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Extramuros

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Apenas se deja el cementerio católico, y se sigue el callejón de Recoleta abajo, por donde se va a Conchalí, ha ido creciendo el barrio más allá de la muerte. Por el lado del cementerio, del cual asoman las rechonchas estatuas de hombres graves, desenrollando pergaminos, o de ángeles rollizos entre los cipreses, nidos de presagios y guairaos, canturrean las sartenes su fritanga irremediable de los barrios pobres. Mujeres gruesas y despeinadas soplan las brasas, las mejillas sollamadas, y muestran la sierra gorda de sus senos pulposos. En la misma esquina, está el almacén «El hombre feliz» donde beben su «litriao pa pasar la grasa de los muertos» los trabajadores del cementerio católico o los hombres hirsutos que suda la fábrica de calzado Ilharreborde, puesta detrás de los álamos que bordean el canal, cuyas aguas se tornan de sangre con los ácidos de la curtiembre.

Los huasos de Conchalí guían sus carretas, al anochecer, hacia la Vega. O las pipas de sus rubios mostos otoñales al depósito central.

Sin embargo, la gran fiesta del barrio es el Día de Todos los Santos. Las viejas, los muchachos, los hombres, se ocupan en los cementerios:

–¡Escalera! ¡Escaleeeraa! ¡Agüita pa las flores! –gritan los hombres, los chiquillos, las mujeres, haciendo sonar sus tarros y tropezándose en sus remendadas escaleras. Pero las viejas prefieren beber sus mates a la vera de sus muertos.

En los días ordinarios, los muchachos que estudian en el liceo rumian sus lecciones en el cementerio. Y también zurcen el paño de la vida sobre la propia tumba de los muertos. Es un lugar riguroso de amor.

Eulogio se asombró un día de ver que sus calzoncillos se habían llenado de tal modo de parches, que parecía que el tocuyo primitivo parchaba a sus calzoncillos. Y sus calzoncillos eran siempre sus mismos calzoncillos, cosa que no puede explicarse por la lógica, sino por la dialéctica. Y el camino baja, y todo es una hondonada. Un pequeño rincón. Nada más.

Narrativa completa. Juan Godoy

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