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CAPÍTULO II



Siempre he creído que había una fuerza cósmica para cada cosa. Antiguamente eran llamados dioses por seres politeístas que hacían de la guerra y el sufrimiento su bandera. Y ahora juro blasfemando a esas fuerzas. Mi piel no es blanca sino curtida por el sol, mis ojos no son claros sino dorados, y mi cuerpo no es delgado con una fuerza sobrehumana, sino musculado con una fuerza limitada. Pero mis dientes sí son blancos como la luna, sobresaliendo dos de ellos un poquito por las esquinas, muy afilados. Desde que aparecieron con mi sed de sangre ya no sonrío, no quiero que vean en el monstruo en que me he convertido. Pero mi seriedad es un atractivo para el sexo femenino, y aunque intento alejarme de las mujeres para no herirlas, no puedo evitar sentirme atraído por ellas y dañarlas. Hasta aquella noche. El frío me estaba calando, solamente sentía un calor infernal cuando me cruzaba con alguna muchacha y se revolvía mi parte salvaje, cosa que no ocurría en dos días gracias a los dioses. De pronto mi corazón casi se paraliza con aquella visión. Era hermosa y salvaje, con una frialdad que podía convertir en cenizas el propio infierno. De una mirada penetrante en unos enormes ojos verdes que helaban el alma, mi vil y endiablada alma. Mis músculos no obedecían a mi cerebro, no sentí las ganas de poseerla como ocurría con las otras, mi sed de sangre no apareció como solía ocurrir. Me miró durante unos eternos instantes, inexpresiva; sentí un pavor como no recordaba haber sentido en años. Quise acercarme a ella, pero fue inútil. Me invadió el miedo. Salí corriendo desapareciendo en la noche. Fue cuando me di cuenta de que estaba maldito. Sí, maldito porque me había enamorado de la única mujer a la que creía que no podría poseer. Esa noche clamé al cielo y a los elementos y deseé no volver a verla jamás. Pero el universo no me hizo caso, ya que me tenía reservadas un par de sorpresas. Caí rendido en el asfalto con una última visión de la mujer diablesa que se había apoderado de mi alma.

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