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EL ESPEJO ENTERRADO (Martin Bernal)

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El pasado 9 de junio* murió en Cambridge, en su Inglaterra natal, Martin Bernal. Uno de los mejores académicos de los últimos cuarenta años en el mundo, y de quien diría con gusto y admiración, si no me pareciera tan abominable esa palabra, que era también un gran «intelectual»: un pensador incisivo y de verdad, un escritor curioso e impertinente que estaba siempre dispuesto a remover con sus preguntas y sus libros las piedras en que se suelen recostar muy cómodos los dueños oficiales de la verdad y del saber, pobres.

Bernal nació en Londres en 1937 e hizo una carrera brillante como experto en la historia y la cultura de China, cuya lengua hablaba como si hubiera nacido allá, o aun mejor (sí); también sabía vietnamita y japonés, hebreo, griego, latín y francés. Era hijo de J. D. Bernal, el gran científico y erudito, y de Margaret Gardiner, la artista e hija rebelde del egiptólogo Alan Gardiner, que una vez puso sobre su mesa de noche la gramática de los jeroglíficos y le dijo a su nieto Martin: «Prohibido tocarla». Desde entonces no la pudo soltar.

Pero lo mejor de la obra de Martin Bernal fue el libro descomunal y polémico por el que muchos lo conocimos y aprendimos a admirarlo y a quererlo, Atenea negra: tres tomos alucinógenos de un alegato en contra de la idea tradicional (ninguna lo es; ese fue el debate luego) que todos tenemos en Occidente sobre la Grecia clásica y su influencia en nuestra vida diaria y nuestra cultura, aquí y ahora. Había que raspar en las piedras para encontrar la verdad, decía él.

De alguna manera, Bernal hizo con los estudios clásicos (sobre todo con su desarrollo y evolución en la Europa del siglo XVIII y el siglo XIX) lo que Edward Said quiso hacer con los «estudios orientales». Es decir: mostrar la manera en que el conocimiento científico y académico es también, o puede llegar a serlo, un instrumento ideológico y de dominación, una construcción sesgada que muchas veces refleja más los intereses y los prejuicios de quien la construye, que la realidad del objeto que ese conocimiento busca definir.

No voy a rescatar aquí, no hay tiempo, la controversia sobre Said y el orientalismo, y apenas menciono la sabia reseña y refutación que le hizo Robert Irwin. Pero en el caso de Martin Bernal y su Atenea negra el escándalo fue inmediato, porque muchos clasicistas saltaron indignados a corregirle los errores y a defender su oficio, no faltaba más. Lo que él decía era que la filología del siglo XVIII había manipulado la complejidad de la cultura helénica, construyendo un «modelo ario» de Grecia que negaba sus influencias semíticas o egipcias. Lo que ellos decían era que no, que estaba equivocado.

Fue una disputa política complicadísima, como se ve, que nunca se resolvió; hasta el sol de hoy. Pero más allá de su tecnicismo, se refiere a algo de verdad importante: la influencia que ejerce sobre nosotros, todos los días, la cultura griega antigua; y la manera en que los occidentales hemos ido descubriendo en nuestra historia, e inventando y usando y explotando, las palabras de esa cultura. Grecia es el mayor de los mitos griegos y a él volvemos siempre que queremos adjudicarles a las cosas un origen noble, desde la democracia hasta la superstición, desde la economía hasta el azar.

Somos occidentales, esa extraña manera de seguir siendo griegos. Esa fue la mejor enseñanza del gran Martin Bernal: que cada quien tiene la Grecia que se merece; que ellos fueron nuestro invento y nosotros el suyo. Que Grecia es un espejo ladino que no miente –el mar, el mar–, ni da lo que no somos ni tenemos.

Dondequiera que esté ahora Martin Bernal estará removiendo una piedra. Hablando en chino con Homero. Brindo por ellos, por los griegos.

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