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Todos somos Mary Cheever

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«Puede que fuera infiel, puede que fuera borracho, pero siempre estaba en casa a la hora de la cena», decía Mary en favor de su marido John Cheever, que tenía dos o tres vicios muy particulares. No hay defecto, cuando nos es demasiado próximo, que no nos parezca ínfimo. Ningún error alcanza notoriedad a cambio de que lo hayamos cometido nosotros, o uno de los nuestros. Esto es así, sin entrar en demasiados detalles. Todos somos Mary Cheever, personas dispuestas a pasar por alto cualquier afrenta a cambio de comer con cierta puntualidad. La vida solo se vuelve soportable si somos capaces de restar hierro a las crisis. Me ocurrió el sábado, cuando golpeé una figura del Apóstol Santiago de Sargadelos, se cayó del mesado y se desintegró. La figura, no sé por qué, era muy querida en casa. Oculté los restos en el fondo del cubo de la basura, para que no molestasen a la vista. Alguien los descubrió, por una fatal casualidad, y empezó a hacer preguntas. «Puede que haya sido yo», admití con arrogancia. «Pero después de pintar el dormitorio, techo incluido, y quedarme para el arrastre», alegué. La vida transcurre entre pretextos.

Todo error es relativo. En especial si lo cometes tú. Da igual qué hayas hecho. No será tan serio, digo yo, si no has matado a nadie. Como tus cagadas no son nunca graves, antes o después tampoco te lo parecen las de tu hermana, tu marido, tu novela o tu partido político. El pretexto se busca. Hay una escena en 99 River Street, de Phil Karlson, en la que uno de los personajes, afligido, le confiesa a su amigo: «He matado». La cosa parece espinosa, en efecto, pero su compañero toca la tecla exacta y lo consuela: «Hay cosas peores aún, como ir matando a alguien minuto a minuto».

En última instancia, conviene ejercer el olvido para dejar sitio a nuevos conocimientos. Nada dura más de tres días, según un proverbio árabe. Se trata de abandonar aquellos lugares en los que ya se ha estado. Como aquel intelectual que decía que el gazpacho se condimenta con sal, pimienta, perejil, tomate… y luego se tira por el váter. Pelillos a la mar, en fin. Es imposible mantener todo el tiempo los ojos abiertos. La podredumbre, en el fondo, es un parpadeo suave en el momento exacto. No hay error próximo, por grande que sea, que no quepa en el fondo de un bolsillo. Todos conocemos la historia de Paco, que después de una noche absolutamente degenerada, digna de Cheever, apareció por casa al amanecer. El vecindario lo observaba intentando abrir la puerta, sin éxito. Cada quien masticaba su teoría. Uno de los vecinos, cínico, le preguntó: «Pero Paco, ¿de dónde vienes?». La mujer de Paco, desde el balcón, consideró oportuno salir en defensa del marido, y respondió por él: «¿De dónde va a venir Paco? Paco viene de Francisco».

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