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La droga linda

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En el portal de mi edificio hay un anuncio, elaborado con un procesador de textos, que publicita un servicio de «teleplancha» ultrarrápido. En el primer momento, me pareció algo nuevo. Pero la «teleplancha» solo es una versión casera de la tintorería, pasada por el embudo de la desesperación y la crisis. En cuanto a la velocidad a la que aseguraba prestarse el servicio, tampoco conviene extrañarse. La rapidez es un requisito indispensable para que las cosas sucedan, a secas. En los tiempos que corren, ¿quién puede estar interesado en que le ofrezcan un servicio lentamente? La paciencia ha pasado a la historia. Podemos soportar muchas cosas, pero en ningún caso la espera, que ocurran sin vértigo. Cada vez quedan menos empresas que se puedan hacer sin la presión de alguien para que estén concluidas. Tal vez el arte, la literatura... pero solo con muchos matices. Existen tantos intereses entre el acto creativo y la irrupción del mercado, que todo debe transcurrir a velocidad ultrarrápida.

Estos días, en los que parece que Argentina e Inglaterra —quizás preocupadas por que la maquinaria de la guerra agarre óxido— escenifican la melancolía del belicismo que las unió, me acuerdo mucho de Rodolfo Fogwill y de su novela Los pichiciegos, una historia sobre soldados escondidos bajo la tierra en la que transcurre el conflicto de las Malvinas. Los «pichiciegos» son veinte soldados y suboficiales que desertaron, o a los que dieron por muertos, y que construyeron un refugio bajo tierra, muy cerca del frente, donde sobrevivieron negociando ilegalmente con las tropas de su país y haciendo trapicheos para los enemigos. Son fulanos que solo tenían miedo y deseaban sobrevivir.

Fogwill contaba que había escrito este libro en menos de siete días, impulsado por veinte gramos de cocaína, según las distintas versiones que el propio autor fue dando a lo largo de los años. Hay cierto consenso, entre los distintos Fogwills, en que la obra se redactó del 11 al 17 de junio de 1982, antes de que hubiese acabado la guerra. En una de sus últimas entrevistas, antes de morir, admitía que la cocaína había sido el motor de aquella novela. «La droga linda, qué rica la droga, sí. Adelante». Ahí hacía algunas matizaciones sobre la cantidad. Fueron tres días vertiginosos. «Para empezar, solo fueron 12 gramos. Los compré a precio de oro. Calculo que tomaría tres gramos por cada uno de los tres días. Se acabó el material y aún faltaba la mitad del libro», decía. Esa velocidad de redacción, curiosamente, no se traslada al texto, donde nada es torrencial, ni atropellado, sino hipnótico, fantasmal, anestesiante.

La historia de la literatura está llena de autores ultrarrápidos. Yo me quedo con Simenon. Dos días antes de ponerse a escribir, acudía a él una idea. En ese tiempo, tomaba una guía telefónica, para elegir los nombres, y un mapa de la ciudad, para situar los hechos. A continuación, decidía cuál sería el incidente para empujar a un hombre y a una mujer a una situación límite. Eso era lo más difícil. El resto solo era escribir, tarea en la que nunca podía emplear más de once días. Era el tiempo máximo durante el que podía soportar ser el protagonista de otra vida. Por eso sus novelas son tan cortas, porque después de ese tiempo, desfallecía. De hecho, antes de empezar a escribir acudía al médico. «Me toma la presión arterial, comprueba casi todo. Solo cuando él dice “está bien”, puedo empezar», explicaba Simenon.

La velocidad forma parte de nuestro modo de ocupar la realidad. Da igual qué hagamos y la hora que sea. Escribir, planchar, follar, cruzar la calle... todo debe transcurrir en el menor plazo posible porque inmediatamente después habrá más cosas que hacer, que no es posible demorar. Así que voy a acabar aquí. Tengo prisa.

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