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Yo salí con una traficante

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El pasado no pasó, pero pasará, seguramente. A menudo viene del futuro, y eso lleva su tiempo. Hace 28 años, por el día de mi comunión, mi tío Agustín me regaló un tigre de bronce, de un metro de largo. Había escuchado, supongo, que me gustaban los animales. Naturalmente, guardamos aquel armatoste en un armario, horrorizados. No fue suficiente. Allí dentro, envuelto en una toalla, el animal seguía produciéndome terror. Lo trasladamos a la habitación de invitados. Al poco, lo subimos al trastero. Más tarde, lo bajamos al garaje. Cuando nos pareció, lo movimos al cobertizo de la leña, con la esperanza de que lo robase algún vecino. Entretanto, hice la confirmación, aprendí a fumar, aprobé el bachillerato, me enamoré de Gabriela Sabatini, me matriculé en Filosofía. Por hacer algo.

Cuando llegó el día de la mudanza, rumbo a la universidad, no recibí grandes consejos de mi padre, salvo uno: «Mira qué te digo: ¿por qué no te llevas el tigre?». Me pareció lo menos que podía hacer por mi familia, si finalmente pensaba tomarme la vida con calma y consagrar ocho años a acabar la carrera. Hablamos de leer a Hegel, a Kant, a Husserl, a Heidegger. De hecho, empleé los dos primeros cursos en aprender a escribir correctamente Nietzsche y Wittgenstein. Era fundamental. No puedes comprender qué piensa un individuo sobre metafísica, o qué entiende por eterno retorno, si no sabes cómo se llama. Esta lección vale para todo, no solo para la filosofía. Mi vida sentimental fracasó un par de veces porque me dirigí a mi pareja con el nombre de otra. Creo que lo digo todo.

En esos años confusos también trabé amistad con una camello. Se llamaba Estíbaliz, pero yo le llamaba «cuqui», para asegurar. No tenía yate. Ni un Renault 5. Tenía una Vespino trucada, que era muchísimo mejor. Hicimos un par de viajes de placer a la playa nudista de Area Longa, en Porto do Son. Pocas cosas hay más bellas que fumar un buen canuto en pelotas, escuchando a The Smiths. Una noche «cuqui» apareció por mi apartamento para ofrecerme la prueba de un material nuevo. Bocatto di cardinale, aseguró. Yo estaba tan colocado, que cuando dijo «me cago en diola, cómo mola este tigre», respondí que si le gustaba tanto, se lo cambiaba por el pedrusco de hachís. Así me deshice yo del regalo del tío Agustín, prosaicamente. Por desgracia, mes y medio después Estíbaliz cayó en una redada contra el menudeo de estupefacientes. Me sorprendió muchísimo, pues no tenía ni idea de que aquella chica traficase con drogas. Qué lástima, pensé. Pero aquello no fue lo peor. Pasado un mes, llamaron a mi puerta. Era el hermano de Estíbaliz, acompañado del taxista que lo había llevado hasta allí. Entre ambos sostenían el tigre de cobre. Me resigné.

Años después, en otra mudanza para irme a vivir tres calles más allá, la figura se extravió. Un amigo me aseguró que se había perdido, por error, en un basurero al que se llegaba tras desviarse varios kilómetros del trayecto que conducía a mi nueva vivienda. Di por buenas sus explicaciones. Errar es de humanos. Cuando el tío Agustín se presentó para conocer el nuevo piso, y preguntó por el tigre de la comunión, se llevó el disgusto de su vida, claro. Pero como digo, el pasado llega mucho después de pasar, en futuro. Hace dos años, a punto de mudarme a Madrid, llamaron a la puerta. Era domingo. Abrí con resaca y legañas. La sorpresa fue mayúscula cuando descubrí al tío Agustín con una pierna apoyada en el lomo del tigre de cobre, como si acabase de cazarlo.

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