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El esqueleto del laboratorio

Los chicos de primaria pasaban y se cogían de la mano por el espanto. Los de bachillerato querían pasar abrazados, pero lo evitaban por pena al qué dirán; mirarlo en el laboratorio de ciencias los escandalizaba, horrorizaba; a los niños de preescolar se les daba lo mismo, era como si vieran a alguien familiar y amado. Era un esqueleto, aparecido dos años atrás, que proyectaba una especie de sombra voluminosa no común en los esqueletos de los colegios: tenía pedazos de músculo en los doscientos seis huesos, como si alguien los hubiera raspado con unas tijeras.

Nadie supo ni preguntó cómo ni quién había llevado aquel esqueleto a la institución, pero los profesores de ciencias lo agradecían profundamente, porque nunca habían podido mostrar la manera como estaban conformados, incluso, los huesos del oído. Los profesores lo veían normal, mas los estudiantes de todos los grados, excepto los de preescolar, comenzaron a tener náuseas cuando lo veían, lo que preocupó a los directivos. Decidieron hacer una campaña para mostrar que aquel esqueleto era una obra de arte y no una “abominación”, título que algunos estudiantes le daban.

El profe de artística decidió, entonces, llevar sus grupos al laboratorio de ciencias, no a trabajar con tubos de ensayo ni crisoles, sino a hacer arte a partir del esqueleto. Propuso a los estudiantes que intentaran darle forma, en una pintura, individual y secreta, a los posibles rasgos del esqueleto. Al reunir las obras finales en el salón donde las expusieron, mirando cada uno, por primera vez, la obra del otro, se dieron cuenta de que era un mismo rostro, casi calcado: era el rostro de la profesora de preescolar desaparecida hacía dos años.

Los habitantes del colegio

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