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Sesión vermú

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Entre personas, se tiene la idea de que mientras el cuerpo respira, está vivo. Podemos darla por buena. Una sociedad, en cambio, necesita algo más que aire y algo de beber. En cierto modo, sabemos que un pueblo está vivo en función del pib, de las librerías por habitante, de la cobertura social o, por qué no decirlo, de las barras de los bares. Probablemente, un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo, es un cadáver. Ahora bien, si hay orquesta, si hay barullo, si hay música, si hay protestas y un grupo opositor lamentando los gastos, entonces el pueblo tiene vida para un siglo. Los detractores acérrimos son tan necesarios como los partidarios.

Nunca hay que despreciar a los que sostienen que no estamos para verbenas. Una sociedad necesita gente que eche agua en el vino, para rebajar la euforia. Incluso fiscalizar posibles atentados. Ningún drama evita que necesitemos fiestas. Las necesitamos. Aún no estamos muertos. En los peores momentos —incluso en los entierros— el sentido del humor acude a nuestro rescate. ¿Qué cabe esperar de una sociedad silenciosa, tranquila, que solo piensa en lo que hay que pensar y hace lo que hay que hacer? Nada, salvo la garantía del aburrimiento. Detrás de un pueblo reposado, inexpresivo, silencioso, solo puede esconderse un vecindario soporífero. En el comedimiento del que hace gala gente así, los días se vuelven rutinarios. Y a nada le tiene más horror la sociedad que a experiencias desabridas. En el siglo en el que la variedad de entretenimiento es la razón última por la que no estamos todos suicidándonos, el mayor pecado es caer en la espiral del tedio.

No importa que las cosas vayan mal, que la situación sea crítica. Ningún problema es irreversible si hay sesión vermú. Tomemos el ejemplo del Titanic. Sí, golpeó contra un iceberg, el choque le metió un boquete carajudo al casco, pero hubo fiesta. Hombre claro. La orquesta no dejó de tocar por que la embarcación se empinara y finalmente se hundiera. No hubo singladura más feliz, por mucho que acabara en tragedia. La lección es clara. Hay que aprender de la historia y, a toda costa, ponerse de fiesta. Los indicadores se hunden, como el Titanic, el paro escala, la democracia expira, la banca se forra, nosotros estamos contra las cuerdas, pero por suerte alguien pinchará rock and roll para amenizar el desastre.

Mientras haya bares

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