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Instinto

Por Pierina Camuzzo


Forman una pared humana alrededor de Martina bloqueando mi visión de la piscina. Me quedo en silencio a unos metros del resto. Hago mi mayor esfuerzo por identificar las frases perdidas en llantos ahogados. Solo capto algunos intentos de palabras mal articuladas, difusas entre respiraciones agitadas y mojados sollozos. Esquivo los flotadores haciendo espacio entre todos hasta llegar a mi hermana.

Esa madrugada desperté acalambrada. No encontré una posición que me ofreciera dulces sueños. Al medio día mis sábanas no podían estar más enredadas. Seguía con los mareos del día anterior. No habían hecho más que intensificarse desde que recibí la invitación al cumpleaños de mi sobrina. Mi vista también se mantenía ligeramente nublada. Abrí las cortinas y las cerré al instante. El sol me dejó ciega por unos largos segundos. Me dirigí hacia el baño guiándome por la imagen del dormitorio que proyectaba en mi mente mientras recuperaba la visión. Contaba también con la ayuda de ambas manos. La derecha se deslizó por mi cama hasta un poco antes de llegar a mi destino. La izquierda la mantuve estirada en frente de mí moviéndose de arriba a abajo y de un lado a otro. Llegué al lavatorio sin estrellarme con nada. Abrí el caño e inundé mi cara en agua helada.

Después de una refrescante ducha me tomé el menor tiempo posible para desayunar. Me sentía mejor después del agua fría y el batido de lúcuma. La humedad de mi cabello disminuía el sofoco provocado por la blusa. Su color, sumado con los rayos solares que ingresaban por la mampara, me daba la sensación de estar envuelta en brasas incandescentes. Sonó mi celular en la mesa de la cocina. Cerré el caño y me saqué los guantes. Era Martina.

—¿Qué tal Mar? Te escucho.

Mencionó el cumpleaños de su hija, para el que ya estaba tarde. El nombre de la pequeña fue lo último que escuché. Su nombre resonó varias veces en mi cabeza. Empezó como un eco descontrolado y terminó en balbuceos carentes de oxígeno. No divisaba más que sombras en escala de grises. Recosté medio cuerpo sobre la mesa que aún tenía restos de comida. La baja temperatura del mármol con el sudor frío de mi rostro me devolvió a la realidad.

—Llego en diez.

Caminé de prisa por la vereda hasta la siguiente cuadra. Llevaba la pistola de agua dentro de una bolsa de regalo. Busqué estar siempre bajo sombra a excepción de la única calle que tuve que cruzar. La adrenalina de mi tardanza favoreció mis intentos por no desvanecerme. Extendía y contraía mis dedos. No quería perder el control sobre ellos. Se durmió el brazo con el que cargaba el regalo, como si no quisiera llevar el paquete a su nueva dueña. Cerraba los ojos con fuerza cada vez que parpadeaba para así ser capaz de abrirlos nuevamente.

La empleada no demoró en abrir. La corriente de aire en la entrada se llevó con ella mi malestar por unos instantes. Los necesarios para saludar. Todos se encontraban afuera. Saludé a mi hermana, mientras exhibía su destreza en la parrilla, y a sus amigos en el bar. Mi hermano y las empleadas bajaron toallas a la piscina para que los niños salieran a comer. Yo era la única que faltaba para servir el almuerzo.

Instantes después subió mi sobrina corriendo descalza. Me acerqué a ella con el regalo por su quinto cumpleaños. Una profunda inquietud recorría mis brazos al sostenerlo. Tenía la impresión de que pesaba tanto que en cualquier momento perdería la capacidad de seguir sujetándolo. Sentí como si la hubiera echado mucho de menos, pero no había pasado ni una semana desde la última vez que la vi. Con la escasa fuerza que me quedaba articulé la sonrisa que mostré al pasarle el regalo a mi sobrina. Lo puse en sus brazos casi con brusquedad. Los calurosos destellos del sol me empezaban a dejar ciega. Mis ojos ardían. Se habían llenado de lágrimas. No podía mantenerlos abiertos. Era igual que estar sumergida en la piscina sin lentes de agua. Acerqué mis nudillos para secar las lágrimas, pero noté que estaban secos. Me volví hacia mi sobrina, quien después de sacar el juguete de su bolsa, me agradecía empapándome la falda con un abrazo. Acaricié sus finos cabellos húmedos con la mirada incrustada en el lanzador rojo que había dejado en el suelo al lado de sus flotadores.

Sirvieron el almuerzo en la mesa de la terraza, frente a la parrilla. Corría aire suficiente como para despejarme y permitirme sostener una conversación estable. La sangría con más hielo que fruta, ofrecida por Martina, cooperaba también. Mi expresión de inseguridad se escondía tras los lentes de sol, pero mi postura movediza me mostraba un tanto vulnerable. Vacilé dando sorbos casi inexistentes mientras contemplaba el pasto mojado bajando las escaleras. Seguí con la vista el camino de piedras que conducía a la piscina y lo completé con mi imaginación puesto que las barandas no me permitían ver más allá.

Martina se lució en el arte culinario. Nos invitó unos cortes espectaculares que dejaron a todos babeando por repetir. Yo miraba la parrilla. Me acerqué y examiné la variedad de carnes, embutidos y vegetales. Lo mismo con las bebidas en el bar. Estiraba el cuello y me fijaba si había algo en plato ajeno que me provocara. Nada lo hacía. Martina me acercó la fuente un par de veces recomendándome por cual empezar, pero rechacé su oferta en ambas oportunidades y dejó de insistir un tanto decepcionada.

Los niños arrasaron con las hamburguesas en cuestión de minutos, corrieron a seguir jugando gracias a sus inagotables energías. Mi sobrina no se retiró sin antes preguntarme cómo funcionaba su nuevo lanzador. Desde ese instante, la figura de la niña alejándose con el juguete y mi intranquilidad en aumento se convirtieron en mi norte, sur, este y oeste durante el trascurso de la reunión, al punto que apenas lograba mantenerme mentalmente presente en la conversación que se desarrollaba en la mesa.

Inhalaba profundamente por la boca. El humo ocupó mis pulmones por completo. Una combinación de carne con cloro atormentaba mi olfato. Aguanté la respiración y te tapé la vista con ambas manos. Sentía cómo hervía la sangre en mis dedos e incineraba mis venas. Abrí lentamente mis ojos mientras los protegía poniéndome lentes oscuros.

Martina desapareció segundos antes de escuchar un grito desgarrador proveniente de la piscina. Me quedé helada. Noté mis pies bajando las escaleras sin que se los haya pedido. Seguían automáticamente al montón.

Mi hermana aún llora al borde de la piscina, junto a los flotadores de su hija. Tiene la espalda encorvada, su cabeza apunta hacia abajo en dirección al agua y sus manos forman un nudo entre su cuello y su pecho.

Camino entre todos hasta llegar a Martina. Ella me toma ambas manos. La paleta de colores en sus ojos se ha limitado a descendientes del rojo. En ella sobresale un llamativo rojo fosforescente que rebota en un espejo de lágrimas. Sujeto sus manos con fuerza impidiendo que suelte las mías. Antes de poder decir nada, mis palabras se atascan en mi garganta formando una atadura incapaz de escapar. Me abandono en ese triste rojo causado por el nítido reflejo del lanzador que ahora flota en la piscina.


Soy Pierina Camuzzo. Nací el 10 de febrero del 2004. Este año 2021 termino la secundaria. Adicta a los libros desde los cuatro años, fanática del básquetbol desde los ocho y estudiante de teatro justo después de cumplir dieciséis. Amante del taller que me ha enseñado mucho más que literatura y ha sido mi bote salvavidas en esta tormentosa cuarentena.

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