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La sorpresa fue mayúscula

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No me gustan las sorpresas. Desconfío de la gente que disfruta con ellas. No menos que de la gente que rechaza un chupito de hierbas solo porque no le gusta. O de la que nunca saca el brazo por la ventanilla mientras conduce. Esas sorpresas que algunos tanto veneran, cuando te das la vuelta se traducen en adolescentes que abren eufóricos su regalo y encuentran —toma sorpresa— unos calzoncillos de otra talla o unos calcetines negros. O un libro. Gestionar esa decepción, de tal forma que parezcas entusiasmado, es la clase de cosas que te lleva a creer que la vida es una mierda.

Todavía lloro al recordar aquella Navidad que mi tía Elisa me regaló unas bragas rojas, con encajes y un pequeño pompón, ridículas incluso si yo hubiese sido mujer. Me había entregado, por error, el regalo de mi hermana. Cuando lo subsanó, me tocó una de esas cintas del pelo para hacer deporte. Hay días que creo que aquella confusión con las bragas me desgració la infancia.

En mi familia, cuando nos queremos hacer un regalo sorpresa, nos preguntamos qué necesitamos, para acertar. Nadie ha dicho nunca bragas rojas, ni calzoncillos, ni cintas para el pelo. Nos va bien así. Me acuerdo a menudo de la felicidad que embargaba a mi padre cuando la abuela, por el día de San Ramón, le regalaba todos los años un cartón de Ducados sin envolver. Ni siquiera dentro de una bolsa. Aquella ausencia total de sorpresa producía, sin embargo, un frenesí total en mi padre, que había nacido para fumar. Si eres fumador lo comprendes mejor. Kipling se aproximaba a esa experiencia cuando, con la mentalidad de su época, sostenía que «una mujer es solo una mujer, pero un cigarro es fumar».

En mi casa, un regalo nunca puede ser una sorpresa, solo una constatación. No nos desmayamos del asombro, pero tampoco nos alegramos por compromiso. Es cierto que en esta familia estamos muy escarmentados. Tenemos siempre presente la historia del primo Óscar, que en paz descanse. Trabajaba en la marina mercante y pasaba largas temporadas fuera de casa. En unas navidades, para dar precisamente una sorpresa a su novia, adelantó en un día su regreso. Cuando entró por la puerta, llamó tres veces a Beatriz. No contestó nadie. Supuso que su novia se habría entretenido en el hospital, o tal vez cambiado el turno con alguna compañera. Entretanto, él se acomodó. Solo tuvo sensación de estar en casa al abrir la nevera y sacar una cerveza. Los hogares se construyen en cierto sentido sobre las bebidas. En vista de que ella no daba señales de vida, se dirigió al apartamento de su vecino Abelardo. Necesitaba charlar con alguien. Encontró entornada la puerta. Le pareció raro. Nadie dejaba nada abierto, y menos la puerta de casa. Ni siquiera el paquete de tabaco. Avanzó sin llamar, con sigilo. Si alguien estaba robando, lo mejor era entrar en silencio y sorprender al ladrón. Avanzó de puntillas. No vio a nadie en la cocina. Ni en el salón. Cuando se asomó al dormitorio descubrió a Abelardo follando con una mujer de pelo largo y moreno. Estaba de espaldas. Mi pariente retrocedió muy despacio y con una gran sonrisa en la cara. Se alegraba horrores por Abelardo.

Cuando regresó a su apartamento se sentó en el sofá, puso los pies sobre la mesa y se consagró a las cervezas y la televisión. Media hora después, entró su novia en el piso. Vestía un pantalón muy corto y una camiseta de tiras, y calzaba chancletas. Se puso blanca al ver a Óscar en casa. Finalmente balbució unas palabras de desconcierto: «¿Pero tú no llegabas mañana?». No era la típica frase de alguien que se alegra de ver a su novio. «¿Y tú de dónde vienes?», preguntó a su vez Óscar, al que se le hacía un poco raro que su novia fuese a trabajar con aquella pinta al hospital. «Me quedé sin sal y le he ido a pedir una poca a Abelardo. Hemos estado un buen rato de cháchara». Mi primo se quedó de piedra. En efecto, la sorpresa fue mayúscula.

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