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III

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Edmundo quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. ¿Sus compañeros? No le era extraño –nada le era extraño– que le despreciaban; pero, al menos, le dejaban su libertad de atormentarse. Edmundo no era un peligro para aquellas ambiciones. Él conocía la angustia dolorosa del ambiente. Cada cual se echaba encima un fardo más pesado para demostrar sus fuerzas. ¿Sería él un mediocre? Ninguno de sus compañeros era un mediocre. «Tal vez sean un poquito poseur; pero es así que el poseur es un creído; luego, tienen acaso un poquito helado el espíritu, y, por consiguiente, son quizá un poquito ridículos». Siempre los mediocres se hacen representativos de todas las esferas de la cultura en la confusión de los conceptos. Le consolaba a Edmundo siquiera el pensarlo. Sin embargo, cuidaba su propia vida como si hubiera de dar a luz algo muy bello y profundo, criándose dentro de su alma, que los otros hombres no lograrían jamás. Y no se le alcanzaba cómo algunos muchachos arrostraban hasta el peligro de muerte por alguna idea que no estaría clara ni en sus propios cerebros.

–Hay una carencia completa de valores universitarios –le había dicho en cierta ocasión Alfredo Vinales, un joven de frente redonda y untuosa, de rasgos muy araucanos, a lo cual Edmundo repuso con firmeza.

–Sí; no hay valores reales; pero… hay muchos valores emergentes.

¿Sería él uno de esos valores? Nunca estuvo más torpe la intuición de las masas estudiantiles.

Quería saber su verdad, comprenderla a toda costa. Todas las cosas las estaba realizando allá en el futuro, y los días, los meses, los años, se sucedían implacables como el fluir de su propia vida. Y nada había realizado aún. ¿Sería un vago temor de comprenderse, de fracasar lo logrado en el ensueño?

Un pardo terroncito alado chilló desde el cielo a las sombras rebullidas que bostezaban sus brumas blancuzcas hacia los cerros. Cayéndose del aire, el tiuque zahareño rebotaba volando sobre un maizal. Al fondo, destacábase la ola muerta de la cordillera, de un color gris pizarra. Un álamo solitario se incendiaba en la tarde.

* *

El hombre se esforzaba en alcanzar a Edmundo, rudamente lo sacó de sus cavilaciones.

–¡Oiga, patrón! –lo abordó Ñico, mozo de anchas espaldas y poderosos hombros, con risa extraña, que mostraba una dentadura blanca y dura, hasta las muelas–. ¡Ud. primero!

–¡Vaya! ¿por qué? –sorprendióse Edmundo, saliendo de sí mismo. Y Ñico, aquel mozo carretonero, capaz de reventar a un hombre con un dedo, le hizo una mueca para que mirase. Carretones areneros boca arriba; las bestias las habían llevado ya a Lo Aránguiz. Los aperos se agrupaban sobre caballetes de roble bajo un galpón techado de totora, y una humareda de bosta de caballo ardida ennegrecía los corrales, ahuyentaba nubes de zancudos que venían de las vegas, de las viñas, del maizal. Sobre la paja, descansaban, echados, el huacho Arturo y el Caballo Bayo. En un rincón, babeaba su borrachera la Titina, moza pulposa y ligera de cascos. Bebían los hombres y disputaban.

–¡Mira, huacho, qué grupa, qué alzada tiene la moza!

–¡Vaya unas nalgas! –y tiraban los naipes.

–Una vaca me mira

y un buey me aguaita.

–Déjalo que te mire:

será tu taita.

–¡Sootaa, huacho!

* *

–Sí, usted el primero –repitió su decisión el Ñico.

En verdad, Edmundo había sido el primero. No lo sabían esos borrachos. Aquella muchacha montaraz y riente. Tan graciosa en el decir con los hombres.

En la cortadura de pencas, la había tumbado Edmundo sobre la yerba. Jadeaban sangrando las bocas de labios carnudos, y sus dientes mordían la pulpa de las lenguas. La espigadilla los miraba desde las tapias con sus pupilas verdes, atardeciendo. En zarzamoras, de cárdeno brillo, quemantes de espinas, hervía una brasa de sol. Las piernas al aire. Piernas morenas, retostadas, de carne reventona que se rasga madurando. Bebían las brisas borregas frescor maduro en la hondonada. Encrespaba su rumor yodado y de resaca verdosa, el cañaveral.

No… eso… no. Comprendía Edmundo la intención de aquellos hombres. Habían emborrachado a la muchacha, y se disputaban la primacía de gozarla. Con oscura inconsciencia, al divisarlo, se avalanzaban a él, y le ofrecían derecho de pernada.

Siempre se negó Edmundo a que le tratasen de patrón, no porque no tuviera dinero, sino a causa de sus propias convicciones. Se había esforzado en sacar a esos borrachos de sus estúpidas vidas de bestias de carga, hincando en ellos la rebeldía, mostrándoles sus derechos, arrastrándolos a la lucha.

Lo rodearon los tres hombres, y esperaban que Edmundo bebiese unos tragos de una sopera saltada, zangoloteando de chicha que le ofrecía, obsequioso, el Bayo, para iniciar sus rijosas complacencias.

Aquello era horrible. ¡Esos hombres ebrios y repugnantes! Ella les arrojaba lejos de sí, pateándoles el vientre. Y pedía que la dejasen. Los hombres se enardecían. La falda subida, los muslos desnudos, desnudo el sexo, los convidaba ella en su abandono a que gozaran sus curtidas vidas, goce de carne fresca, de mujer precoz, sana y bella.

Un agradecimiento de macho invadía a Edmundo. Comprendía que esos borrachos no dejarían a su presa. Bebió. Entró al corral. Sacudió a la muchacha, que giró sus alcoholados ojos verdes en las órbitas. Algún pensamiento extraño cruzó en su cerebro que la hizo sonreír. Se abandonó al sueño, y dulcemente, cabecearon sus muslos y se abrieron como valvas de una cajita de joyas.

Edmundo la puso de pie. Y sin decir palabra la sacó del corral. En los ojos de los hombres brillaba un furor de macho desencadenado.

Arturo miró a Ñico con mirada de desprecio de sus ojos pitañosos:

–¡Carajo! ¡Yo no caliento el agua a nadie! ¡Yo también puse pa la chicha! –y agarró del pelo a la muchacha derribándola sobre la paja. Luego sacó su cuchillo, de luz fría y cortante. Y montó a la mujer, retando con la mirada a sus rivales. El Bayo saltó sobre Arturo. Con una estaca le golpeó en la mano arrancándole el cuchillo. Se mancornaron; rodaban por la paja, por la bosta ardida de humos picantes y agrios. La Titina gemía llevándose las manos a la cabeza como si sus cabellos la quemaran. De pronto Ñico cogió a la mujer en sus membrudos brazos de árboles, y huyó por entre los matorrales. La cabellera de la Titina se agitaba con el viento, y sus piernas colgaban abandonadas. Ñico huía hacia el desagüe. Se metió en el agua hasta los muslos. Bañó la cabeza y la cara de la muchacha. Le restregaba los brazos. Y cuando ella abrió los ojos asustada, y se encontró en los brazos de aquel hombre, y sentía el olor extraño que manaba de él, de su agitado pecho, suavemente, dulcemente, cabecearon sus muslos; se abrieron las valvas de su cajita de joyas, y se entregó. Él la besaba, le besaba los pies, le recorría los muslos en un beso succionador y largo.

–¡Eres mi mujer, eres mía! No sabía lo que tú eras. No te dejaré jamás. No lo sabía, créeme.

Titina sonreía, al amparo de aquel hombre. Y lo apretaba hacía sí con ojos velados de placer; un crujir del matorral le aguzó a ella el oído, y vio al huacho Arturo y al Bayo que venían. El uno traía su cuchillo y el otro una estaca.

–¡Mira, Ñico, vienen ésos! –y se arrimaba al cuerpo del mozo como una gata.

Ñico miró a la mujer. Ya no la deseaba. Podía dejar el campo a esos hombres. Acaso se pelearían allí mismo. Mas hubo en ella una mirada tan tierna hacia él. Era tan suya esa mujer que comprendió que estaría siempre ligado a ella.

Esperó con calma a sus rivales. El Bayo le gritó:

–¡Ah, le rompiste la cachá e mote! ¡Aguanta la palá! –y le descargó un terrible golpe sobre el hombro izquierdo, saltando el palo hecho astillas. Se trenzaron a golpes. Por la espalda, se aprestaba ganoso a apuñalearlo Arturo. Una pedrada de la Titina lo derribó por tierra. Se alzó furioso el huacho dispuesto a matarla. Ella se escabullía en torno de los combatientes; pero una terrible bofetada alcanzó al Bayo en la quijada, derribando a Arturo el Bayo en su caída. Ñico los cogió, a uno en cada mano, y les dio cabeza con cabeza. Los arrastró del cuello hasta el desagüe, y los arrojó en la parda corriente del agua.

Después, con la mujer en sus brazos, se alejó por entre los matorrales hacia el camino. Arturo y el Bayo manoteaban, fluctuando sus cuerpos en el agua cenagosa. Desde entonces, la Titina fue una mujer honrada. Reía como una niña.

Edmundo los esperaba en el camino. Ñico lo miró avergonzado.

–No lo sabía –dijo–. Ahora lo sé; es mi mujer –y se la llevó a su rancho.

Edmundo se sintió muy desgraciado.

Narrativa completa. Juan Godoy

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