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SAL DE ESTATUAS (Fidel Castro)

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Nunca he estado en Cuba, por desgracia para mí, pero me dicen que allí no hay estatuas de Fidel Castro, aunque sí del Che Guevara, del músico «Bola de Nieve», de Federico Chopin hablando solo, de Ernest Hemingway pidiendo un trago en la barra de un bar, del pobre John Lennon sentado en la banca de un parque, e incluso hay una de un vagabundo, «El Caballero de París».

Pero de Fidel no hay estatuas en Cuba, ni siquiera un busto. ¿Por qué? No sé bien la razón, aunque tengo entendido que esa fue la voluntad del comandante tanto en vida como después, según él por motivos de austeridad y mesura, aunque eso es imposible, y menos en su caso. Un amigo que sabe mucho del tema me dice que es una pura superstición: una trampa para evitar que la posteridad lo baje algún día de su pedestal.

Y no sería raro ni absurdo, pues los tiempos de Fidel Castro –que es como decir el siglo XX– fueron pródigos en estatuas destronadas, muchas de las cuales no alcanzaron ni siquiera a cumplir los años de rigor para que el bronce o el mármol se asentaran en ellas y se ensombrecieran lo suficiente como para que el que pasaba y las veía se sintiera de veras delante de la eternidad.

Eternidad que suele ser un poco larga y tediosa, sin duda, por eso uno de los que mejor la han soportado es don Miguel Antonio Caro, siempre tan sabio, quien la contempla desde su estatua en la Academia Colombiana de la Lengua, sí, pero sentado. Como esa gente que lleva su propia silla plegable mientras hace fila o espera, así ve pasar el tiempo, desde el andén, el más agudo de los gramáticos colombianos. Un crack.

Pero decía que el siglo XX fue rico en estatuas derribadas, y es entendible que Fidel Castro no quisiera ser, ni muerto, el protagonista de esa escena que se repitió tanto y que vimos tantas veces por televisión: una multitud liberada y enfurecida, con toda la razón, jalando con cuerdas y con palos la efigie de algún tirano caído en desgracia: Lenin, Stalin, Saddam Hussein, Gadafi…

En 1810 Napoleón Bonaparte erigió una columna en la Plaza Vendôme de París; era (es) una copia de la del emperador Trajano que está en Roma, pero levantada en este caso para conmemorar la victoria francesa en Austerlitz. En la cima de la columna se puso una estatua en bronce del propio Bonaparte como si fuera un César, con una mano en la espada y la otra sosteniendo el mundo, nada menos y nada más.

En 1814, tras la primera abdicación de Napoleón, el pueblo francés tumbó también la estatua, que fue fundida luego en 1818 y vuelta a hacer y vuelta a poner en 1833, hasta 1871, cuando la Comuna la consideró un símbolo de la barbarie imperial y de nuevo la tiró al piso. ¿Para siempre? No, no todavía: en 1875 se hizo una nueva estatua del emperador, copia de la primera, y allí sigue hasta una próxima ocasión.

No es seria la eternidad, hay que decirlo, y a esta pobre gente la tenemos de arriba para abajo en sus pedestales como si no tuvieran nada más que hacer… Y tal vez no, pero ese no es motivo tampoco para someterla a semejante puerta giratoria. Piensen ustedes en el pobre Américo Vespucio que está en Bogotá, sodomizado cada tanto por hinchas de Millonarios, con el argumento delirante de que es un símbolo del América de Cali (?).

Américo Vespucio, uno de los mayores geógrafos del Renacimiento. Y ahí está, con su mano abierta que sostiene una esfera celeste. A veces se la quitan y le ponen un canasto o una botella de aguardiente; a veces no le dejan nada y parece pidiendo limosna. Max Beerbohm decía que era mejor hacer solo pedestales: imaginarse cada quien las estatuas, qué mejor monumento que ese.

Eso quiere decir la palabra monumento: lo que nos obliga a recordar. Sobre todo cuando no está.

Calamares en su tinta

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