cuando señala que, respecto a la esencia divina, va a considerar cómo es Dios o, mejor, cómo no es («quomodo sit, vel potius quomodo non sit»). ¡Y eso que santo Tomás no era en absoluto un agnóstico, ni se conformó con la vía negativa o apofáctica del Dionisio!

B) LOS ATRIBUTOS DIVINOS

En el marco de las anteriores consideraciones reviste capital importancia la cuestión de la creación, providencia y gobierno del mundo. Para Aquino, como destaca contundentemente al comienzo de las Cuestiones disputadas sobre la potencia, toda cosa obra según lo que es en acto, porque obrar es comunicarse uno mismo en tanto se está en acto; y puesto que la naturaleza divina es supremamente acto, se comunica supremamente y de todas las maneras posibles38.

Étienne Gilson concede a este tema una extraordinaria importancia (vid. Bibliografía), porque sólo Tomás de Aquino (y nadie antes que él) consiguió conjugar las dos vertientes de la esencia divina que conocemos por fe: que siendo Dios inmóvil, sin embargo actúa. Es, en definitiva, acto puro y por ello inmóvil (en el sentido de que no puede haber en Él accidentalidad alguna, y, por ello, perfeccionamiento); y por ser acto puro de ser también es omnipotente y, por ello, causa de la posible existencia de todo. Así pues, aunque «la potencia divina vaya siempre con su acto, es decir, con su operación (pues la operación es la esencia divina); los efectos, sin embargo, se siguen por imperio o disposición de la voluntad y según el orden de la sabiduría. Por consiguiente, no conviene (no es necesario) que siempre la potencia divina vaya unida a su efecto, como tampoco que las creaturas sean ab æterno»39.

He aquí la inmutabilidad dinámica del acto de ser, lo cual implica una nueva manera de concebir el ser y esto es, precisamente, lo que hace Aquino.

C) DIOS TRINO

Es notable la trinitología de santo Tomás. Estudiada la esencia divina, la unidad y unicidad de Dios y los principales atributos entitativos y operativos de la Divinidad, Aquino estaba en condiciones de abordar el misterio central de nuestra fe, que es la Santísima Trinidad. Su presupuesto de partida fue que no se puede ofrecer una verdadera demostración del misterio trinitario, lo cual no obsta para que su exposición tenga un rigor lógico extraordinario.

En efecto, conocido por revelación que en Dios hay tres Personas, parte de las dos procesiones eternas inmanentes (generación y espiración), reveladas en la Escritura, de las cuales pretende ofrecer alguna comprensión apoyándose en la analogía que existe entre el espíritu humano y Dios. Así, pues, la primera procesión intratrinitaria se ilustra desde la analogía de la generación del verbo mental en la inteligencia creada; y la segunda, a partir de la analogía de la espiración amorosa por parte de la voluntad creada.

Veamos cómo se desarrolla, en sus trazos fundamentales, el argumento tomasiano. Las dos procesiones tienen que ser inmanentes. Hubo quienes consideraron erróneamente que las procesiones divinas eran transeúntes, ad extra, terminando en algo exterior a la divinidad. Así Arrio, por ejemplo, que consideró que la procesión sería como el efecto que procede de la causa (el Hijo sería, de este modo, la primera criatura del Padre); o Sabelio, que interpretó la procesión como la causa que se conoce en el efecto, de modo que una única y misma esencia divina se manifestaría como Padre o como Hijo o como Espíritu Santo. Por el contrario, las procesiones divinas tienen que ser inmanentes, ad intra, permaneciendo el fin o término de la procesión en el mismo agente, es decir, en el seno de la esencia divina. Y buscando analogías en el mundo que está noéticamente a nuestro alcance, concluyó que máximamente se descubre tal inmanencia en la procesión intelectual, o sea, en el entender o conocer40.

El tratado trinitario de santo Tomás resulta de una gran armonía y belleza, no exento de dificultades terminológicas y especulativas; y no ha sido superado por ninguno de los desarrollos trinitológicos posteriores. Su fuente principal es el De Trinitate de san Agustín y, en menor medida, el de Ricardo de San Víctor. Se aprecia, además, cierta evolución en la trinitología tomasiana: entre su comentario a los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo (escrito entre 1252 y 1256) y la Summa contra gentiles (la trinitología fue redactada entre 1261 y 1265), y la posterior Summa theologiæ (cuya primera parte fue escrita entre 1266 y 1268).

En el comentario a las Sentencias y en la Suma contra gentiles, Aquino insiste en que la primera procesión es por «emanación natural». La emanación natural es algo propio de la vida, en este caso, del grado supremo de vida; una «emanación», por tanto, que en Dios es intimísima, inmanente e intelectual (es Dios, pues, que se entiende a sí mismo y está en sí mismo, como lo entendido, es decir, el Verbo, está en el inteligente)41. La segunda procesión es, en cambio, por voluntad. En efecto, lo que se ama está en el entendimiento del amante y también en su voluntad, pero de distinta manera en uno y otra. En la voluntad está como término del movimiento; bien entendido que en Dios no hay paso de potencia a acto, sino sólo acto; luego en Dios hay amor necesariamente42. Así, pues, en esta primera época la influencia del corpus del Pseudo-Areopagita es evidente al exponer la segunda procesión.

En la Summa theologiæ argumenta de distinta manera: por la vía psicológica en ambos casos, comparando las dos procesiones intratrinitarias a las dos procesiones inmanentes del alma humana: la generación intelectual y la espiración amorosa. Esta argumentación, aunque lejos de aclarar el misterio insondable trinitario, resulta más sencilla para los «principiantes», a quienes va dirigida dicha Summa, y es la explicación que ha pasado a la mayoría de los manuales para uso de los estudiantes. La generación del Verbo de Dios se ilustra al considerar la concepción intelectual humana; la espiración del Espíritu divino, al meditar sobre el movimiento de la voluntad hacia el bien concebido por el intelecto.

D) LA CREACIÓN

La actuación ad extra de Dios exige estudiar detenidamente la creación en general y, después, cada uno de los órdenes creados. Al analizar la creación de los ángeles, santo Tomás trata con mucho detalle la complicada cuestión de la naturaleza angélica, entonces tan discutida. Aquino descarta el hilemorfismo universal, es decir, una materia prima semi-formada entendida como substrato metafísico común y universal de todo lo creado. Tanto los ángeles43 como el alma humana44 son absolutamente espirituales, es decir, positivamente espirituales. Esto suponía una revolución, en aquella época, y ello se advierte, en otros opúsculos menores, por su polémica con el agustinismo avicebroniante (cfr., por ejemplo, en su De substantiis separatis). Por consiguiente, cada ángel agota su especie; cada ángel es una esencia individualizada no por la materia, sino por su mismo existir o esse. Pudo llegar a tal tesis por el gran salto metafísico que había dado al intuir la trascendentalidad del esse: es decir, al intuir que el esse no se engloba en ninguna de las diez categorías aristotélicas, porque no es ni substancia, ni accidente.

E) LA MORAL Y LA GRACIA

La parte más extensa de la Summa theologiæ es la teología moral, que abarca la Ia-IIæ y la IIa-IIæ. Fue escrita en París durante su segunda regencia en aquella Universidad (1269-1272), y ofrece una mayor dificultad que la primera parte, redactada mientras se hallaba en la provincia romana de la Orden, encargado de formar a los novicios.

Aquino parte del fin del hombre, que es Dios. El tema de la felicidad está unido a la consecución de tal fin. Al establecer que el fin del hombre es la bienaventuranza eterna, o sea, el disfrute de Dios en el cielo, santo Tomás sale al paso de la gran discusión contemporánea sobre la posibilidad de una felicidad perfecta natural, como pretendían los filósofos o «artistas» de París, al hilo de las discusiones aristotélicas sobre el mismo tema. Sigue después el análisis de los actos propios del hombre (los actos humanos) y los principios (interiores y exteriores) de tales actos. Termina la Ia-IIæ con el tratado sobre la gracia santificante, colocado, así, delante de la cristología, como ya se ha dicho al presentar la estructura de la Summa halensis, que opta por estudiar la gracia santificante después de la cristología45.

La IIa-IIæ está dedicada a las virtudes en particular (qq. 1-170). Después analiza las gracias gratis datæ (profecía, glosolalia, rapto o arrebato místico, arte de hacer milagros, etc.). Finalmente trata los estados de vida, deteniéndose particularmente en la vida religiosa o vida de perfección canónica. Los artículos dedicados a la profesión canónica reflejan las experiencias del propio Aquino, que sufrió primero la oposición familiar a que profesara como religioso dominico, y después asistió a dos grandes embestidas contra las Órdenes mendicantes, coincidiendo en el tiempo con sus dos regencias en la Universidad en París. Aquino tuvo que emplearse a fondo en la defensa de los mendicantes, no sólo en la Summa theologiæ, sino también en algunos opúsculos circunstanciales, como De perfectione spiritualis vitæ y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu.

La teología moral aquiniana es muy equilibrada. Respeta con suma prudencia la distinción entre los órdenes natural y sobrenatural, y la autonomía del primero respecto del segundo, al tiempo que los armoniza46. Todo ello se apoya en una opción filosófica: la distinción real entre el alma y sus potencias. La gracia santificante es la elevación de la esencia del alma; las virtudes teologales elevan, en cambio, las facultades psicológicas naturales, habilitándolas para actuar en el orden sobrenatural. El orden natural se perfecciona por medio de virtudes naturales adquiridas (prudencia, justicia, fortaleza y templanza, con todo su cortejo de virtudes integrales, potenciales y subjetivas). Y, por lo mismo, el orden sobrenatural también se perfecciona por las virtudes morales infusas.

Hay, pues, un doble orden de virtudes morales: las adquiridas (sólo virtudes morales) y las infusas (que son teologales y morales). Esto resulta evidente, según Aquino, porque, a fines distintos (natural o sobrenatural), corresponden virtudes diferentes (adquiridas o infusas), pues la potencia se perfecciona por la virtud; la virtud por su acto; y el acto por su objeto (en consecuencia, a distinto objeto o fin, distinta virtud). Además, si se postula un doble orden de virtudes morales, puede también sostenerse que un pecador, es decir, un hombre sin la gracia santificante pueda ser naturalmente justo, templado o fuerte, aunque no lo sea sobrenaturalmente. Por consiguiente, los no bautizados y los pecadores pueden hacer obras buenas, aunque tales obras no sean meritorias, al menos según nuestro modo de entender las cosas. No hay, pues, actos humanos indiferentes, desde el punto de vista ético o moral.

En tal contexto se plantea un complejo problema: la relación entre las virtudes sobrenaturales o infusas y las virtudes adquiridas o naturales, sobre el que ha vuelto una y otra vez la escolástica. Especialmente importantes a este respecto son las cuestiones disputadas: De virtutibus in communi y De virtutibus cardinalibus.

F) CRISTOLOGÍA Y RAZÓN FORMAL DE LA ENCARNACIÓN

Es una importante novedad, como ya se ha dicho, el lugar asignado a la cristología en la tercera parte de la Summa theologiæ, antes de los sacramentos, pero después de su teología moral (Aquino se apartaba así de la sistemática de la Summa halensis). El hombre, en efecto, no puede sin la gracia santificante encaminarse al cielo; no obstante, Dios podría haber concedido de otra forma tal gracia, que ahora sólo alcanzamos por los méritos sobreabundantes de Cristo. Los tratados acerca del fin y de la gracia santificante deben ubicarse, pues, antes de la cristología. Con todo, esta opción teológica no minusvalora la encarnación del Verbo de Dios, por la que santo Tomás siempre sintió una tierna y filial devoción, como se manifiesta al leer su comentario a los misterios de la vida del Señor, en la tertia pars de la Summa.

Aquino consideró que sólo por la Revelación podemos conocer las cosas que dependen exclusivamente de la voluntad divina; y que en el Nuevo Testamento se lee inequívocamente que Cristo se encarnó para redimirnos. Por consiguiente, el motivo formal de la Encarnación es «propter nostram salutem», o sea, para redimirnos de nuestros pecados. No tuvo ninguna duda, al menos en su madurez, sobre la razón formal de la Encarnación. Aquellas cosas que pertenecen sólo a la voluntad divina y que son totalmente gratuitas, sólo se pueden conocer por las Sagradas Escrituras; es así que las Escrituras nos indican en todos los casos que el Verbo se encarnó por causa del pecado de nuestros primeros padres; luego «es más conveniente decir que la obra de la encarnación estuvo ordenada por Dios al remedio del pecado, de tal modo que, si no hubiese habido pecado, tampoco se habría producido la encarnación»47. Aunque ésta sea la opinión más conveniente, no puede descartarse, sin embargo, que el Verbo divino se hubiese podido encarnar de no haber pecado el hombre, pues la capacidad divina no está limitada en absoluto: «potuisset enim, etiam peccato non existente, Deus incarnari», porque Dios es el Omnipotente.

Su tratado sobre la unión hipostática es completísimo (como antes su trinitología), y es ocasión para desarrollar conceptos filosóficos de altos vuelos, en particular la distinción metafísica entre naturaleza y persona y el análisis de las distintas acepciones que recibe la voz naturaleza48. Son páginas de gran alcance, pensadas al hilo de la definición del Concilio Calcedonense del año 451. Calcedonia, en efecto, había establecido un brillante principio teológico, aplicable no sólo a la cristología, sino a cualquier ámbito en el que haya que distinguir entre el orden natural y el sobrenatural: «debemos confesar que Cristo Señor, el Hijo unigénito, [subsiste] en dos naturalezas, sin cambio, sin confusión, sin división, sin separación»49.

A la cristología sigue la soteriología, en el contexto de un largo estudio sobre los misterios de la vida de Cristo. Son muy interesantes los artículos que dedica al nacimiento virginal de Jesús (in partu) y la aparición, ya glorioso, a los apóstoles clausis ianuis (cerradas las puertas). Afirma que, en ambos casos, el movimiento espacial de Cristo fue milagroso. Después de resucitado, se hizo presente en el cenáculo, cerradas las puertas, no porque la condición gloriosa de su cuerpo le permitiese atravesar paredes, sino por su poder divino. Para Aquino, ningún cuerpo físico (glorioso o no) puede estar con otro al mismo tiempo en el mismo lugar («duo corpora simul esse non possunt). Por consiguiente, si pasa un cuerpo a través de otro, pasa por el poder divino, o sea, milagrosamente, no por tener el glorioso una nueva condición que le permita atravesar los cuerpos físicos densos. Santo Tomás se toma muy en serio la materia segunda, es decir, la materia formada, y es fiel hasta el final al principio de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la supone y la eleva.

Historia de la teología cristiana (750-2000)

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