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Permanezcan borrachos

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Tu casa es ese sitio en el que vas acumulando tu chatarra inservible. No importa que sea una casa pequeña, que no tenga bidé, que oigas a tus vecinos cuando follan. Todos archivamos parte de nuestra mierda personal. Es un tic. Nunca la vas a necesitar, pero por si acaso el día que nunca llegará, finalmente llega, necesitas que tu basura esté ahí. En su sitio, contigo, bien perdida, para no tropezarte con ella. Alcancé esta conclusión el martes, buscando unos apuntes de la universidad que estaba seguro que jamás había tomado, y que encontré. Hay pocos momentos en tu vida tan felices como cuando descubres lo inexistente. La placidez del descubrimiento inaudito quedó bien definida en aquel grito exultante de Jaume Canivell, cuando descubrió la colección de vello púbico del marques de Leguineche en La escopeta nacional, de Berlanga: «¡Ostras, collons, pero si son pelos de coño!».

En el fondo, nos identificamos con las cosas nimias, como determinado disco, o el póster del Atlético firmado por Futre, o en el caso de Leguineche, por su colección de pelos de coño. Es nuestra basura. No necesitamos más para saber quiénes somos. No sé si se me entiende, o si tiene sentido lo que digo. Qué importa. Basta que tenga alguno, aun insignificante. «No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?», se preguntaba Mark Renton en Trainspotting.

Tengo un amigo que guarda, entre sus posesiones más valiosas, una mierda de maniquí femenino. Ahora está en el garaje, pero durante un par de años vivió en el salón. Mi amigo había terminado una relación con su novia de toda la vida, cuando al poco una noche salió de casa y descubrió en un contenedor de obra el maniquí. En realidad, él lo cuenta como si fuese un flechazo, y no un encontronazo con la basura. «Estaba desnudo, boca abajo, cubierto de escombros, como si acabasen de violarlo». De pronto, lo invadió una pena atroz, lo cargó a hombros y lo subió al piso. En el armario había todavía algunos trapos de su exnovia. Le puso una minifalda negra y una blusa blanca, además de unas bragas. «¿Qué hace esto aquí?», preguntaban al principio las visitas, desconcertadas. «Estamos saliendo», improvisaba él.

Nuestra biografía es a menudo el pequeño catálogo de los objetos inocuos que nos rodean, a veces a escondidas. Hasta hace cinco años tuve unas cortinas en el salón que me acompañaron a lo largo de tres mudanzas distintas. Siempre sobrevivían al terremoto que es una mudanza. Tenían cierta historia aquellas cortinas, sí. Y algo de suciedad. A veces una simple mancha encierra una epopeya, ese tipo de epopeya, claro, que forma parte de tu basura personal. Y de la que te cuesta deshacerte. La llevas contigo hasta que un día aparece tu madre de visita, pregunta si es que usas las cortinas de servilleta —estás a punto de contarle la verdad— y al día siguiente se presenta con unas nuevas, y tira las viejas. Fue un desastre. Respeto mucho las cortinas sucias. No conozco buenas historias con cortinas limpias de fondo. En cambio, historias de cortinas sucias, podría citar varias. Hace dieciocho años Fernando Arrabal pronunció una conferencia en el salón de actos de mi facultad. Aquel día el dramaturgo padecía un resfriado magnífico, y a cada poco, se sorbía los mocos. Producía algo de pena. También un poco de aversión. Instantes antes de subir a la tribuna, mientras acababa de llenarse el recinto, Arrabal se acercó a una cortina y se sonó los mocos con ella. A continuación disertó, curiosamente, sobre ética y estética. La vida es así de estrafalaria y radiante. Permanezcan borrachos, como recomendó Dean Martin.

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