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Bragas en el tendal

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En una etapa de mi vida me tocó escribir en una habitación con vistas a los tendales del vecindario. Cuando apartaba la mirada del texto, buscando un punto de agarre para continuar la escalada, solo se me ofrecían camisas, bragas, sábanas... Si tenía suerte, veía a la vecina del segundo tendiendo la ropa. Aquella mujer, en mi recuerdo, es un milagro de verano. Solo por verla merecía la pena ser un escritor, incluso de los malos, encerrado en una habitación tétrica, que se entretenía contando pinzas en el suelo, a la espera, en vano, de que un día llegase la verdadera literatura. Pero casi nunca tenía suerte.

Era su marido, cuando no su madre, el que se encargaba de tender y recoger la ropa. Por aquella época, tal vez como efecto de las vistas taciturnas e incomunicadas, sin horizonte, de los tendederos, mis personajes se suicidaban a menudo. Si alguno sobrevivía era porque su vida, en el fondo, resultaba tan desgraciada que ni merecía el alivio de la muerte.

El tono de los textos, la sedación incluso de mi estilo por entonces, corrían paralelos al hastío del tendedero. Nunca hay que esperar gran cosa de unos calzoncillos al sol. Ni siquiera de un sujetador push-up. En ese contexto, apenas son tejidos suspendidos en el vacío. A veces resulta más alentador el silencio que te devuelve una pared sin ventana. Creo que solo Roberto Bolaño fue capaz de convertir un tendal en una explosión de luz cegadora, capaz de transportarte a un lugar maravilloso sin desplazamientos. Ocurre en 2666. En la segunda parte, Amalfitano encuentra dentro de una caja de libros el Testamento geométrico, de Rafael Dieste, y toma la decisión de colgarlo en un tendal de ropa, como una camisa mojada. No lo cuelga porque previamente se hubiera humedecido, sino «porque sí, para ver cómo resiste la intemperie, los embates de esta naturaleza desértica», le explica a su pareja.

Es difícil calibrar en qué medida, si eres escritor, las cosas que te rodean se inmiscuyen en tu literatura por una ventana y la guían por ciertos caminos y no otros. Quizás aquellas bragas recién tendidas, goteando, o la vecina del segundo en el minuto de recogerlas, determinasen mi estilo más que la lectura y la digestión de Faulkner, Scott Fitzgerald o Borges. ¿Cómo saberlo? Imposible. Los acontecimientos decisivos de la historia son a menudo secretos. Cuántas veces no atribuyes a una acción la menor importancia, y de pronto, pasado un tiempo, descubres que cambia tu vida. O lo intenta.

En mis años interno en un colegio de mercedarios, cuando me tocaba servir la comida a los frailes, aquel escupitajo que dejaba caer en la fuente de la sopa, en el trayecto entre la cocina y el comedor, me pareció siempre un gesto insignificante, aunque balsámico. Era mi respuesta pueril a las hostias que recibía. Me ayudaba a dormir. Al final de aquel curso, sin embargo, un compañero de internado me obligó a redactar su trabajo sobre la ii Guerra Mundial a cambio de no revelar a los frailes todos los ingredientes del consomé. Las cosas importantes algunas veces son solo una suma de idioteces que requieren un largo período de gestación. ¿Cómo puedo saber que aquel tendal, más el escupitajo para dormir, más algún libro irrelevante que fui intercalando, más las hostias que recibí del Padre Felipe, no me convirtieron en el escritor que tal vez un día llegue a ser? Simplemente, no puedo.

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