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Yo nunca olvido un bigote

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Los malentendidos aclaran a veces muchas cosas. Allí donde hay un malentendido, existe una posibilidad de progreso. Nadie, después de todo, tropieza hacia atrás cuando corre. Me lo recordó la emisión de Juegos de guerra (1983), de John Badham, ante la cual en mi generación deseamos por primera vez ser hackers suicidas. Acabar con el mundo es un sueño perseguido por cualquiera. ¿A quién le amarga un dulce? En esta película, Matthew Broderick, gracias a un malentendido, casi lo consigue.

Todos coleccionamos equívocos. Hace un año, en el metro de Madrid, alguien me tocó un brazo. Me volví enseguida, por miedo a que me lo robasen. Era el derecho. Y estaba escaldado. En tres meses había sufrido dos atracos. «¿Qué tal?», me preguntó de pronto un hombre con bigote, en el que no reconocí a nadie familiar. «Hola», respondí por precaución. Debió adivinar mi desconcierto, porque me preguntó si «acaso» no lo conocía. Se metió en medio un silencio que duró casi un año, pero de los breves, que pasan en dos segundos. «Por favor, cómo no te voy a reconocer. Qué tontería. ¿Y qué es de tu vida?». Le tendí la mano. Sé cómo es sentirse un completo imbécil cuando le hablas a alguien que no te reconoce, y sonreí. Confesar que no lo reconocía me pareció de mal gusto. Entretanto, pensaba quién cojones sería. Yo nunca olvido un bigote.

Hay gente muy irascible por ahí, a la que conviene seguirle la corriente. Eso hice. Me arrepentí enseguida, pero todavía era de peor gusto rectificar. En cambio, él no disimulaba. Hasta sus gestos sugerían que éramos conocidos, casi primos. Chasqueó los dedos, como cuando estás a punto de saber una pregunta del Trivial, y sacó a relucir la última vez que nos vimos. «Fue en aquel pub de Sabadell, hace diez años». No había estado en mi puta vida en Sabadell. «¿Seguro?», me permití dudar. Después de todo, la duda también favorece el progreso. «Segurísimo. Ese día me contaste que te habían contratado en la Seat». Afirmé con la cabeza. «En efecto». Ni que decir tiene que nunca había trabajado en la Seat. Ni siquiera en un taller mecánico. Lo más parecido a eso había sido mi etapa de periodista en un diario en el que, de vez en cuando, tenías que apretar los tornillos de tu silla con un bolígrafo. Empecé a sospechar que me tomaba el pelo. Hay hijoputas así. «Joder, tienes razón. Yo estaba recién operado», decidí mentir, para dar continuidad a la farsa. «¿Operado?». El fulano arrugó el gesto, no tenía ni idea. Qué raro, pensé. Tan conocido mío y no sabía lo de mi operación. «¿Operado de qué?», se interesó. «Una fístula», improvisé. En ese momento, miré al suelo y advertí que llevaba botas de cowboy. Temblé.

Faltaban todavía tres estaciones para mi parada. Después de otro silencio eterno y breve, cambió de conversación. Quiso saber si mantenía contacto con el viejo grupo de amigos. «Con algunos», señalé, sin grandes concreciones. Él recordaba a María, porque hacía tres años la había visto precisamente en un tren. Me reventaba la curiosidad por saber quién era aquel tipo. ¿Y si realmente yo lo conocía? ¿Y si había trabajado en la Seat pero no lo recordaba, porque había coincidido con mi etapa de cubatas de Larios? Se me ocurrió preguntarle por sus padres. Tal vez eso me facilitase alguna pista. «Mamá bien pero papá no demasiado. Murió». De hecho, agregó, yo le había enviado un telegrama de pesame. «¿De verdad no te acuerdas?». Claro que sí. «Es que hoy llevo un día horrible», alegué. «Por cierto, no quería dejar de felicitarte por el nacimiento de tu hija. No hay nada más hermoso que dar vida a una criatura», me dijo. Ahí reventé. Aquello era un despropósito. «¿Hija? No he tenido una hija en mi vida». Ahora era él quien estaba desconcertado. «Pero es posible que... —musitó—. ¿Tú no eres Alfredo Balaguer?». En ese momento se detuvo el tren. No era todavía mi parada pero me apeé. Las botas de cowboy me ponían nervioso.

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