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UN TEMA PARA ESCRIBIR

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Dicen que fue John Hill, un farmaceuta y botánico inglés del siglo XVIII, el primer columnista en serio de la historia. La suya se llamaba «El Inspector» y empezó a publicarse a diario, desde marzo de 1752, en el London Daily Advertiser, un periódico muy famoso de la época. Algunas de esas columnas se consiguen hoy por internet y son una delicia, escritas al calor de lo que iba pasando todos los días en esa Inglaterra de la Ilustración que es quizás el momento más sabio de la historia, o al menos el momento en que más sabios se han juntado en un mismo sitio y tiempo, allí y entonces, para dialogar y discutir y saciar sin éxito y con encanto su curiosidad inagotable. Esto además en un bar o una taberna o un «pub»: un espacio público enriquecido por la erudición y la chismografía; un lugar festivo en el que la filosofía, los viajes, la economía, la política, la historia, la literatura y la vida fueron un pretexto inmejorable para emborracharse y conversar. Ese es, de hecho, uno de los grandes géneros literarios de la Ilustración europea, la conversación. Y allí, en el arte abrasador del diálogo, floreció la Modernidad. Basta hacer una enumeración incompleta de los contertulios de aquel tiempo: desde el Doctor Johnson –el mejor– hasta su amanuense y escudero James Boswell, quien también escribió una de las primeras columnas de la historia llamada «El Hipocondriaco»; desde el historiador Edward Gibbon hasta el pintor Joshua Reynolds; desde el italiano Giuseppe Baretti hasta el irlandés Edmund Burke o el escocés Adam Smith. Y la lista podría seguir y exceder este libro: Tobias Smollett, el médico y novelista, que vino a Cartagena con el almirante Vernon en 1741, todo un Hay Festival; el científico Joseph Priestley, inventor de la gaseosa, fundador entre otros de una hermandad científica y secreta llamada «La Sociedad Lunar»; el naturalista Joseph Banks, el naturalista del Capitán Cook, más loco que una cabra. En fin: nunca antes, y tal vez nunca después, tanta gente tan inteligente se había dado cita en un mismo tiempo y un mismo espacio.

Y eso es lo que se ve en las columnas de John Hill: una voracidad de hablar a un tiempo sobre todo y sobre nada, sobre lo que sea; una pasión desmedida por el mundo y sus misterios y sorpresas y delirios y absurdos, sus magias y encantos. Claro, él escribía una columna diaria: ¡una columna todos los días, qué agotamiento! Como en su momento lo hicieron, aquí en Colombia, maestros del género como Calibán o Juan Lozano y Lozano o Germán Arciniegas o Daniel Samper Pizano o Germán Vargas Cantillo, en las toldas liberales, o Gregorio Espinosa en las toldas conservadoras. Aunque más valiente era Lucas Caballero Calderón, el grande, que escribía a veces dos columnas al día, una para El Espectador y otra para El Tiempo con el seudónimo de «Klim» que luego sería tan famoso. Hasta que Luis Cano le dijo: «Carajo: allá en el periódico de los Santos hay un tipo que te está imitando. Pero no te preocupes: tú eres mucho mejor».

En el caso de John Hill, como para volver a la Inglaterra del siglo XVIII, él escribía sobre lo que fuera: sobre fantasmas, sobre cocina, sobre el comercio en las Indias, sobre la poesía de Ovidio, sobre las novelas de sus contemporáneos, sobre cómo llevar con dignidad la bolsa del mercado. Y lo hacía tan bien que muy pronto acabó inmiscuido en un episodio histórico que se llama «la guerra de los periódicos» y en el que todos sus contemporáneos, columna va y columna viene, trasladaron al ámbito de la prensa las discusiones de los cafés, y se batieron a muerte en una verdadera justa dialéctica. Allí partieron armas hasta el novelista Henry Fielding y el actor David Garrick, el famoso «yo soy Garrick» de la leyenda.

El surgimiento de las columnas de opinión como un género periodístico, y a veces también como un género literario, basta leer cualquiera de García Márquez, tiene que ver pues con el surgimiento de la consciencia pública en la Modernidad. El espíritu del debate, la discusión, la curiosidad. Y tiene que ver sobre todo con la reivindicación, en el espacio abierto y polémico de la Ilustración, del autor como un individuo cuya voz es inconfundible, de eso se trata. Las columnas se incrustan en un periodismo informativo y comercial como el del siglo XVIII, y muy pronto se vuelven el espacio natural para que en ellas se ventilen temas de todo tipo, en especial temas literarios y políticos. Pero lo que los lectores quieren es confrontarse con esa voz que está allí, dialogar con ella ya sea para refutarla o celebrarla, para odiarla o adorarla. Da igual: lo importante es que uno sepa muy bien que detrás de esas ideas o esos caprichos, ese universo, lo que hay es eso: una concepción del mundo, una forma muy particular de ver las cosas. Y eso no tiene nada que ver con la coherencia, un rasgo que tantos consideran la gran virtud y que para mí es un defecto terrible, el sello inequívoco de los idiotas. De hecho nada hay más aburrido (y es mi opinión, pero para eso estamos) que saber de antemano lo que va a decir y a pensar siempre alguien, conocer por defecto cualquiera de sus reacciones y opiniones frente a todo. Al final lo interesante, al menos en las columnas, no es tanto el qué como el cómo: la misteriosa forma en que se expresa esa voz que tanto nos gusta o nos repele, que nos seduce o nos enfurece pero que nunca nos deja indiferentes.

Eso es lo que yo, como lector, busco siempre en una columna de opinión, y lo soy casi desde niño. No sé por qué, pero desde que empecé a leer periódicos, hace muchísimos años, lo que más me interesó desde el principio fue la llamada «página editorial»: las columnas. Así descubrí a Enrique Santos Calderón, a Antonio Caballero, a Daniel Samper Pizano y a muchos otros maestros de un oficio tan extraño que consiste en creer que uno tiene algo que decir, y lo dice. Pero repito: al final lo importante no es tanto lo que se dice sino cómo se dice, cuál es el estilo que hay allí. Sé que hay quienes leen columnas (o incluso las escriben) para informarse, para tener una opinión calificada sobre el precio del café, por ejemplo, o las últimas decisiones de la Corte Constitucional. Y eso está muy bien, cada quien es cada quien. También está muy bien esa nueva modalidad, o no tan nueva, se remonta al siglo XIX, de usar la opinión como un espacio investigativo y de denuncias. Insisto: nada importa, el género de las columnas no tiene casi reglas, más allá de las que impone la ley. Y además ofrece el gran encanto de la variedad, leer lo que a uno se le dé la gana y por las razones que sea. Y si uno no quiere leer eso, pues no lo hace. Es así de fácil. Más en un mundo como el de hoy, marcado por la superabundancia de opiniones y reflexiones de todo tipo, a diario, a cada instante, cada segundo. En un mar cada vez más nutrido y tormentoso, cada vez más inundado, ¿qué sentido tiene opinar en un periódico? ¿Para qué escribir columnas, para qué llover sobre mojado?

No puedo dar una respuesta colectiva, ni mucho menos, a una pregunta así. Faltaba más. Y cada columnista la responderá a su manera, y la responde además con cada texto que escribe y que publica. En mi caso hay primero una razón literaria, y es que aunque soy escritor, o se supone, eso trato, no tengo la disciplina ni el oficio para sentarme todos los días a escribir una «obra», o lo que se suele llamar así aunque parezca tan pretensioso. Sé que hay colegas que sí tienen esa facilidad, y los envidio y los admiro. Yo no: yo escribo cuando quiero y cuando puedo, y la columna es un espacio que me permite de alguna manera «ejercitar» el músculo de la escritura, calentarlo todas las semanas. Esa es la razón también por la que la escribo como la escribo, una razón fundamental para mí, y es la de la exploración casi diaria de algún tema que me emocione o me conmueva o me interese. Puede ser un libro o un viejo episodio de la historia o un personaje o una noticia extraña o un rasgo inesperado o cómico o absurdo del mundo o mi país, cualquier cosa que llame mi atención se me vuelve un objeto literario: un tema para escribir. Quizás por eso también casi nunca me ocupo, en mi columna, de la actualidad política ni de la coyuntura, aunque respeto mucho y leo a quienes sí lo hacen con rigor y con seriedad, con gracia, con pasión, con desmesura, con ensañamiento y abnegación. Yo decidí desde el principio, si se me permite aquí esta confesión, pero si no es aquí dónde, si no es Barco quién, yo decidí que si iba a escribir una columna tenía que ser sobre temas que me hicieran feliz, que me gustaran mucho. Además con la tranquilidad y la dicha de saber que nadie está esperando que yo me pronuncie sobre nada, mucho menos sobre las grandes discusiones políticas de cada semana. Y como eso ya lo hacen muchos otros que lo hacen tan bien, escogí mejor el camino ecléctico de la curiosidad y el entusiasmo: usar el privilegio de escribir cada semana en El Tiempo, privilegio que me honra mucho, para rescatar nostalgias y viejas hogueras, para atizar las brasas de otros temas y otras cosas. Con la consigna, además, de no lastimar nunca a nadie. Tratar de hacerlo, en un país en el que el envilecimiento y la infamia son tantas veces un método tan eficaz para hacerse célebre.

Estas columnas que aquí se publican resumen eso, mi visión del mundo. Eso quise que fueran, al escribirlas, y ahora que las vuelvo a leer, o que las leo por primera vez, en este libro, así las siento. En ellas hay también un homenaje permanente a mis maestros: a Aulo Gelio o Thomas Browne o Montaigne o Francisco de Cascales o Jerónimo Feijoo o Max Beerbohm o Mary Beard, autores capaces de escribir sobre todo y nada a la vez, sobre los que se les dé la gana. Pienso también en Umberto Eco, en Ortega y Gasset, en Mariano José de Larra, en Karl Krauss, en Kurt Tucholsky: autores que hicieron del «columnismo» una parte esencial de su vida y su trabajo, de su obra. Yo no oso en compararme con ellos, claro que no, pero sí los invoco cada miércoles en la mañana cuando abro el computador y me siento a escribir esta «Ínsula de Barataria» que el lector tiene entre sus manos ahora en forma de libro, la mejor forma que hay. Lo digo y me emociono porque cada semana es una nueva sorpresa, una nueva incertidumbre, un nuevo descubrimiento.

¿Por qué le puse ese nombre a la columna desde el primer día, la «Ínsula de Barataria»? No lo sé. Solo recuerdo que se me ocurrió eso: bautizar cada una de mis salidas semanales con el nombre de la isla en la que gobernó Sancho Panza. ¿Y por qué calamares en su tinta? Tampoco lo sé. Quizás porque estos textos están hechos de su propia sustancia, están pensados como un modesto juego literario. Ojalá.

Empecé a ser columnista en El Tiempo hace diez años ya, desde noviembre u octubre del 2009. Le agradezco mucho a Mauricio Vargas, que fue quien me trajo, y sobre todo a Roberto Pombo, quien me ha dado esta oportunidad única de escribir sobre lo que se me dé la gana todas las semanas. También les debo un agradecimiento especial a Ricardo Ávila, Federico Arango, Luis Noé Ochoa y Carlos Bonilla, el admirable equipo de las páginas editoriales y de opinión del periódico; ellos, y los correctores de estilo, mejoran siempre los textos y nos salvan a los columnistas de quién sabe cuántos disparates al día. A mi esposa, María Virginia Turbay, que es la primera lectora de la columna los miércoles en la tarde antes de mandarla. A mis amigos y colegas Ricardo Silva Romero y Daniel Samper Ospina, que tanto me ayudan cuando se enreda la pita o se pierde la inspiración. Y a mi editor y amigo Leonardo Archila, siempre tan paciente y minucioso y refinado en su trabajo, sin cuyo entusiasmo este libro no existiría. Por supuesto a los lectores por su generosidad, de verdad mil gracias.

Y los dejo, porque hoy es miércoles en la mañana y me tengo que ir a escribir una columna.

EL AUTOR

Calamares en su tinta

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