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II

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Se oía a intervalos el mugido de unas vacas. Una campanada volcose en el aire turbio como en un charco, tufando hedor amarillo de estiércol, olor vinagre de vegetales podridos, que venían del establo cercano. Algunas muchachas pasaban riendo, con sus jarros colmados de leche espumosa. El rojo revuelo de una falda mostrole a Edmundo una rodilla carnuda de un color goloso y duro que lo llenó de bochorno.

Don Amaranto apareció en el umbral de la puerta de su casa habitación que taponaban como a un tiesto los trapos negros de su corpulencia. Casa de cal y ladrillos a la cual empotrábase la capilla de tablas. Y como Edmundo tuviera aún su mirada adormida en una grupa salobre, riendo con sardónica risa, don Amaranto lo llamó:

–¡Mira, Edmundo! Cómo te va. Necesito hablarte –luego, tomándolo bajo su protección, le apretó los hombros con sus manos peludas, y le dijo con malicia–: ¿Sabes? –parecía como si soplara las palabras–. ¡No te calientes la sangre! –y echó a reír. Como todos los comerciantes gordos, el piadoso fraile reía –el vientre cabalgando la carcajada– y era su risa una risita chúcara, mañosa cabalgadura que conocía muy bien la impericia del jinete.

Cogiolo a Edmundo de una oreja y lo condujo al escritorio. Edmundo asentaba en los libros de tapas rojas de la parroquia, ocultos tras la hoja de un muro, las partidas de bautismo y matrimonio. Estaba algo atrasado don Amaranto, y como el muchacho tenía una bonita letra inglesa, ese trabajo quedó de su cargo.

–Son diez solamente. Cópialas al paso que yo hago mis oraciones –y rezongaron los muelles de su sillón frailuno.

Un reloj de pared carraspeó la media hora; otra vez su tic-tac lento, acompasado. El reloj taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando alrededor de una mesa redonda en su cuarto con llave. El rasguear de la pluma en el grueso papel del libro. En el hall don Amaranto decía su latín entre dientes. A intervalos ponía el fraile los ojos en blanco y, cara al techo, cruzaba sus manos peludas sobre el robusto tórax. Estilaban pardas gotas de rapé sus narices de alquitara. En el encerado, un escupitajo bostezaba el hollejo de una pompa de jabón.

Edmundo escribía: «En Santiago, a tanto, puse óleo y crisma a Luis Alberto Rafael, etc.; a Reinaldo Arsenio Rafael», etc.

Todos debían tener de común el nombre del santo patrono de la parroquia. Acababa de escribir Rafael, cuando don Amaranto apareció enmarcado en la puerta como preñada nube negra en el ámbito del cuarto. Sacó su enorme pañuelo castellano y se sonó ruidosamente. Entre sus manos brillaba una cajita de plata que tenía un monograma de oro en la cubierta.

–¡Mira, tú debes confesarte cuanto antes y comulgar!

Edmundo sacó la cara del libro y lo miró a los ojos.

–Hay tiempo; podemos hacerlo ahora mismo –continuó el cura, taconeando de rapé sus anchas narices rezumantes. Sus ojos estaban surcados de venillas de sangre. La cara de abstinente, recién afeitada, tenía tonalidades de ladrillo fundido. Le mostró las espaldas y le gritó–: Ven.

Edmundo lo siguió a la biblioteca. En los estantes se alineaban enormes volúmenes de Bossuet, de negra empastadura e incrustaciones de plata, libros del padre Ginebra, de Balines y místicos franceses y españoles. La sala era más espaciosa y cómoda que el escritorio. Había algunos sillones de cuero y litografías de santos en las paredes, imágenes cubiertas de blanco lienzo. Un óleo de San Luis Gonzaga le llamó la atención por tener este santo una calavera en la mano.

Sentose el cura y le tendió una manta para que se hincara. Lo hizo. Dejaba llevar su voluntad; más tarde escribiría sobre esto. ¿El cura mismo no iba resultando un personaje excelente? Le gustaba indagar en las psicologías ajenas. Además, no se había confesado nunca; apenas si recibió el bautismo; sin embargo, aquella respiración trabajosa del fraile alanceaba su curiosidad.

–Di tus pecados –comenzó don Amaranto una vez que bendijo la ceremonia que emprendía.

En realidad, Edmundo no hallaba qué contestar. No le iba a decir las menudencias cascadas entre él y sus padres, ni otras cosas más íntimas, ni nada. ¿Le diría acaso que él, Edmundo, había organizado a la juventud del barrio y que los mejores deseos de aquella juventud eran aplastarlo como a una cucaracha? ¡Qué incomprensión y qué asco!

Edmundo estudiaba en la Universidad. Su único aporte intelectual a la revista que publicaba entonces la muchachada inteligente de aquel viejo liceo en que hizo sus estudios, fue un aviso económico. Muchos no lo leyeron, otros ni le dieron importancia, algunos reían la risita torcida con que se rehúye a veces a una realidad que muestra los dientes como alambres perros hambrientos. Escribió: «Bachiller en Filosofía con mención en ciencias físicas y matemáticas se ofrece como encerador». Aquello fue como una esquirla de luz arrancada al denso corazón de su destino y al destino de muchos que vegetan, rotos los hilos ideales de anticipación hacia el porvenir, a la sombra de una oficina fiscal o condenados a una eterna inacción… Sus resultados estaban a buena distancia de ser excelentes, aunque en Matemáticas, Castellano y Filosofía, había obtenido notas más que regulares. Iría a Leyes o al Instituto Pedagógico, pues, en cuanto a lo otro, sus aptitudes no eran para mucho esperanzarse. Viose pronto con su papeleta en el bolsillo, y licenciado sin licencia, pisando en falso en el terreno movedizo de un desamparo total. Fuera de sus padres, no conoció a otros parientes, y sin ellos, que le faltaron antes de terminar el último curso, veíase ahora los bártulos revueltos en una pieza sin entablar, de moreno reboque, descascarillados los marcos de la puerta, de una ventana que daba a la hoguera de la cocina, y en cuyo techo, de grandes vigas ahumadas, las arañas tejían sus artificiosas mallas que irisadas de luz daban a su buhardilla el lindo nombre de «El palacio de cristal».

Edmundo no formaría en la falange de esos muchachos vendidos al oro de los clérigos y que se desparraman por el país formando gran parte del profesorado católico nacional.

–Pero cómo; he de tener varios. No sé por dónde se empieza.

A Edmundo le resultaba aquello muy chusco y chocante para sus propias ideas.

–Sábete –ayudó el cura, pesando con la mirada la gravedad de sus palabras– que debemos fundar en el barrio el círculo de jóvenes de San Rafael (las hijas de María ya están fundadas). Y es mi voluntad que tú seas el presidente de ese círculo. ¡Hombre! –exclamó asombrado, hundiendo sus dedos peludos y regordetes en los blandos cabellos de Edmundo–. ¡Con canas... y a tu edad! ¡Eso es propio de los grandes! ¡Vamos, vamos! Yo te ayudaré.

Aquel fraile voluntarioso disponía de la persona del muchacho como de Dios y de las cosas. Había que servirse la cañita de vino. Y nunca advirtió Edmundo más malicia en esa cara mofletuda. Las chispas de los ojos se aguzaron y se hizo cortante su mirada. Las cejas en triángulo le asemejaban a un mefisto gordo. Pero se embotaba su actitud escrutadora en la mirada dulce y franca de Edmundo. Y el fogonazo helado de las medias lunas fue como si las emprendiera, pelado el corvo, con la falda de una camisa que flamea sobre machunos, recios muslos y no da vientre para la vaciada. Su respiración trabajosa de gordo envolvía en una atmósfera extraña.

–Tú has pecado. Tú no eres virgen. Tú has conocido mujeres. ¿Cuántas mujeres?

De la cocina se oía el fregado de las ollas. Arriba en los altos trajinaba Ventura, el sacristán, hombre silogístico que leía a Balmes. Y una pregunta vino a retozar al pico de su lengua:

–Perdone. ¿Y usted, don Amaranto? Sí, ¿Usted?

–No digas eso, Edmundo, no –y dejose penetrar por la mirada del muchacho.

Ridículamente cómico, aquel desarmarse del fraile les hundió a ambos en tierra fofa y temblona donde el uno temía sospecha equivocada del otro. De pronto le pareció a Edmundo tan grosero aquel hombre, tan salida de madre su gordura insolente, que le cosquilló el ver que un mastodonte pudiera ser virgen cuando él, un muchacho, había dejado de serlo simplemente porque le molestaba. Y despeñó una carcajada brutal, desacostumbrada –la misma carcajada de Augusto–, sin miramientos, como si estuviera ebrio. Se estremeció de súbito en un grito de dolor: una patada del fraile le bañó la cara de sangre, manchándole la camisa de sport. Saltó del asiento el cura. Le tomó en sus brazos. Le limpió el rostro con su pañuelo castellano con que enjugaba sus anchas narices taconeadas de rapé. Le pidió perdón suplicante. Su cara abotagada se había puesto lívida y sus ojos, acuosos. No era su virginidad lo que este cura guardaba como la parte más noble de su persona, sino su virilidad de veinte garañones.

–¡Ventura, agua, Ventura! ¡Un lavatorio, pronto! ¡Lienzos, sí! Este joven se ha caído. ¿Una copita de coñac? No; dos añejos grandes.

Bebieron. Y así conocía Edmundo a don Amaranto.

La corneta de un automóvil destempló bulliciosamente los ruidos de la calle. Una viejecita bajó del coche.

–¿Cómo estás, hijo mío? –saludó al cura, lagrimosos los ojillos miopes. Estrechó a don Amaranto entre sus brazos pellejudos, maternos. Cogió de manos del chauffeur un paquetito blanco, y alargó al cura una bandeja de merengues que tanto gustaban a su niño. Edmundo la vio andar acezando sobre la tierra seca y resquebrajada, y subir el umbral, alzando la cabeza cubierta de negro manto, como una lagartija. Rendía culto fálico a las tonalidades de ladrillo fundido.

Rumiando sus ideas, sonrió Edmundo, y se alejaba cuando ella se hundió en la casa.

El viejo reloj de pared contó las horas. Otra vez taconeaba absorto en sus pensamientos, paseando, alrededor de la mesa redonda, en su cuarto con llave.

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La vejete cabeceaba como un trompo.

Narrativa completa. Juan Godoy

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