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Una victoria de mierda
ОглавлениеA todos nos ha pasado creer que no sucede nada porque la noche antes de participar en un evento importante nos tomemos una copita de algo. Solo es una copa. Y después a casa a dormir plácidamente. Este domingo, un amigo y yo corríamos la Carrera de San Martiño, una prueba exigente de diez kilómetros que solo pretendíamos acabar, sin más. No nos pareció que nuestro objetivo se pusiese en riesgo por que el sábado, después de cenar, nos detuviesemos a tomar un gin-tonic y hacer eso que, los que sí ambicionan la victoria, llaman «visualizar» la carrera. Aquel combinado nos supo especialmente bien, así que pedimos una segunda ronda.
El mundo se ha puesto tan feo que a menudo las copas que sirven por ahí, en consonancia, saben a matarratas. Francamente, desaprovechar la ocasión de beber un trago como mandan los cánones sería de necios.
«Tres copas, si descuentas todo el espacio que ocupa el hielo, no hacen ni una copa; piénsalo», dijo mi amigo valiéndose de un punto y coma para restar transcendencia a una tercera ronda. Me convenció. Soy muy sensible al punto y coma. Me pasa como al profesor José María Valverde, que en una ocasión concedió matrícula de honor a uno de sus alumnos de Historia de las Ideas, y cuando este juzgó que la nota podía ser excesiva, Valverde alegó: «En su examen había un punto y coma tan bien puesto que era merecedor, por sí solo, de la calificación más extraordinaria».
A partir de ese momento todo se embadurnó. O simplemente nos creímos William Faulkner. «Cuando me tomo un Martini, me siento más grande, más sabio, más alto. Cuando tomo un segundo, me siento superior. Cuando tomo alguno más, no hay nada que pueda detenerme», solía decir el autor americano. Hay un momento, si no sabes detenerte a tiempo, en el que empiezas a pensar que todo se reduce a beber. No hay nada más allá del vaso. Te ocurre como en La leyenda de la ciudad sin nombre, de Joshua Logan, cuando una mujer se dirige a Lee Marvin y le dice: «Señor Rumson, ¿es que cree usted que todo lo que produce la tierra debe usarse para hacer licor?». «Sí, siempre que sea posible». Aquella señora, vista la respuesta, se permitió darle un consejo: «Debería leer la Biblia». «Ya he leído la Biblia, señora Fenty». «¿Y no le animó a dejar la bebida?». «No, pero frenó mi interés por la lectura».
No sé cómo, nos presentamos a la carrera. Todo estaba a favor: el sol, la temperatura, la presión atmosférica, la humedad, el ambiente festivo… menos nosotros. En el segundo kilómetro nos arrastrábamos apenas, sin ansias de vivir, cuando justo pasamos al lado de un puesto de pulpo. Nos miramos entre nosotros. No fue necesario ni hacernos una seña, simplemente nos subimos a la acera y, cuando recuperamos el aliento, pedimos a la pulpeira dos raciones con mucho picante. «Y sin cabezas», precisó Óscar. ¿La carrera? Yo solo pensaba en Oteiza, cuando rechazó toda forma de gloria. «No voy a manchar mi currículum de fracasos con una victoria de mierda», decía.