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La última batalla del bebedor
ОглавлениеEn la noche de todo bebedor existe un momento insignificante y a la vez crucial, cuando ya has aplazado tus tragos hasta el día siguiente, en el que te pones a prueba. No importa qué hayas hecho hasta entonces. Ahí, en ese fugaz segundo, con tu defensa ya bajada, te retratas. Existe un tipo de bebedor que siente el oscuro impulso, una vez deja de beber porque se hace temprano, de ir todavía más allá. Quieres jugarte el todo por el todo y llegar hasta el final. No eres muy distinto, después de todo, de esos tipejos que se ganan la vida dando cartas, o apostando su alma en una cuerda floja.
Llegada esa hora en la que abandonas en la barra el último vaso, solo hay dos clases de individuos. De un lado están los fulanos que liquidan la noche cuando entran en casa, lentamente se arrastran hasta el dormitorio y mueren sobre la cama, como elefantes. Eso es todo. No creen que haya nada importante después del último trago. Solo desean que el día acabe, enfrentar la resaca como samuráis, y esperar que pase pronto la semana, hasta el viernes. No tengo nada contra ellos. Muchísimas noches, de hecho, soy uno de esos, alguien en busca de una muerte rápida y reparadora.
Cerca pero muy lejos, están aquellos otros que después de una noche durísima, borrachos y arrastrados por el desierto que abre el whisky, libran la ofensiva final en la cocina. Es la madre de todas las batallas. Solo ellos y la nevera. Comer acarrea entonces la agonía perfecta, el estertor último, emocionante y bello, el instante en el que superas la escarpada ladera y ves el mar, donde la borrachera se hace feliz y dulce. Ese enfrentamiento te rehabilita. En alguna medida, restituye tu crédito, debilitado durante las últimas horas, con sus copas y fracasos. No hay derrota posible cuando te detienes, por ebrio y rendido que estés, y cenas al amanecer en soledad, previendo que ha vuelto a ser otra noche de mierda. Pero no importa porque tienes hambre y comes lo primero que encuentras. En ese momento, todo empieza de nuevo, florece. Es primavera. El pasado no pasó.
Hay un momento en la vida en el que dejas de saber por qué todavía sales los viernes. Y los sábados. En realidad, también algunos jueves. Es una ignorancia molesta, que sitúa ante ti un precipicio, a modo de espejo. Yo la supero diciéndome que salgo para llegar tarde, medio ebrio y cenar un buen desayuno. Durante una época disfruté saliendo con un amigo de un amigo porque después de beber toda la noche, él daba lo mejor de sí mismo al llegar a casa, en la cocina. En una ocasión, de camino a la cama, se empeñó en pasar por la pescadería. Yo sabía que había sobrado empanada del día anterior. Justo una empanada de congrio, fría y dura, es a veces todo lo que necesitas en la vida antes de entregarte de rodillas a la resaca para que acabe contigo. Le disuadí de comprar una docena de sardinas. No pude evitar que se llevase una merluza de quilo y medio. Al parecer la preparó a la bilbaína, mientras todo nos daba vueltas. No pude recordar nunca aquel episodio. Su madre, por los restos que descubrió al día siguiente, asegura que era a la bilbaína. Lo doy por bueno. No importa tanto cenar esto o aquello, como someterte a la cuerda floja de la cocina antes de irte a la cama. Hace años, en un sentido parecido, le oí contar a Stephen King que no recordaba ser el autor de uno de sus libros porque lo había escrito borracho. ¿Qué cojones importa eso? El caso es que fue aplaudido y recompensado por ello.