Читать книгу Los habitantes del colegio - Juan Diego Taborda - Страница 10
ОглавлениеEl pasado en las uñas
El profe entró a la papelería y tomó nota. No lloró porque nunca se había relacionado con ella; tampoco fue estudiante suya en ningún momento. Detalló la sangre en el piso, la sudadera del uniforme manchada y la postura del cuerpo de la chica, que él concibió incómoda. Sintió el calor que se acumulaba en el pequeño cuarto y el sudor que bajaba por su espalda. Miró alrededor y notó la poca luz que alcanzaba a entrar; a contra luz, alcanzó a delinear las siluetas de las cabezas de los curiosos, distinguió en medio de ellas la del coordinador, la del rector y la de dos chicos de 8-3. Tomó nota de nuevo: del silencio, de algunos gemidos y de una nariz que sonaron en medio de sollozos. Volvió su mirada hacia el cuerpo de Heilly mientras se sentaba en el banquillo donde los profesores esperaban a que les sacaran las fotocopias. La sangre tocaba el banquillo y también una vitrina llena de lapiceros, papeles de colores y libros piratas. Quiso conocer la historia de la adolescente, porque sus compañeros de clase, cuando la tuvieron en frente, no la supusieron más que como a una muchacha rara que gustaba de ambientes grises, del silencio y de la soledad. Para los profesores la vida de la chica cobraba otros sentidos: era una estudiante promedio que no ponía problemas. Para el profe de Español era una historia por contar, un caso por resolver.
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Heilly tenía una piel blanca perfecta; su cuerpo de mediana estatura desembocaba en un rostro de mejillas rosadas finísimas; sus ojos cafés, profundos como un volcán, sostenían una tristeza que se agudizaba al pasar los años. Sus labios se teñían con el color de la noche y sus ojos con pesadumbre. Sus manos delicadas y siempre cubiertas con guantes gruesos no dieron en el colegio la posibilidad de pensar algo más: tal vez se cubría una quemadura o una cicatriz de cualquier tipo. Pero no, Heilly tenía el poder de atrapar los recuerdos en sus uñas. Nunca quiso pintarlas; eran de un color blanco nublado que resaltaba incluso de lejos; eran como pequeños firmamentos que tomaban color y figura con los recuerdos de quien las veía. Los curiosos que miraban los destellos de las uñas de la muchacha quedaban hipnotizados, como si se perdieran en aquellas extrañas salientes: sus recuerdos se desgajaban hasta pintar por completo una de las uñas de la adolescente.
La uña del meñique de la mano izquierda ahora tenía el retrato de una mujer anciana. En el rostro se sostenían ladeadas unas pequeñas gafas que no alcanzaban a cubrir las ojeras de cansancio por la labor del día. Se delineaban unas arrugas profundas que bajaban desde su frente hasta esconderse en el cuello. De su cabello cano se extendían dos trenzas sobre los hombros hasta los pechos caídos, las cuales alcanzaban a cubrir medianamente las orejas: era el recuerdo escaso que le quedaba a un hombre todavía joven, quien había dejado, por curiosidad, los únicos recuerdos que le quedaban de su madre. Él solo pasaba por el parque Central y no había alcanzado a notar al niño que acababa de rasparse cuando intentaba chutar el balón que, por centímetros, se había corrido y le había causado una desestabilización que lo llevó al piso. El hombre iba apresurado, pero alcanzó a ver con el rabillo del ojo el reflejo en las uñas de la chica; cuando volteó, vio de pleno a la adolescente junto a la fuente. Como por hipnosis, quedó su más valioso recuerdo atrapado.
Heilly tenía la imagen de la piscina del parque Los Tamarindos en la uña de su dedo anular; era el más bello recuerdo de Clarita, una niña abandonada por sus padres que vivía con la tía Nora. Clarita tenía nueve años. En su rostro resaltaban los pómulos cubiertos solo por la piel y los ojos dilatados por el hambre de los últimos días. La tía Nora se había quedado sin trabajo y tuvo que irse para Armenia, pero como no tenía pasajes para ambas, a Clarita le tocó divagar durante días. La chica quería de todo corazón ayudar a Nora; incluso, pensó alguna vez que morirse podría liberar a su tía de la angustia de rebuscarse el sustento para las dos, aunque amaban la compañía que se procuraban: creían que la soledad era insoportable, sobre todo cuando no hay qué comer. Clarita se sentaba en la acera de la escuelita de los Olivares a pensar en cómo sería la vida si todo fuera como el día en que la habían llevado al parque Los Tamarindos. Fue un paseo que nunca más se realizaría porque el rector del colegio que organizaba este tipo de salidas había muerto en un accidente, y el rector nuevo siempre tenía excusas para que los estudiantes nunca salieran de las clases regulares. Clarita fue compañera de Heilly en la escuelita de los Olivares, pero un día no regresó a clase, quedó sin rumbo; tampoco recordó cómo llegar al orfelinato donde dormía.
Toda la familia de Heilly había muerto sin recuerdos: olvidaron incluso quién era ella. Su padre comenzó olvidando el temor a las arañas y la puerta del sótano donde solía golpear a sus hijos y torturar con gritos y manotazos a su esposa. Era un hombre pequeño de estatura y rudo; consideraba que la crianza y el amor se fundaban en los golpes, porque no había otra manera de hacer entender a las personas. Heilly vio muchas veces a su padre sosteniendo una y otra uña presionadas entre las hojas de unas tenazas ensangrentadas. Su madre olvidó por qué sus uñas aparecían arrancadas; Heilly sí lo recordaba. Supuso que su madre, como ella, tenía la triste facultad de atrapar los recuerdos, y que por ello sus abuelos, tíos y otros familiares habían olvidado quiénes eran. Triste recuerdo para Heilly, porque quería olvidar que hasta ahora no podía olvidar. Quería olvidar a David, aquel joven pelirrojo de ojos miel que la amó dos días, hasta el instante en que él quiso besarle la mano y quedó retratado en una uña que reflejó sus recuerdos narcisistas.
Heilly no quería recordar y se miró muchas veces en sus uñas, pero no funcionó. Tal vez esa era la razón por la cual su padre quitaba constantemente las uñas de su esposa, porque sabía que en algún momento sus recuerdos quedarían atrapados. Un día, la adolescente arrancó la uña de su dedo anular, mas supo, cuando esta creció, que con mayor fuerza atrapaba no solo los recuerdos de quienes la veían, sino también todos sus sueños y aspiraciones. No quiso volver a intentarlo porque, en un momento inesperado, Kettys, su mejor amiga, a quien había cuidado durante tres años de no mirar ni siquiera sus manos, vio que el guante de lana que usaba, cuando estaba con ella, se quemó en la parte que cubría la uña de su dedo anular y volteó casi a la fuerza el rostro de Kettys, como un imán que se quedó con la vida completa de la niña y la dejó como un ente, un cuerpo que se movía sin aparente alma.
Las uñas de sus pies tenían el mismo poder: mantenía medias dobles y zapatos luego de que Rigo, su perro labrador, se arrimara a lamerla, olerla tal vez, y cambiara su cariño por un mordisco, porque había olvidado que ella era su dueña, quien lo alimentaba y cuidaba. Tuvieron que sacrificarlo una semana después. Lloró cascadas de tristeza. Aunque supuso que Rigo debía morir para recordar, para vivir. Hubiera querido devolver el tiempo y no caminar por la calle el día en que lo encontró. Hubiera querido devolver el tiempo y no sentir la alegría que sintió con el primer lambetazo que le dio el perro. Hubiera querido devolver el tiempo para no tener que ver las lágrimas de su mascota en el momento en que le ponían la inyección que detendría su corazón.
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No soportó más recordar. Investigó sobre su caso y el de su madre; nada encontró. Sintió angustia y rabia, también miedo. No había información ni en libros ni en internet ni en otra parte. Quiso solucionar su vida, pero era un laberinto para ella. Heilly apareció desangrada en la papelería del colegio: habían amputado todos sus dedos con una guillotina para papel. Primero supusieron que había sido un suicidio, pero luego lo descartaron. El profe escribió en su cuaderno de notas lo que pudo: cómo la sangre había teñido el papel apilado debajo del soporte de la guillotina, cómo la habían encontrado tendida en el piso, cómo se habían agolpado los habitantes del colegio para ver el evento. Nadie en el colegio quisiera recordar lo que pasó aquel día: procuran arrancar el recuerdo de su mente hasta con las uñas.