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CAPÍTULO V



El extraño momento en que la claridad va desapareciendo y mi energía va en aumento es como una sucesión de imágenes que pasan por mi mente, haciéndome olvidar quien soy. Estoy tranquilo, en pijama, ante la máquina de escribir, y de pronto me veo por la calle recorriendo la ciudad vestido de negro y con un abrigo de piel que me llega casi a los tobillos. Nunca recuerdo donde compro ese tipo de ropa, pero me hace confundirme con la noche oscura, apareciendo cuando uno menos lo espera.

La muchacha que se cruzó en mi camino era una diosa del Olimpo. Aquel pelo negro que caía sobre una espalda acabada en una deliciosa curva que hizo que mi corazón se disparara y mi sed volviera. Sus ojos eran dos ópalos azules luminiscentes que me atrajeron como un imán gigantesco.

Aparecí delante de ella por sorpresa, nos separaban tres metros, y fundí mi mirada con la suya. Se asustó y se quedó paralizada, pero cuanto más me acercaba su miedo se iba transformando, en sus ojos comenzó a nacer el deseo, una atracción que la desarmó. Aunque mi mente no quería que ocurriera, mi cuerpo era el fuego del infierno. Un espasmo de placer recorría toda mi esencia y aquellos pinchazos me hicieron abrazarla y besarla lentamente. Su lengua húmeda era como el terciopelo con sabor a melocotón, y los espasmos iban en aumento. Mis manos eran dos plumas suaves que paseaban por su espalda mientras yo mantenía mis ojos cerrados, para evitar mirar su cuello, un cuello que comencé a besar lentamente hasta que el corazón parecía que me iba a estallar. Mis ojos se abrieron de golpe y la separé bruscamente; ella me miró suplicante, implorando que no la dejara, que llegara hasta el final, pero mi miedo entró en escena, miedo por ella, aunque mi corazón seguía galopando. La cogí de la mano y acabamos en un lugar, del cual tenía la llave, aunque no sabía por qué, donde levanté su blusa y rompí el sujetador que tapaba aquellas dulces delicias que quedaron a la vista. Comencé a besarlas mientras le desabroché el pantalón dejando que cayera al suelo. Ella soltó un gemido que me volvió loco, haciendo que rompiera su braguita, la empujara hacia la cama y me perdiera entre sus muslos. No recuerdo a una muchacha que disfrutara tanto como ella en esos momentos, pero lo peor fue cuando levanté la cabeza y sonreí maquiavélicamente, mostrando unos caninos algo más largos y finos de lo normal. Ella me miró, pero no hubo miedo en su cara, sino más deseo. La fui besando y saboreando mientras iba subiendo por su vientre y pecho con la respiración entrecortada por el placer, hasta que comencé de nuevo a besarle el cuello. Estaba cada vez más extasiada, sus jadeos eran acompasados, y yo más frenético. Aquella carita bonita me volvía loco, pero era el cuello donde más se paseaba mi lengua y aterrizaban mis besos, hasta que comencé a poseerla con un vaivén que me hacía oír retumbes lejanos que no eran otra cosa que mi corazón desbocado. Los golpes eran más fuertes y más seguidos hasta que perdí la noción y mis dientes se clavaron en ella; dio un gritito, pero me pidió más y más, pues no quería que acabara; ella quería que aquello fuera eterno, pero coincidió que mi sed de sangre se mitigó a la vez que explotamos de placer los dos, en un salvaje grito orgásmico. Quedó extenuada y satisfecha, comenzó a acariciarme, pero lo único que hice fue levantarme, ponerme el pantalón y decirle que se fuera. Ella no se opuso, como una autómata se vistió y se dirigió hacia la puerta, y antes de salir se volvió.

―Me llamo…

―No ―la corté tajantemente―, nada de nombres. Vete.

Me miró dulcemente.

―¿Cuándo volveré a verte?

No quería ni mirarla. Mi voz sonó grave:

―Vete.

Desapareció de escena. No sé cuánto tiempo estuve mirando el suelo, pensativo, intentando poner en orden unas ideas totalmente inconexas. Me levanté y me dirigí al mueble bar, cogí una botella de whisky, me acerqué a la ventana y di un trago largo y pausado. La noche era despejada y estrellada, en la calle todavía se veía algo de movimiento. Volví a dar un trago al Knockando y lancé la botella encima de la cama. Me puse la camisa y el abrigo y salí de aquel lugar. Todavía era pronto y comenzaba a tener sed. Pensé que si caminaba mucho se me pasaría, pero había demasiadas mujeres pululando en la noche como para que no me tentaran de nuevo.

Cuando salí de la portería a la calle, unos ojos indiscretos me siguieron desde una ventana situada enfrente del piso que acababa de dejar, y desde ahí una sonrisa malévola iluminó por momentos el cristal de la misma.

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