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IV

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Se ofreció desarmado a Augusto. «Vive nuestra chilena y broquelada intimidad» –pensaba entonces Edmundo–, guarnecida por una cota de mallas fisiológicas, que absorbe, una esponja, la vibración espiritual del prójimo, a quien acepta o repudia sin mediar nada. La timidez oculta la vida espiritual de estos hombres, y viven con los demás, una vida de superficie, cruzados los aceros de la sátira, esgrimida por la intuición de sus personas, enrojeciendo y penetrándose. Les falta el sentido de la amistad, y se rodean de penumbra para mostrarse profundos, como si temieran ser descubiertos en su vacío de tumbas. Zahieren porque nada tienen, y se acercan a los hombres, recelosos de descubrir algo en ellos y con el inconfesado deseo de saberlos vacíos y mediocres. Si husmean fuerza nueva y desconocida en ti, te asesinan en sus menguadas almas. ¿Cómo podrán ser tus amigos aquellos para quienes serás su perpetua zozobra?

Augusto quería arrendar el departamento. La madre de Edmundo arrendaba un departamento en aquella época, y confió a su hijo el encargo de cerrar el contrato con el nuevo inquilino.

–Me quedo con él. Aquí hay veinticinco pesos de seña –asintió el gallero–. Cójalos Ud. –vestía un traje azul, lustroso, y llevaba una caja de madera con manilla de bronce. Su dinero eran pesos fuertes. Parecía dudoso que llevase encima mayor cantidad.

* *

Silbó Augusto echando el aire por entre los incisivos apretados, sonriente.

–Luz Dina, sirve el té.

Vendía calugas, manjares, guatones, dulces de nueces. Los mercados de su pequeña industria: almacenes de menestras, emporios, etc., tenían como dueños a italianos. Los bachichas lo llamaban Augusto Caprioli. «Es estúpido ser chileno en el comercio» –vociferaba–. «Además, no hago cuestión de razas; eso no me parece bien».

–Una vez lograda la unidad política y fraternal del mundo, es indispensable que cultiven los pueblos las fuerzas espirituales que les diferencian a unos de otros –(hubiese dejado aquella frase)–; pelear por la sangre o porque hemos nacido en terruños diferentes, es una tontería –vomitó Edmundo, ruborizado y ridículo para sí mismo. Siempre que expresaba algún pensamiento que estimaba seriamente, algo teórico, le sonaban sus palabras a retórica, a caja de resonancia, a pura oreja. Y aún cuando no estuvieran presentes sus compañeros, los buscaba de reojo, y éstos le obligaban a reírse de sí mismo.

–Yo aprovecho mi tipo extranjero, y he logrado la protección de los italianos –exclamó Augusto sarcásticamente–. Tengo mi historia de emigrante. Sin embargo, me dan la peor impresión esas gentes. Conozco a uno que se limpia la cara con escupos…

Después del té, fumaban silenciosamente, sumidos en sus propias reflexiones.

–¿Qué? –dijo el gallero–. Salgamos juntos. Puedes acompañarme si quieres, a ver a los clientes, y luego pasamos a servirnos una copita. Quiero beber unas copitas contigo.

–Una copa, sí.

Leve brisa tocaba el rostro con su ala de seda. Sol moribundo se ahogaba en su propia sangre y salpicaba el paisaje de mortecina luz. Los pardos castaños umbríos y los álamos sonoros y los nogales, sangraban de los rostros, y, atardecido, echándose sus sombras a la espalda, cogían el camino de regreso. A lo lejos, una carreta de tardos bueyes rechinaba por el sendero polvoriento. Les faltaban sólo dos clientes y se habían bebido ya dos cañitas de grueso vino tinto.

–¿Sabes, Augusto, por qué somos un pueblo triste? –dijo Edmundo–. Viene un inglés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un francés y nos dice: Uds. son un pueblo triste; viene un yanqui y nos dice: Uds. son un pueblo triste; vienen todos y nos dicen: Ustedes son un pueblo triste. ¡Y somos irremediablemente tristes hasta en la ironía de nuestros parques ingleses!... No se puede ser triste, Augusto, sin haber vivido antes una tragedia. ¿Cuál fue nuestra gran tragedia? ¿Depusimos las armas sin agonía, sin lucha? Los pueblos tristes son los pueblos de esclavos, el Quijote vencido que ya no quiere ser ni pastor. ¡Bien!...

–dijo golpeándole el hombro al dulcero– el roto ríe en las sombras… sin embargo, no tenemos consuelo. ¿Sabes tú lo que es tener alegría?

–¿Son ésas tus ideas?

–No. ¿Acaso es necesario que las ideas sean de alguien? Las mejores ideas son de la humanidad.

Al dulcero y preparador de gallos le hablaban de cosas que sabía desde antes, que llevaba en sus propios instintos. Le daba lo mismo que las dijese otro. Por otra parte, estaba satisfecho de su venta y, en consecuencia, tenía su opinión formada sobre Edmundo.

–No obstante –dijo– te impartiré una breve enseñanza: todo hispano-americano nace con una guitarra en su corazón. ¡Viva la guitarra anti-imperialista!

–Mis ojos, Augusto, son dos sudosas cucarachas reventadas. Con el alfiler largo con que sujetaba sus sombreros mi madre, he agujereado a una rata viva –exclamó Edmundo con gesto de gran agudeza mental.

–Yo he matado a un hombre –hubiera dicho el otro reposadamente; pero se limitó a decir–: El roto ríe en las sombras –y se calló.

* *

Estaban sentados a una mesa pringosa. Clavado a un álamo largo y angosto, aspa del viento y polvareda desangrando callejones criollos, había un letrero: «Quinta de Recreo las Delicias». Era un galpón espacioso, de vigas hollinadas y piso de tierra. Frente a la entrada, el mesón. En los anaqueles se alineaban botellas de cerveza como soldados alemanes. Grandes jarros de chicha cruda chispeaban sobre unos troncos su picardía criolla.

Canta un huaso en su rincón:

Chichita coloradita,

que ponís los pasos lentos:

a mí no me los ponís

porque te paso pa entro.

Con rojo crepitar de hogueras rotas, música de jazz giraba en la victrola. Una de las mujeres que servían a las mesas examinaba cuidadosamente las puntas de las agujas; la otra los atendía y estaba sentada al lado de Augusto. Acababa de humedecer sus labios grosezuelos en los bordes de su vaso.

–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? (¿Por qué cuento yo esto?) –se preguntaba Augusto interiormente–. Yo no comprendía palabra de aquel juego–. Se había quemado. La Berta ni Edmundo tampoco comprendían mayor cosa; pero se empinaban en sus palabras como si de este modo se aconchara vislumbre, advirtieran en el fondo de sus propias conciencias el nacimiento de un brote potente y agrio.

–¡Hagamos, pues, opereta! –rogome un día Hertha y cogiome de la mano– tenía el gallero su hablar lascivo, la saliva ligosa, africaba las palabras.

«Ella era entonces una mocosita rubia, de ojos azules. Tenía la boca un poco grande.

–«Había una escalerica de palo de rosa. Trepamos por ella a un descanso de follaje, suspendido en dorados hilos de verdes arañas coruscantes, de patitas rojas en vientre de leche, abrazadas a los troncos de unos corpulentos manzanos. Hertha me hizo notar la diferencia que había entre una herida pequeña y rosada y un broncíneo gusanito; luego echose de espaldas. El cielo estaría hondo y su azul asaeteado de luces ¿verdad, Hertha? Sería una gran carcajada azul ¿verdad, Hertha? Ahora me gusta beber en copas azules, boconas... ¡qué fresco es un mate bocón! E insistía que yo, el pequeño Augusto, el nene Augusto, que tendría acaso cinco años, montara a caballito. Jugaba sin sospechar nada. Acaso ella tampoco. Bien pudo ser una de esas muchachitas que desde pequeñas tienen el cuerpecito infantil, los ojos y sobre todo la boca, preñados de presagios para los mayores.

«El encanto de aquel juego quedó deshecho por la brusca aparición de un hombre coloradote y esférico como un queso holandés, de pelo crespo y rubio como chicharrones recién sacados de la grasa. Me cogió a mí en vilo y dijo a Hertha unas palabras raras que no comprendí. Ya en la casa llegaron a mis oídos los gritos de la pequeña Wanda, de mi pequeña Wanda...».

Los ojos de Edmundo estaban brillantes con los sorbos de la chicha.

–De la pequeña Hertha, de tu pequeña Hertha, dirás.

–Imbécil…

–Sigue.

–Bien. Mi tía y Ramiro, un primo mío, me miraron, con sonrisa burlona en sus labios. Ramiro comentaba:

–¡Caracol, caracol, saca tu cachito al sol! Y te lo iban a prender con un alfilercito de gancho.

«Al llegar del trabajo mi tío Eduardo, tozudo de autoridad, quiso castigarme. Me empujó a la calle, cerró la puerta en el momento mismo en que venían arreando unas vacas. Augusto les tenía un miedo horrible a esos rumiantes. Hoy sabe que las vacas no son de temer… Me arrojé a los vidrios de la ventana y los quebré a manotazos. Me entraron a la casa, me pegaron y metieron en la cama.

«Yo no sabía discernir lo bueno o lo malo que había en el juego de la opereta. Pero supe que era maldad para los grandes que los chicos jugaran a ese juego. Mi perplejidad no buscó tampoco mayor solución; ni pedí que la dieran los otros».

–Oye ¿hagamos opereta? ¿Quieres? –exclamó Augusto, mirando rijosamente a la Berta. Asomado a sus ojos, se relame un sátiro en acecho; jadea bajo su mirada, oleaje denso de grupa henchida y salobre. –Yo no comprendía una palabra de aquel juego.

Acabando de un trago medio vaso de chicha, dejó caer la cara en la mesa pringosa y grasienta.

–¡Hagamos, pues, opereta! –y soltó los pesos fuertes de su carcajada. Palpole los muslos morenos a la moza y cogiola de un brazo para bailar. Una pulga le iba picando las espaldas.

–«Es un sensual –se decía Edmundo–, es egoísta y cruel. Ser egoísta es reducirse a la mínima cosa que es uno. Tenía dos caminos; éste, no; es el otro el que interesa: el que no ha vivido. Es largo y huesudo como su fracaso. Lo presintió él mismo, escondiéndose en el fondo de la casa cuando iban a comprarlo unos marineros holandeses.

–¿Quién es la madre del chico? –dijo uno de los marineros. Parecía una brasa entre los carbones de la familia; y pensaban hacer de él un hombre. Pero ya estaba apegado a la tierra. Es un sensual. Sin duda, no se merecía las buenas intenciones de los marineros holandeses».

Agarró de un brazo él, Edmundo, ahora, a la otra muchacha. Quería bailar, y soltó también los pesos fuertes de su carcajada. Dócil, la mujer se dejó llevar como una chicuela por su patrón. Estaba manchado de Augusto, y escupía la misma risa.

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Duros, largos, gordos, goterones de lluvia. Un olor de sexo exhalaba el cuerpo moreno de la tierra.

Narrativa completa. Juan Godoy

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