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Matar es una cosa muy personal

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Todas las generaciones tenemos una «losa» encima de la que debemos deshacernos mediante un asesinato. Matar es algo muy personal, de modo que cada uno elige su víctima y su arma, pero no por ello menos necesario. William Faulkner lo expresaba en su estilo cortante con un consejo que, después de seguir, legó a sus discípulos: «Kill all your darlings». Algo así como «Mata a tus ídolos». Antes o después tus ídolos se vuelven tus enemigos. Si no te deshaces de ellos, pongamos que empujándolos al precipicio, corres el riesgo de perseguirlos eternamente. Antes o después, conviene que camines solo, siguiendo tu propia vía. Las revoluciones ajenas no sirven para que tú hagas tu revolución. A menos que tu ideal se compendie en aquello que el profesor José Luis López Aranguren atribuía al refranero navarro: «Por la mañana mi misica; por la tarde mi copica; por la noche mi putica».

A aquellos que soñaban con ser escritores, William Faulkner les proponía una fórmula de enunciado sencillo, fácil de confundir con lo difícil: «Sueña siempre y apunta más alto de lo que sabes que puedes hacer. No te limites a ser mejor que tus contemporáneos o tus predecesores. Intenta ser mejor que tú mismo. El artista es una criatura movida por los demonios». Era un consejo ampliable a no escritores. En realidad, a todas aquellas personas que, llegado el minuto, desean saltar del tren en movimiento. Hablar de literatura simplemente es un modo más de no hablar de literatura.

El método para abandonar la vía del tren —que siempre conduce al mismo lugar, por el mismo trayecto— admite muchas metáforas. Yo me quedo con la del asesinato. En la línea de Faulkner, pero también en la de Gombrowicz. Después de vivir en Argentina un exilio que duró 24 años, al escritor polaco le llegó el momento de regresar a Europa. Lo hizo en 1963. A punto de zarpar en el Federico, gritó a los colegas argentinos su consejo para hallar nuevos paradigmas a su literatura: «¡Muchachos, maten a Borges!». Ese Gombrowicz es el que se cruzaba con el escritor argentino en las calles de Buenos Aires y desde la otra acera le gritaba: «¡Hey, Borges, acá Gombrowicz!». El argentino era ya un autor institucional, canónico, intelectualista, frente a lo que se revelaba la propuesta dionisíaca y periférica de Gombrowicz, que sabía que siempre llega el momento de apartarse del buen camino en dirección al nuevo, que todavía no se sabe a dónde conduce.

En última instancia, nuestros crímenes nos proporcionan identidad. En ocasiones solo consigues saber quién eres a partir de tus cadáveres. Hasta ahora tus crímenes te hacían grande. O pequeño. En todo caso, te hacían alguien. Hablaban por ti. Cierto es que había ídolos a los que matar. La escasez de ídolos verdaderos, que no sean los que ya tuvieron las generaciones anteriores, nos amenaza con no cumplir nuestros sueños de ser algo. Anteayer eras algo gracias a tus víctimas. Ellas te otorgaban carácter. Tus crímenes te indicaban un camino, trazaban el mapa de tus obsesiones, que, a la postre, son lo que hacen que la vida valga la pena. Todo ha cambiado en poco tiempo. Como si matar, incluso siguiendo las instrucciones de la metáfora, estuviese mal visto. Todo recuerda mucho a Casino Royale, aquel filme surrealista en el que Woody Allen interpretaba al sobrino de James Bond, Jimmy. En una de las secuencias, a punto de morir, le decía al tipo que pretendía acabar con él: «No puedes matarme, mi país reaccionará. Enviará una carta».

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