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Capar clase

Michell estaba sentada en el muro bajo la sombra del palo de guayabas. Tenía su rostro blanco y pecoso algo enojado y pensativo. Su cuerpo de trece años estaba poco desarrollado, pero amaba ver futbol y jugarlo. Tenía los pies en un ángulo de noventa grados, la espalda inclinada hacia adelante y el pecho reposando en los muslos. Entre sus dedos aún sostenía algunos granos de arena del patio que no habían caído por el sudor, mientras su mirada se perdía en algunas hormigas que se enfilaban hacia una guayaba podrida que se había caído del árbol dos días atrás. Michell había escapado de clase muchas veces: cuando su madre la despachaba para el colegio, pero no entraba; cuando se camuflaba entre los estudiantes de otros grupos que salían una o dos horas antes; cuando falsificaba la firma de la mamá porque tenía una supuesta cita médica, en fin... Obras que le habían hecho merecer entre profesores y estudiantes el apodo de “Michell, la Escapista”.

No siempre logró capar clase. Antes, cuando todavía no estaba en séptimo grado, intentó escapar por la puerta de al lado de la biblioteca. Era una puerta metálica, de mucha altura; estaba enmarcada con unos tubos gruesos imposibles de cortar y tenía, en la parte de arriba, unos alambres de púa enrollados para que no se entrara alguien. Fue imposible para Michell capar clase ese día. Terminó por enredarse en los alambres. Tuvieron que llamar a los bomberos: las púas estaban rasgando su piel. Alguna vez intentó escaparse por la salida del parqueadero, pero solo llegó al parqueadero; no tocó siquiera la reja de la salida, porque, como una fiera, Tina, la perra del colegio, se había lanzado sobre ella y la había mordido en una nalga cuando apenas cruzaba gateando debajo del carro del rector. Aquella vez quería irse porque no soportaba las seis horas de clase.

Sentada en aquel muro pensaba en el escape, y no solo por las clases: la selección Colombia jugaba a las cuatro y treinta, y la coordinadora había avisado un mes antes que ningún estudiante saldría en horas de partido. Esta vez, Michell invitó a Julián, a Estiven y a Camilo para que escaparan con ella. No convidó a Luisa porque supuso que no lo lograría, no solo porque le daba mucha dificultad correr, sino porque se ponía nerviosa cuando veía a algún profesor, y era un hecho que, a la hora de escaparse, los patios y corredores estarían llenos de profesores que se turnarían para vigilar. En horas de recreo sería imposible, porque los estudiantes de once se hacían en las escalas y en el muro, al lado del guayabo; precisamente el lugar que había elegido para hacer el gran escape.

La coordinadora sabía, por rumores de pasillo, que para esa fecha, 4 de julio de 2014, se gestaba un escape. Los estudiantes sabían que desde la coordinación se organizarían las medidas correspondientes para que nadie saliera. Tres planes se generaron durante las semanas anteriores al partido: el de la coordinadora, el de los niños de preescolar que se corrió por los pasillos y el que Michell y sus compañeros venían construyendo meses atrás, para una fecha especial, o no, como esta.

Lo que se murmuró por los pasillos fue claro: en la clase de Educación Física, cuando el profe se tomara el tinto acostumbrado, escaparían los cuatro niños: Michell y Julián correrían hasta la poceta, al lado de la oficina de la coordinación de la mañana, y avisarían a los demás cuándo pasar; luego, uno a uno, irían a la tienda, comprarían algo de agua y se dirigirían hacia el muro que da a la puerta metálica por donde antes habían intentado salir. El aparataje preventivo de la coordinadora estaba montado: un profesor por zona del colegio, los vigilantes de salida, y Tina estaría echada junto a la puerta metálica para que ladrara si alguien se acercaba. Lo que no sabían profes y directivos es que la ruta de escape no estaba en los patios, puertas o corredores; no: la ruta de escape estaba, precisamente, debajo de las escalas, junto al árbol de guayabas donde acostumbraba sentarse Michell.

Michell había visto Sueños de fuga, la célebre película norteamericana escrita y dirigida por Frank Darabont, un día sobre las rodillas de su papá, que se durmió cansado por el día de trabajo. El protagonista de la película se había demorado veinticinco años sacando pequeñas rocas de la pared de su celda para tirarlas en los patios, en los tiempos en que se asoleaban.

Los niños detallaron que la pared en la que iban a abrir el hueco estaba en tan mal estado como las demás del colegio. La habían descubierto en una clase en la que el profesor de Educación Física los había llevado al patio de arena que recibía la sombra del palo de guayabas, justo al lado de las escalas donde se sentaban los estudiantes de once en las horas del descanso. En esa clase lo único que hicieron fue abrir huecos y taparlos, pero Camilo y Julián, que habían elegido jugar debajo de las escalas, notaron que el muro que daba a la cancha contigua al colegio se desmoronaba con solo soplarlo. Ni directivos ni docentes ni estudiantes se percataron de aquel lugar, porque Tina lo usó muchas veces como baño y nadie quería tragarse aquel olor nauseabundo. Camilo y Julián, porque estaban en tiempo de exploración, soportaron una primera vez aquel olor; luego, para el plan de escape, consiguieron unos pañuelos que usaron como máscaras cada vez que se metían a trabajar para su futura huida. No podían trabajar a diario: solo en clases de Educación Física, cuando el profesor miraba el avance de las noticias, Camilo, Julián, Estiven o Michell corrían debajo de las escaleras, trabajaban un poco y volvían a salir. Un día, Michell, que había tomado el turno debajo de las escalas, no sintió el timbre para el descanso, y cuando intentó salir vio los pies de los estudiantes que se movían a lado y lado de las escalas; quiso salir, pero sabía que no podía dejar en evidencia el trabajo de tanto tiempo. Sintió hambre. De suerte encontró en el piso una guayaba medio picoteada por un pájaro, y logró comerla sin que alguien lo notara. El escape sería a la segunda hora, diez minutos antes de finalizar la clase de Educación Física, que sumados con los veinte minutos de descanso darían media hora para escapar. La transmisión del partido iniciaba a las cuatro de la tarde; todo estaba listo. Tina, que había estado durmiendo todo el tiempo junto a la puerta metálica, se levantó y se dirigió a hacer lo suyo debajo de las escalas, pero nadie se percató de que no había vuelto a salir.

La coordinadora decidió formar a la segunda hora, no solo para avisar que nadie estaba autorizado para salir a ver el partido, sino también para anunciar que el profe de Educación Física no había ido, cosa que los estudiantes de preescolar sabían, porque desde la primera hora estaban vigilados por la profe de Tecnología.

Después de los anuncios expuestos, los uniformes revisados y las amenazas dichas, volvieron a clase. La profe de Tecnología, que no tenía clase preparada para Educación Física, preguntó qué harían en aquella fecha. Michell, que era despierta y atenta, antes de que otro hablara, dijo: —Al parquecito de arena. —¿Cómo? —preguntó la profe. —Hoy nos toca en el parquecito de arena —apoyó Estiven. Los cuatro chicos se miraron. —No sé —expresó la profe. Casi que al unísono, dijeron los del grupo: —Sí, profe, sí, hoy nos toca allí. La profe, luego de pensar un momento, dijo: —Está bien... ¡Pero se portan bien!

En el patio, en menos de quince minutos, faltaban cuatro niños. Isabella, que los había visto salir, quiso intentarlo sin que sus mismos compañeros lo supieran. Los profes no se dieron cuenta hasta las siete de la noche, cuando la llamada de la mamá de Isabella alertó al rector del colegio. Llamaron a las demás casas: en las de Julián, Estiven, Camilo y Michell anunciaron que los niños habían llegado temprano porque les habían permitido salir a ver el partido. A las siete y treinta de la noche encontraron a Isabella en la cancha, al lado del poste, medio deshidratada de gritar, porque, por su cintura, no había podido pasar el último tramo del túnel. La selección perdió.

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