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Prólogo


Lancé la primera convocatoria para un taller virtual de creación literaria hace exactamente un año, luego de la declaratoria de pandemia mundial por el coronavirus, cuando, como a tantísimas personas en el mundo, el cierre de las economías por razones sanitarias me dejó sin trabajo y me obligó a buscar una alternativa desesperada para seguir pagando las cuentas y llegar a fin de mes. Al hacerlo tuve muchas dudas: ¿funcionaría un taller en este formato o la distancia y frialdad de la comunicación digital lo volvería impersonal, poco instructivo e incluso hostil? ¿Habría interesados? ¿Y si nadie se matriculaba?

Publiqué el anuncio en la redes sociales y, para mi sorpresa, la primera convocatoria completó el cupo. Lo mismo ocurriría en las sucesivas invitaciones posteriores. Eran talleres de ocho sesiones, en los que repasábamos algunos conceptos fundamentales: el narrador, el tiempo, el estilo, la realidad, el origen de las historias. Obsesionado con los escritores norteamericanos de la llamada «generación perdida», ilustraba la teoría con relatos de Ernest Hemingway («Las nieves del Kilimanjaro»), William Faulkner («Dos soldados») o J.D. Salinger («El pez plátano»), a quienes añadía pequeñas obras maestras de Gabriel García Márquez («El verano feliz de la señora Forbes»), Ambrose Bierce («El incidente del Puente del Búho») o José Carlos Onetti («El infierno tan temido»).

En el camino descubrí que, en lugar de entorpecer la dinámica de grupo, la comunicación virtual podía incluso estimularla. Aplicaciones como la que empleo para los talleres permiten un orden, una proximidad, un nivel de participación y una concentración que a veces se pierden en un salón de clases.

Otra ventaja ha sido la posibilidad de abarcar todo el mundo. Aunque la mayoría de integrantes de los talleres han sido peruanos, pueden encontrarse en los lugares más remotos. Desde que comencé, he tenido alumnos en Italia, Suecia, Francia, Alemania, los Estados Unidos o España (donde yo mismo vivo). En el Perú los participantes han estado en Arequipa, Puno, Cusco, Piura, Huancayo, Ayacucho, Iquitos y Lima. Mujeres y hombres de todas las edades, unidos por el amor a la literatura, con toda clase de profesiones y pasatiempos: cocineros, estudiantes, maestros, historiadores, abogados, militares en retiro, psicólogos, fotógrafos, funcionarios públicos, museógrafos o periodistas. Esta pluralidad de orígenes y destrezas ha servido para enriquecer las discusiones con unas experiencias y un conocimiento imposibles de hallar en un grupo homogéneo de personas.

A medida que se sucedían estos talleres comencé a madurar la posibilidad de formar un grupo de alumnos fijos que, al estar enterados de las nociones del curso inicial, se dedicaran exclusivamente a la práctica, es decir a desarrollar ejercicios y analizar lecturas que les permitieran perfeccionarse en el arte de narrar. Comencé a compartir la idea al final de cada taller y remití un correo de invitación a los alumnos que habían participado desde la primera convocatoria. Así nacieron los talleres continuos de creación literaria, uno los miércoles por la tarde y el otro los sábados por la mañana, que celebran su primer aniversario de existencia con la publicación de este compendio de relatos.

Esta ha sido y sigue siendo una experiencia fascinante. Lo que comenzó como una aventura eminentemente literaria ha evolucionado y, como esos personajes de las ficciones que escapan de las manos de su autor, se emancipan y comienzan a tomar sus propias decisiones, ha cobrado vida propia, autogenerando su propia dinámica. Como solemos comentar, el resultado han sido unas sesiones muy intensas, dos horas que pasan volando, donde los intercambios de opiniones suelen ser apasionados, entusiastas, pueden combinar los elogios más encendidos y las críticas más feroces, pero siempre suceden en un tono distendido, tolerante, afectuoso, cómplice que resulta extraordinariamente didáctico y favorece de una manera asombrosa el aprendizaje. Lo digo por experiencia propia porque, como suelo repetir, desde mi posición de observador, árbitro e instigador del diálogo, quien aprende más con los talleres soy yo mismo.

Creo que sería injusto decir que el aprendizaje de la literatura y el desarrollo de los talentos creativos han sido los resultados más trascendentales de este año de talleres. Es verdad que, al estudiar conceptos, lecturas o entrevistas; al realizar ejercicios de todo calibre, compartirlos y debatir sus resultados; gracias al enorme, inquebrantable compromiso que ha mostrado cada tallerista en ese espacio solitario y muchas veces hostil que es el momento de la escritura, hemos emprendido una aventura del aprendizaje con resultados cada vez más asombrosos y tangibles, una evolución en la producción literaria que ha incluido la búsqueda y el descubrimiento del estilo, así como la temática y las técnicas que mejor se acomodan a cada escritor, haciéndolo único e irrepetible (es decir, dotándolo de una voz propia).

Sin embargo, es en otro campo donde se han producido los efectos más duraderos, profundos e imprescindibles de estos encuentros semanales. Porque aquello que comenzó como una idea desesperada para balancear mi presupuesto, golpeado por los efectos de la pandemia, hace rato dejó de ser un mero trabajo y en las clases no somos solo alumnos y profesor. En cambio, nos hemos vuelto un compacto grupo de amigos que saben que, al menos una vez por semana, tenemos un espacio para compartir nuestra descontrolada pasión por la literatura y, a través de ella, para sincerarnos, hablar de nuestros éxitos y reveses, de nuestros dolores y alegrías, de nuestras intimidades más inconfesables y nuestras aspiraciones más absurdas con total confianza, sabiendo que cada palabra que empleemos en las dos horas del taller (escritas o habladas) serán recibidas con aprecio, comprensión y afecto, como parte de un pacto de complicidad que se renueva y agranda con cada sesión.

Raúl Tola

Borrones y cuentos nuevos

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