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Grínor Rojo de la Rosa

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No fui alumno de Juan Godoy, pero lo escuché leer sus textos más de una vez, en la Academia de Letras Castellanas del Instituto Nacional. Yo era un mocoso de catorce o quince años, que había decidido ser escritor. Oír a don Juan leer «El gato de la maestranza» o algún capítulo de Sangre de murciélago fue para mí una revelación. El poder de sus imágenes y la riqueza eufónica de sus palabras me enseñaron de qué manera podía yo ser eso a lo cual aspiraba, en qué consistía en realidad lo de ser escritor. Más tarde leí todos sus libros y los admiré, pero me quedé con Angurrientos. No es esa una novela proletaria, como La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, sino una novela subproletaria o, como dirían algunos hoy día, marginal o de la marginalidad. «Extramuros» se titula la sección que precede al relato, y esa palabra, puesta ahí, en el comienzo de la lectura, funciona como una advertencia respecto de la «zona de realidad» en la que estamos a punto de ingresar:

Apenas se deja el Cementerio Católico, y se sigue el callejón de Recoleta abajo, por donde se va a Conchalí, ha ido creciendo el barrio más allá de la muerte. Por el lado del cementerio, del cual asoman las rechonchas estatuas de hombres graves, desenrollando pergaminos, o de ángeles rollizos entre los cipreses, nidos de presagios y guairaos, canturrean las sartenes su fritanga irremediable de los barrios pobres. Mujeres gruesas y despeinadas soplan las brasas, las mejillas sollamadas, y muestran la sierra gorda de sus senos pulposos. En la misma esquina, está el almácén ‘El hombre feliz’ donde beben su ‘litriao’ ‘pa pasar la grasa de los muertos’ los trabajadores del Cementerio Católico o los hombres hirsutos que suda la fábrica de calzado Ilharreborde, puesta detrás de los álamos que bordean el canal, cuyas aguas se tornan de sangre con los ácidos de la curtiembre9.

En esa zona, «por el callejón de Recoleta abajo», como escribe Godoy, que en la época de Angurrientos (y que al parecer es contemporánea con la fecha de publicación de la novela, 1939) era todavía un área semirrural, donde alternaban los obreros del cementerio y los del calzado con las putas, los vagos citadinos, los carretoneros y los gañanes desplazados o en vías de desplazamiento desde el campo a la ciudad, planta el novelista el escenario de su relato. Entre el personal que mencioné más arriba, los héroes serán los galleros, una turba indefinible de machos bestiales y alcohólicos, que se reúnen y solazan cada fin de semana en torno a la fiesta sangrienta. Es esa pasión de los gallos la que además le confiere su unidad a una estructura narrativa que de otro modo se hubiera roto en mil pedazos. Godoy no fue un fabulador de largo aliento: sus mejores historias son anécdotas, es probable que derivadas del folclore del lugar, y algunas de ellas soberbias, como la del matrimonio de borrachines que forman el Celso y la Herminia.

Pero lo esencial de todo esto es que a Juan Godoy no le interesa el contar para informar o denunciar sino el contar para exhibir ante los ojos del lector un espectáculo plástico suntuoso, esto no a pesar de sino en o con la barbarie, la sangre y la mugre de los componentes que lo integran, espectáculo en cuyo brillo oscuro él cifra la grandeza de su trabajo y que por eso transporta sobre los andariveles de una prosa barroca, pletórica de efectismos diestramente construidos y coleccionados y en todos los niveles de la estructura lingüística. No tengo que citar a Jakobson para decir que, junto con lo que el signo nombra, en Angurrientos importa el retorno del signo sobre su propia materialidad.

Pero la subversión insidiosa que del realismo treintayochista lleva a cabo Juan Godoy no se detiene ahí. No hay tampoco en Angurrientos la intención de representar el cotidiano chileno de una manera «seria» y «significativa», sino que, por el contrario, el cotidiano chileno se convierte por una parte en el pretexto de un desfile de criaturas y acciones esperpénticas, y por otra, en la causa de un desaliento corrosivo en la conciencia del narrador y en la de su alter ego, el protagonista de la novela, respecto de cualquier asomo de optimismo político o filosófico. Esto significa que la de Godoy es una realidad absurda, que no se compadece en absoluto con la ideología edificante del realismo crítico, progresista o como quiera llamársele, y mucho menos con la del realismo socialista, materialista histórico y confiado en que las leyes del adelantamiento necesario van a producir en alguna época futura la victoria de los pobres de la tierra. Edmundo, el protagonista de Angurrientos, es el joven estudiante que suele aparecer en las novelas del 38, eso es cierto, pero no es un adolescente revolucionario. Es un joven intelectual en el camino de su desintegración y el desenlace de la obra, cuando del bar «La Envidia» lo vemos salir convertido en un «semejante a los otros», es decir, en un guiñapo empapado en alcohol, «muerta la voluntad, muerto el deseo y el ansia de lucha», contiene la meta insoslayable de su desempeño existencial. Más interesante todavía es que ese desenlace lastimoso coincida con la consumación del trabajo alegórico de la novela. En la escena que antecede a la que acabo de describir, Wanda, el objeto del deseo de los machos del barrio, degüella con una navaja de afeitar al sargento, el «giro padre-padrastro», el más apreciado de los plumíferos gladiadores:

«Cogió el gallo blandamente. Lo maniató de las espuelas. Apretó las patas del giro de riñas entre sus muslos desnudos y ahogándolo con una mano, empezó febrilmente a degollarlo. Sangre caliente bañada de acre, dulce opresión sus muslos mórbidos. Separada del cuerpo, la cabeza de la rijosa ave, al caer en el charco de su sangre, con débil chasquido viscoso, revolvió en blanco unos ojos congelados y fuese abriendo lentamente el pico, dejando paso a una lengua dura, parada de muerte»10.

Grínor Rojo de la Rosa (1941) es profesor, ensayista y crítico. Estudió en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile, y más tarde se doctoró en la de Iowa. Especialista en literatura latinoamericana, ha enseñado tanto en Chile como en el extranjero, en las universidades de Chile, Concepción, Austral de Valdivia, Católica, Estatal de California, Estatal de Ohio y la de Columbia, en Nueva York. Además, ha sido profesor visitante en la Nacional de Mar del Plata, en Argentina; en la Federal de Minas Gerais, en Belo Horizonte, Brasil; así como en las de Costa Rica y Nacional de Costa Rica.

Grínor Rojo dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile y es profesor titular de Literatura Chilena Moderna en pregrado y de Teoría Crítica en el posgrado en Literatura de dicha casa de estudios.

Autor de una abundante producción crítica, entre cuyos títulos vale distinguir: Los orígenes del teatro hispanoamericano contemporáneo (1972); Muerte y resurrección del teatro chileno, 1973-1983 (Madrid, 1985); Crítica del exilio. Ensayos sobre literatura latinoamericana actual (1988); Poesía chilena del fin de la modernidad (1993); Dirán que está en la gloria... (Mistral) (1997); Diez tesis sobre la crítica (2001); Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando? (2006); Las novelas de la oligarquía chilena, 6 ensayos (2011); Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I, El siglo XX. Vol. II (2011); Las novelas de la dictadura y la post-dictadura, Vol. I: ¿Qué y cómo leer?, y Vol. II: Quince ensayos críticos (2016).

Entre otras recompensas, su obra ha sido distinguida con el Premio Casa de las Américas de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada 2009, por Globalización e identidades nacionales y postnacionales… ¿de qué estamos hablando?». Finalista del Premio Altazor de Ensayo 2011 con Discrepancias de Bicentenario. Premio Altazor de Ensayo 2012 por Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon. El siglo XIX. Vol. I.

Narrativa completa. Juan Godoy

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