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ELOGIO DEL IDIOTA (James Boswell)

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La literatura y el pensamiento están llenos de parejas célebres y heroicas: don Quijote y Sancho, quizás la mejor; Dante y Virgilio, aunque en realidad allí lo que había era un trío, con Beatrice; Goethe y Eckermann, Borges y Bioy Casares, Garzón y Collazos, Ortega y Gasset: como si el mundo tuviera sentido solo de dos en dos, como si la vida compartida así fuera más llevadera y feliz. Y es probable que sí.

Pero de esas parejas literarias hay una que ha ido cambiando a través de la historia aunque acaso ya no le importe a nadie y pocos la recuerden o la frecuenten o sepan de ella; una cuyos dos miembros principales (porque eran pareja pero también extensa comunidad: un imán del que muchos se fueron pegando; un mundo entero, un refugio y un bar) se han ido trasladando, como planetas que se mueven por el sistema solar.

Me refiero a la pareja del doctor Samuel Johnson y su amigo James Boswell: un genio el primero, quizás el hombre más inteligente de su siglo, el siglo XVIII, quizás el siglo más inteligente de la historia; un idiota el segundo: un hombre elemental y disoluto y bohemio, ingenuo, vividor, festivo y enamorado y banal: un amigo de sus amigos –el mejor–, un zoquete consciente de serlo y agradecido por vivir rodeado de sabios y luminarias.

De hecho, eso es lo que más sorprende y emociona hoy de los libros de Boswell, el buen señor Boswell: que por ellos pasa todo el mundo, la gente más importante y brillante de su época. Desde Adam Smith hasta el actor Garrick, desde el naturalista Joseph Banks o el historiador Edward Gibbon hasta Voltaire y Rousseau. De todos fue amigo o conocido, a todos los vio y los hizo hablar. Como un Forrest Gump del Siglo de las Luces.

Siempre se las arreglaba para estar en el momento justo, siempre. Como cuando fue a visitar al filósofo empirista David Hume, quien por casualidad se estaba muriendo ese día. Se le acercó entonces al lecho de muerte, Boswell, y le preguntó si no se arrepentía, si no era mejor creer en Dios para encontrarse en el cielo con los amigos que se le habían adelantado. Le respondió Hume: «Ellos tampoco creían en Dios, no van a estar allá».

Pero su gran adoración y admiración sí era Johnson, el doctor Johnson: lo seguía a todas partes, viajaba con él, anotaba por las noches, en un diario, todas sus frases y sus consejos y lo que les hubiera pasado durante el día. Lo oía con reverencia y devoción, cual si fuera un Dios, y no toleraba que nadie en su presencia hablara mal de él, jamás. Y si alguien lo hacía, se levantaba como un caballero y le daba un feroz bastonazo.

Lo curioso es que Johnson, cuya obra maestra fue la lengua inglesa, de la que escribió un diccionario, su libro más famoso, lo curioso es que Johnson despreciaba a Boswell y lo reprendía todo el tiempo. O más que despreciarlo, lo trataba con resignación y condescendencia: una estatua que le habla desde su pedestal a un pobre mortal que la adora deslumbrado, ciego de amor.

Y sin embargo, con los años y los siglos –ahí está el detalle–, ese mundo tan brillante y genial es comprensible y tolerable solo en la mirada de Boswell. Gracias a ella lo conocemos mejor, lo disfrutamos de verdad, lo recordamos siquiera. Es en su relato donde esas mentes privilegiadas encontraron la eternidad y la salvación; de no ser por él, en muchos casos, nadie se acordaría de quién era quién allí.

Boswell, además, resultó ser el mejor escritor de su tiempo: el más talentoso para retratar el alma de la gente; el más sutil, el más divertido, el más profundo. Sin pretensiones ni arrogancia, sin creerse nada y sin buscar la gloria.

Un hermoso ejemplo y sobre todo una advertencia. Para que nunca menospreciemos a nadie: ahí bien puede estar el genio que nos salve.

Calamares en su tinta

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