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Prohibido tirar libros al retrete
ОглавлениеEl lunes por la noche dejó de funcionar la cisterna. Naturalmente, se originó cierta psicosis en casa. Nunca es buen momento para una eventualidad así. Figúrese. Justo es el tipo de avería a la que más se teme en un hogar. Cualquiera preferiría quedarse sin agua caliente antes que descubrir, cuando ya es tarde, que tirar de la cadena no surte efecto. No sé por qué, pensé que podría repararla. En una maniobra elemental, retiré la tapadera. Si había sido capaz de escribir un libro, que posteriormente leyó medio centenar de personas, tal vez podía arreglar la cisterna, que en alguna medida también tenía que ver con la lectura.
Hubo un caso célebre, que Ilyá Ehrenburg narra en sus memorias Gente, años, vida. El periodista soviético cuenta que llegó a Moscú desde la Guerra Civil española, donde estaba como corresponsal, y se asombró al encontrar en el ascensor de su casa un cartel que decía: «Prohibido tirar libros al retrete». Al parecer, la posesión de ciertos libros era peligrosa y, en ocasiones, había que deshacerse de ellos aunque fuese a costa de atascar las cañerías.
Miré hacia aquel abismo desde arriba, y me pareció contemplar un complejo universo de tubos y palancas que solo Dios podía explicar. Me dio la impresión de que estaban rotos los topes de la válvula de descarga. No ocultaré que me puse algo nervioso, incluso me emocioné, como cuando adviertes que si mueves el alfil a f6, haces jaque mate. Me pareció demasiado fácil como para no sospechar que la facilidad debía ser una trampa de la cisterna para que me animase a sustituir la pieza personalmente, y luego provocar una avería mayor, irreversible. Tenía recientes algunas experiencias, como cuando intenté montar un mueble de Ikea con un martillo, pensando que avanzaría más y mejor que con la llave Allen. También recordaba cuando quise agujerear la pared para fijar un perchero, y empleé la broca equivocada. No necesitaba hurgar más en el pasado. La facilidad siempre es un señuelo, como ciertas luces de neón, o la música deliciosa de las tragaperras. Había aprendido la lección. Busqué en Google un fontanero, y llamé. Le expliqué que la cisterna bla bla y que, según una observación primaria del escenario, etcétera etcétera. «Mañana a primera hora estamos ahí», dijo rápidamente, como si tuviese prisa por llegar. «Sin falta», añadió. Apareció a la una de la tarde, el muy hijoputa. Entretanto, tuve que bajar dos veces al váter del bar Mundial 82.
Cuando llamó a la puerta le abrí entusiasmado, ansioso, como si yo fuese Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, y el fontanero un miembro destacado de la comitiva americana que llega a Villar del Río. Lo estudié de arriba abajo. Medía un metro noventa. En una mano llevaba una llave inglesa y dos destornilladores. La otra la tenía metida en el bolsillo. «¿Dónde has dejado a tu socio?», pregunté, dando por sentado que alguien tendría que portar la caja de herramientas y las piezas de relevo. «¿Qué socio? Yo trabajo solo. Se discute menos». Me pareció un razonamiento demoledor, y me callé.
Como sospechaba que esta gente factura seguramente por minuto, y por eso camina siempre con tanta lentitud y habla tan despacio, yo me había tomado la molestia de sacar la pieza rota. De hecho, el fontanero solo tuvo que llegar al baño y decir: «La válvula de descarga está rota». «Tendrás que poner una nueva, entonces», arriesgué. «No he traído», alegó. «Tendrás que ir a buscar una, ¿no?», deduje. «Sí, pero no me va a dar tiempo», pretextó, para a continuación añadir: «Vamos a tener que dejarlo para la tarde». No era con lo que yo soñaba, así que puse ciertas condiciones: tendría que ser a primera hora. «A las cuatro sin falta», afirmó. Apareció a las siete. Llevaba de nuevo una mano en el bolsillo y la pieza nueva encajada en la axila. A partir de ahí, todo ocurrió a velocidades vertiginosas. En dos minutos colocó la válvula, cerró la tapadera, accionó el tirador para probar y todo volvió a la normalidad. Perfecto. «¿Cuánto es?», pregunté feliz, creyendo que el precio guardaría proporción con la dificultad. «Setenta euritos, por favor», dijo con la voz muy dulce. Tenía educación. Me quedé blanco, sin habla, como Pepe Isbert cuando los americanos pasan de largo. Máxime teniendo en cuenta que la pieza costaba doce euros y podía instalarla un repetidor de segundo de la eso. Cualquiera. Yo inclusive. Antes de pagar, pregunté con ingenuidad si no me daba una factura. «Es que no he traído», se disculpó. «Pues yo tampoco he traído dinero», estuve a punto de decir. Pero no quise montar un espectáculo en mi propia casa.