Читать книгу Mientras haya bares - Juan Tallón - Страница 16

Hegel y los negocios decadentes

Оглавление

En todos los sitios, en una ciudad, en una aldea decadente, en una carretera solitaria, hay una tienda en la que nadie compra. Ni siquiera entra. Pero misteriosamente, resiste. No necesita a la sociedad. Lleva ahí toda la vida. Se acostumbró al vacío, a que la puerta no se abra, a que no haya cambio en la caja registradora, al beneficio cero. No necesita clientes. Tal vez si un día comenzase a entrar y salir gente del negocio, a hacer transacciones, a facturar, a realizar devoluciones, a anotar pedidos, en definitiva, a vivir al revés de como vivió en los últimos cuarenta, cincuenta o sesenta años, no tendría otro camino que cerrar. Algunas cosas solo funcionan siguiendo la dirección contraria, dejando de funcionar. Hace meses que observo una ferretería cerca de mi casa. Cada vez que paso por delante, espío el interior. Nunca hay nadie, excepto el propietario. En dos ocasiones entré y encontré lo que buscaba. Pero el dueño me miró como cuando pasas diez años solo en una isla deshabitada del Pacífico, y una tarde de verano aparece un tipo en chanclas y bermudas.

También hace tiempo que observo una tienda de filatelia, minerales y numismática, no lejos de la ferretería, en la que nunca entra nadie. Cuando se tienta a la suerte, se asoma alguien por la puerta y pregunta si tienen baño, o dónde puede encontrar una farmacia. Inexplicablemente, hace décadas que la tienda permanece en la brecha, como si se tratase de un negocio boyante, en continua expansión. Es muy raro. Supongo que a la dueña, una señora gruesa y bajita, con gafas y pelo blanco, le va bien así, y que entre unas cosas y otras, le cuadran las cuentas a final de mes. El dinero es muy caprichoso. Cuando no lo tienes, a veces es cuando más abunda; no sabes qué hacer con él. Yo nunca sufrí tantas penurias como en la época en que ganaba cinco mil euros al mes y me pasaba el día gastando sin sentido. Mi madre no entendía que llamase a casa para que me ingresaran 300 euros de cuando en vez, y yo no sabía explicárselo, sinceramente.

La tienda se acostumbró al silencio, a que la puerta no se abriera, a que los paraguas no gotearan en el suelo cuando llueve, a que no hubiera cambio en la caja registradora. Los días que me coincide pasar por delante, miro a través del escaparate y la dueña siempre está reclinada, con las tetas sobre el mostrador. Su gesto es de una desgana profunda. Parece lejanamente triste, con la mirada exiliada. Tal vez rece para que no entre nadie a molestar y que la máquina de hacer dinero no se detenga. En mi idea cándida de los negocios, temo que si un día se invirtiese la dialéctica, y de repente empezase a existir movimiento en el local, y gente entrando y saliendo con las bolsas llenas, que obligase a facturar, y a realizar más pedidos, y a contratar personal, la tienda iría a la quiebra sin remedio. Y sería muy triste.

Existen negocios que están más allá de la economía de mercado. No precisan establecer intercambios comerciales. El silencio y el vacío bastan. Anida en ellos algo absolutamente fértil. En cierta medida, son como ese ejemplar de Fenomenología del espíritu de Hegel, en el que reparo cada vez que entro y salgo de la biblioteca. Siempre está en la misma posición, tieso, frío, invulnerable a la indiferencia de los usuarios. Eso no evita que sea inmortal. No necesita que lo lea nadie. Fue suficiente con que Hegel lo escribiera. Y como mucho, que después Marx reflexionara sobre él.

Mientras haya bares

Подняться наверх