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Creo que me voy a morir

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El miércoles fui a la oficina de empleo. Llovía y hacía sol. El funcionario estudió en silencio los papeles que le había entregado, y cuando finalizó, los volvió a estudiar. Quizá la primera vez los había leído pensando en un cruasán. O tal vez fuera un tipo exhaustivo, a pesar de que solo eran dos folios. Transcurrió un minuto, aunque no soy bueno en cálculo. Tal vez fueran dos semanas. En ese tiempo, no abandonó el silencio. En la función pública eso no es bueno ni malo. Malo es cuando el funcionario aprieta los labios y columpia la cabeza. Hostia puta. Significa que las cosas se complican inesperadamente para tus intereses.

No pasa casi nunca, solo a menudo. El hombre rasgó al fin la incertidumbre: «Está todo bien, pero…», dijo, mientras balanceaba la cabeza. Le clavé los ojos. No tenía otra cosa para clavarle. Revisó una tercera vez los dos folios. «Está todo bien, en efecto, pero… falta un papel», dictaminó, mientras me miraba con desagrado, como si fuese la quinta vez que me faltaba un papel esa mañana. «¿Qué papel?», pregunté, por no escupir, como Clint Eastwood. «La factura», aclaró. «La factura es esta», señalé el segundo de los papeles, y le clavé un dedo encima. No tenía, repito, otra cosa para clavar. «Ah, es verdad».

Cuando salí de allí había cambiado el orden de la mañana, y ahora hacía sol y llovía. Me habría fumado «un buen cigarro de cinco centavos», que según Thomas Marshall, vicepresidente con Woodrow Wilson, era lo que necesitaba ee. uu. para superar sus penurias de entonces. Pero ya no quedan cigarros así. Además, no fumo. Me sentía feliz. Había salido vivo a una de las frases más perniciosas que conozco. «Está bien, pero…». No sé cuántas veces la habré escuchado, pero sí que, después de oírla, las cosas se empiezan a torcer en mi contra. No le das importancia la primera vez. Solo es una frase inconclusa, piensas. Ya. Cuidado con las oraciones inofensivas.

«Está bien, pero…» es otro tipo de frase que «creo que me voy a morir...», pero igualmente perjudicial. Es como oír, digamos, tambores de guerra. Cuando vivía del periodismo tenía una jefa que la manejaba con maestría. Yo escribía mi página de sucesos, que a menudo se dividía —o multiplicaba— en cuatro páginas más, y se la entregaba para su corrección. Cuando acababa de leerla, me la devolvía precisando: «Está bien, pero quita esto, y llama al abogado, y habla con el comisario, y no titules así, hombre, que pareces un becario». Esto es solo un garrafal caso. Si la vida te sonríe, la frase te sale al paso antes de llegar a una redacción, tal vez cuando retiras tu primer preservativo, pensando que has hecho algo grande. No sueñes.

Mario Levrero teorizó muy bien sobre ese pero fatal. Una de sus novelas más divertidas arranca así: «“La novela es buena —dijo el Gordo, e hizo una pausa significativa—. Pero...”. Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero... Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero…».

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