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Matarratas con hielo
ОглавлениеMi amigo Z. empezó a salir con María a los 19 años. Al principio les fue bien. Es decir, durante las primeras horas. Pero al tercer día notó que el amor funcionaba mal. Había sido testigo de eso que William S. Burroughs denomina en El almuerzo desnudo el «instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores», pero prefirió torcer la cara. Pasaron los semanas y un día por otro no encontraba el momento idóneo para poner fin al romance. En el último instante, con el discurso de despedida que yo le había preparado en la cabeza —«me parece que quiero cortar, tía»—, siempre ocurría algo suficientemente estúpido que aplazaba lo inevitable. Z. se dejaba llevar y se adaptaba a la calamidad. Me recordaba a menudo a la madre del protagonista de La vida de Brian, cuando en un momento delirante de la película, Brian le pregunta: «¿Te violaron?». Y su madre le responde: «Bueno... al principio sí».
Hacía tres meses que salían cuando retomó la idea de dejarla. «No hay pasión, ni afinidades, ni nada», me dijo una tarde. «¿Te escribo otro discurso de ruptura?», le pregunté. Me sorprendió el modo en que me dijo «no». Fue esa clase de «no» que alegan los porteros de algunas discotecas para que te saques de su vista. Rotundo. Estaba decidido a dejarla y no necesitaba discursos ni hostias. Lamentablemente, en el último segundo recordó que eran las vísperas de la boda de su hermana. No quiso teñirle la fiesta de luto. Pasó el tiempo. Cuando se propuso retomar los trámites para que el idilio acabara, ella le presentó a sus padres por sorpresa. Le cayeron tan bien que no tuvo más remedio que enfriar la intención de abandonar a María unas semanas. «Cuestión de formas», alegó.
Por esa época encontró trabajo en un periódico. Entre los horarios y alguna compañera de redacción, María pasó a un tercer plano. No renunciaba a dejarla, pero «cuando la ocasión sea más propicia». Se trataba solo de una estrategia para seguir a la deriva. En ese escenario, un día llegó la propuesta de matrimonio de María. Z. no encontró las palabras para decir «no». Algunos monosílabos requieren una compleja construcción sintáctica. No te salen si no eres Marcel Proust. Aceptó y la boda trajo un nuevo aplazamiento de ruptura. «Tiempo habrá de divorciarse», me confesó, ebrio, el día de la despedida de soltero. «Hoy en día —añadió— es un trámite más o menos ágil». Le di la razón: «Cuestión de juntar cuatro papeles». Entretanto, se liaba con algunas periodistas de vez en cuando, a las que persuadía para no tomarse el lío en serio alegando que estaba casado. Pero un día pasa lo que sucede. Con Z. lanzado definitivamente a la ruptura, María se le adelanta y, en cuanto él llega del periódico, le dice: «Quiero el divorcio». Fue un momento supremo, feliz, en el que quedó a la vista la jugada perfecta de Z., que tenía algo sucio e inevitable que hacer, y había dejado que otro lo hiciese por él. Después de eso llegó el martes, los antros, el matarratas frío y la típica resaca de miércoles, que dura hasta el sábado.