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SE LO COMIÓ (El corazón de Guillem de Cabestany)

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Ando de viaje por las carreteras de Colombia, de Bogotá a la tierra caliente. El paraíso: los quesillos, las achiras, los helados derretidos en los peajes, los cambios de vegetación y de clima cada diez minutos, los trancones apocalípticos en La Línea, los mecánicos espontáneos y truculentos del camino. Los buses sin freno que siempre llevan en el dorso la cínica pregunta, «¿Cómo conduzco?», respondida de manera magistral por mi gran amigo Alfonso Noguera Arias: «No me lo explico».

El 20 de diciembre, a las tres de la tarde, paré a almorzar en un sitio entre Armenia y Cali, yendo por La Tebaida, como para empezar a meterle a esto, ya, el tema de lo clásico. Un típico restaurante de carretera, perfecto: la parrilla al aire, empedrado, perros rondando cada mesa y cada plato. Humo y palmeras. Y la mejor gaseosa del mundo (ni lo voy a discutir) que es un privilegio histórico de quienes nacimos en algún lugar del Gran Cauca: la Popular, solo comprable a la Kola Sol.

Y claro, un equipo de sonido ni el berraco; más caro que todo el restaurante. Yo esperaba que estuviera sonando allí algo digno, música de balneario, Sergio Vargas, Rey o Maelo Ruiz, el erudito Willie González. Pues no: sonaba una canción absurda de Ainhoa, una española, con un verso que no me he podido borrar de la cabeza desde entonces, al punto de que aquí lo escribo: «Tiré la llave al río y luego me comí tu corazón».

No, no estoy bajo los efectos del licor; ya quisiera. Es solo que siempre me ha intrigado descubrir en la cultura popular ecos inconscientes de los temas de la literatura clásica. Que entre otras cosas no era sino eso, a su vez: la evocación y el entretejimiento de temas antiguos y sabidos (tópicos, lugares comunes), que hacían posibles las historias y que se remontaban en el tiempo hasta lo más lejano, a la esencia de las cosas y las criaturas. Por eso toda cultura, en el fondo, es popular.

Lo oye uno en los vallenatos de antes –los mejores, los que canta con aire de jazz el gran Chabuco Martínez, el mejor–, que recogen sin aspavientos tradiciones narrativas indias, y persas, y árabes; cosas que salen de Las mil y una noches, de El collar de la paloma. O en el blues del Misisipi, cuando los esclavos cantaban, sin saberlo, historias de Homero y de Ovidio. El cruce de caminos.

El verso ese de Ainhoa se quedó conmigo quizás por esa razón depravada: porque es la leyenda medieval del corazón comido, de origen indio y que la literatura romana (otra vez Ovidio, tan grande y tan triste) explotó con malicia y elegancia. Una leyenda visitada por Stendhal y el Marqués de Sade, por Mujica Láinez y por Shakespeare. Siempre igual: el corazón como alimento del amor prohibido; el corazón, el amor como castigo.

Pero fue en la Edad Media cuando mejor se contó esa historia, y no debería sorprendernos: de ella hablaron Dante, Petrarca, Boccaccio. Y Jakemes, el autor de una novela deliciosa: El libro del castellano de Coucy. Su verdadero protagonista fue el trovador Guillem de Cabestany, quien se enamoró de la mujer de su señor. Ella le dijo, con una sonrisa, que no, que volviera mañana. Que no era fácil. Y el caballero volvió hasta que le dijeron que sí.

Cuando el marido lo supo, le quitó el corazón al amante de su esposa, lo puso a hervir con azafrán, y luego se lo dio a comer a ella en un banquete. Solo al final le dijo la verdad; la dama saltó por el balcón. Decía en una canción de amor cortés el pobre Guillem de Cabestany, antes de que se lo comieran, su corazón: «Que el mal me es un placer sutil, y el poco bien, dulce alimento…».

Por si aún queda alguien leyendo esto, le deseo un feliz año. Un corazón y un amor y un balcón.

Calamares en su tinta

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