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Cabeza contra puerta de armario

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Piensas que conoces tu casa y te levantas de la cama sin encender la luz, descalzo. Solo vas al baño. Está todo controlado. Caminas a oscuras, tanteando con la mano las paredes, para asegurar. Todo va bien. Solo quieres mear y después dormir una hora más. Ayer te acostaste tarde. Te quedaste leyendo y roncando a Italo Calvino en el sofá. Aún son las seis de la mañana. Estás amodorrado, así que te cogerá el sueño enseguida. Pero en el camino de vuelta se produce el accidente. Pie descalzo contra pata de cama. Pocos golpes hay más representativos de las desgracias caseras, si no tenemos en cuenta el «cabeza contra puerta de armario». De alguna manera, es como un Barça-Madrid o un Boca-River. En realidad, como siempre gana la pata de la cama, se asemeja más a un Liverpool-Everton. Bill Shankly, entrenador del Liverpool en casi ochocientos partidos, llevó al equipo a las mayores victorias y alimentó la rivalidad con el otro equipo de la ciudad, aprovechando que casi siempre le ganaban, a extremos críticos. «Cuando no tengo nada que hacer miro debajo de la clasificación para ver cómo va el Everton», decía. No soportaba el mal juego que ponían en práctica los rivales. «Si el Everton jugara en el jardín de mi casa, correría las cortinas para no verlo».

En este contexto, tu pie se bate contra la pata de la cama. Naturalmente, como en el caso del Everton, sale derrotado y doliente. En este tipo de trompadas emerge siempre el individuo oscuro e irreconocible que todos somos. En el dolor se advierte que cada uno de nosotros es varios. Como mínimo, dos. Nos pasamos la vida negando el lado de cada uno que, inevitablemente, emerge en las grandes hostias y en los desengaños. Cuando emerge, y hay testigos, estos quedan impresionados. No conocían esa parte de nosotros. No es tanto decepción lo que sienten, como sorpresa ante un descubrimiento mayúsculo. Recuerdo cuando en la final del Mundial de Fútbol de Alemania, Zidane se volvió hacia Materazzi, le dio un cabezazo descomunal en el pecho y lo derribó como si fuese un bolo. La humanidad quedó asombrada ante aquel gesto. Todos conocíamos a un Zidane e, inesperadamente, conocimos al otro. Estos hallazgos siempre tienen algo de iluminador. Producen confort porque evidencian la imperfección personal. Todos somos así en el momento en el que nos enfrentamos a un abismo íntimo.

Cuando, acostumbrado a la perfección de los textos de Borges o a su corrección personal, casi británica, descubro de pronto una impostura en el escritor argentino, experimento gran alivio. Hace poco, leyendo en el váter los diarios de Bioy Casares, encontré la entrada correspondiente al 23 de noviembre de 1951. Ese día, Borges abrió The Perfumed Garden y leyó en una de sus páginas: «Women (...) would succeed in making an elephant mount on the back of an ant, and would even succeed in making them copulate [Las mujeres (...) conseguirían que un elefante trepase sobre el lomo de una hormiga, y aun serían capaces de lograr que copulasen entre sí]». El jardín perfumado, escrito por el Jeque Nefzawi en el siglo xvi, es un manual árabe sobre erotismo, donde se trata el sexo con un elegante estilo poético. Cuando Borges acabó de leer aquel párrafo, miró a Bioy Casares y dijo: «Aquí está la versión oriental, y desprovista de gracia, de “con paciencia y con saliva el elefante se la metió a la hormiga”».

En el tratamiento del sexo Borges se mostraba especialmente desinhibido. Era otro Borges. Como el día que le propuso a Bioy, para una antología pornográfica, los versos de Alejandro Sirio: «La señora de Pérez y sus hijas/ comunican al público y al clero/ que han abierto un taller de chupar pijas/ en la calle Santiago del Estero».

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