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CAPÍTULO I



Las gotas de lluvia resbalaban por mi frente inundando mis ojos y humedeciendo mis labios. Cada vez apretaba más la gabardina contra mi cuerpo en un vano intento de que este no se mojara, pero, muy en el fondo, no solamente no me importaba sino que lo deseaba, tanto como mi sed, una sed que no quería tener ni reconocer. La noche era cerrada y la luz de los faros de los automóviles hacía que se empequeñecieran mis pupilas, así que cuando vi aquel bar abierto a esas horas de la noche no lo pensé dos veces y me adentré en sus olores acres de carne frita y cerveza caliente. Solamente pedí un café en un acto de olvidar, sabiendo que mi mente y mi cuerpo pedían lo que yo no quería.

Me senté en una mesa y perdí la mirada en una máquina de discos que liberaba una melodía para insulsos…, una música que penetraba en lo más hondo de mi ser, hasta que sin darme cuenta, volví la vista hacia la puerta y la vi entrar; no recuerdo desde cuando no estoy con una mujer y me invadió una ola de deseo que casi me hizo soltar un gemido de desesperación. Pero me contuve, solamente la miraba, sin poder dejar de hacerlo; sus ojos bordeados de un negro como la noche, sus medias de malla que resaltaban sus largas piernas. Pero sobre todo llamó mi atención su tatuaje, hecho en el sitio que menos hubiera querido que me atrajese. En su cuello. Cuanto más lo miraba más se despertaba la sed que quería mitigar. Mi corazón se desbocaba y mi pulso se aceleraba hasta parecer el galope de un caballo desenfrenado. Todo el frío que la lluvia caló en mis huesos se tornó de repente en una oleada de calor que invadió toda mi esencia. Los pensamientos pasaban por mi cabeza muy rápidamente, pero no sabía qué decirle. No quería acercarme a ella, pero tampoco quería que se fuera. Deseé pegarme a su cuerpo y sentir su calor aunque solamente fuera por un momento. Al final decidí que debía desaparecer de allí pensando que si me acercaba a ella nada bueno podía ocurrir. Tomé el café de un sorbo, dejé unas monedas y me dirigí hacia la puerta. Al pasar por su lado no pude evitar hablarle:

―Hola.

Ella me miró con auto suficiencia, pero luego sonrió advirtiendo mi inseguridad.

―Vas a congelarte. Invítame a un café y toma otro conmigo.

No pude negarme. Mi corazón martilleaba sin descanso; mi respiración se entrecortaba y a ella eso pareció agradarle. Pero yo no me encontraba a gusto, algo me decía que huyera, pero mis piernas solamente obedecían a mis ojos que estaban hechizados por su mirada…, y ese tatuaje…, no sé lo que me pasó en ese momento, solamente recuerdo que le dije que viniera conmigo, recuerdo que la pasión me invadió y que se la contagié; evoco continuamente ese tatuaje entre mis labios, entre mis dientes…, y aquel sabor dulzón que nunca olvidaré. El sabor de la sangre. Dios me perdone y el diablo me lleve, desde aquella noche solo vivo por el púrpura elemento de las mujeres que me incitan a la lujuria. No las mato, pero las muerdo y saboreo su dulce néctar, para luego no volverlas a ver, aunque ellas no paren de buscarme. Mi deseo es una maldición. Me llaman muchas cosas, a cual peor, pero ninguna escuece tanto en mi alma como cuando me llaman… DEMONIO.

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