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PREDECIR EL PASADO (Eric Hobsbawm)

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Eric Hobsbawm, que acaba de morir en Londres a los 95 años*, fue sin duda uno de los mejores historiadores de nuestro tiempo. Lo fue en los dos sentidos de la expresión, tan ambigua: como uno de los mejores y más lúcidos historiadores nacidos en nuestro tiempo –«nuestro» es un decir, pero esa es también la gran enseñanza de la historia: que todos los tiempos son nuestros, que todos viven en nosotros–, y como uno de sus mejores y más agudos intérpretes.

Yo lo vi sólo una vez en mi vida, el año pasado en Hay-on-Wye durante el Hay Festival de Gales. Allí habló con Tristram Hunt de lo que significaba ser marxista, de lo que significaba la esperanza para un hombre de 94 años. Dijo entonces que sólo los viejos pueden darse ese lujo, el de la esperanza, porque los jóvenes saben demasiado y son muy serios, y son muy jóvenes. Luego lo vi asistir a todas las charlas del festival –todas–, cargado en andas como en una procesión. Enfermo, sabio, curioso y feliz.

Y ahora que Hobsbawm ha muerto y ha dejado de ser un sobreviviente, un testigo; ahora que su vida ya le pertenece sólo al tiempo cumplido, el tiempo que él mismo quiso comprender y asir con sus palabras, que hoy son historia en los dos sentidos de la expresión, tan ambigua. Ahora todo el mundo ha hecho el merecido elogio del maestro. En el Guardian, en el Times, en Le Monde, en Arcadia. Por su lealtad a sus ideas, por el rigor de sus métodos, por la riqueza de sus temas y sus reflexiones, por su amor al jazz.

Y ya que todo el mundo ha dicho eso y más, con tanta justicia, yo quiero celebrar aquí un aspecto fundamental de la obra de Hobsbawm que muchos científicos sociales considerarán algo menor e intrascendente, prescindible, vano: su estilo, su manera de escribir. Porque, más allá de sus ideas, de sus intuiciones –algunas fallidas: en 1963 dijo que en veinte años nadie iba a saber quiénes eran los Beatles–, de su apuesta teórica y política, Hobsbawm fue un gran escritor, un gran narrador.

Y la historia es una ciencia social, claro, o una «disciplina» como dicen ahora: un conjunto de métodos y de debates, un lenguaje, unas teorías, unas posturas filosóficas, unos problemas, unas preguntas, incluso unas respuestas que siempre se agotan. Pero la historia es también un relato –muchísimos relatos– y en esa medida, como lo sabían los antiguos sin el menor complejo, comparte su suerte con la literatura. Por eso el estilo de los historiadores no es sólo una cuestión estética; es también una cuestión científica, de método.

Recrear e inquirir el pasado, convocarlo de nuevo al presente que es lo que hace el historiador para sembrar de dudas y de conjeturas su propio tiempo, su vida y la de sus contemporáneos –contemporáneos del tiempo, luego recuerdos–, es una labor adivinatoria en cuyo éxito influyen por igual las fuentes y las metáforas. El rigor, los documentos, la imaginación, la ciencia, la nostalgia. Inventar también quiere decir descubrir.

Cuenta la historia (la historia es un acto de fe) que Walter Raleigh decidió escribir una «Historia Universal desde los asirios hasta mis días», mientras pasaba largos meses de prisión en la torre de Londres. Una noche oyó un ruido aterrador bajo su celda; no pudo dormir. Al otro día preguntó que qué había pasado, nadie fue capaz de contestarle, nadie sabía. Puso en su diario: «Hasta hoy llega mi proyecto de hacer esa Historia Universal. ¡Si no puedo saber qué pasó anoche bajo mi celda, qué voy a poder saber cómo eran los asirios hace miles de años!».

Eso dijo Hobsbawm cuando le pregunté, en una cafetería del Hay, por los Beatles: «Me alegra haberme equivocado. Predecir el futuro es tan difícil como predecir el pasado».

Calamares en su tinta

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