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Lo encontré sentado mirando hacia mi escritorio, con sus cejas, nariz y boca apuntando al sur. No se puso en pie ni me saludó al verme entrar. Le devolví su cordialidad.

—¿Ya ha acabado? —dijo.

—No, monsieur Claudel, no he acabado. Apenas he empezado. —Me senté—. Pero he observado ciertos detalles inquietantes.

Claudel curvó los dedos con un gesto de «venga, cuéntemelo».

—Basándome en las características craneales y pélvicas, puedo informarle de que el esqueleto 38426 pertenece a una mujer que murió entre los dieciséis y dieciocho años. El análisis de los huesos largos me permitirá calcular la edad con más exactitud, pero es obvio que la sutura basilar acaba de soldar recientemente, la cresta iliaca...

—No quiero una lección de anatomía.

¿Y no quieres que te hunda el pie en el culo de un puntapié?

—La víctima es joven —dije fríamente.

—Continúe.

—Son todas jóvenes.

Las cejas de Claudel se arquearon como una interrogación.

—Todas mujeres, adolescentes o poco más.

—¿Qué les causó la muerte?

—Eso requerirá un examen en profundidad de cada esqueleto.

—La gente se muere.

—Pero no tan joven.

—¿Tiene idea de la raza?

—Hasta ahora no. —Tenía que verificar la ascendencia, pero las características craneofaciales indicaban que las tres eran blancas.

—O sea que quizás hemos desenterrado a Pocahontas y a sus damas de compañía.

Me mordí la lengua para no contestar. No podía dejar que Claudel me obligara a emitir un juicio tan prematuro.

—Tanto en los huesos del cajón de envases como en los de la depresión noreste no hay restos de tejidos blandos. En cambio en los restos amortajados se ven rastros de adipocira o grasa cadavérica. No estoy convencida de que las muertes hayan ocurrido en un pasado lejano.

Con las palmas hacia arriba, Claudel alzó las manos:

—¿Cuándo entonces? ¿Hace cinco años? ¿Diez? ¿Un siglo...?

—Determinar el lapso transcurrido desde la muerte requerirá más estudios. Pero ahora mismo, no descartaría que estos enterramientos sean históricos o prehistóricos.

—No necesito instrucciones sobre cómo redactar mis informes. ¿Qué es lo que me está diciendo exactamente?

—Le estoy diciendo que acabamos de exhumar tres cadáveres de muchachas jóvenes del sótano de una pizzería. A esta altura de la investigación, no sería correcto concluir que sus restos sean tan antiguos.

Durante varios segundos Claudel y yo nos desafiamos con la mirada. Acto seguido, él extrajo del bolsillo superior de la chaqueta una bolsita Ziplock y la dejó caer sobre el escritorio.

Bajé la vista lentamente.

La bolsita hermética de plástico transparente contenía tres objetos redondos.

—Sáquelos, si quiere —dijo.

Abrí el cierre y dejé caer los objetos en la palma de mi mano. Eran tres discos planos de unos tres centímetros de diámetro. Estaban corroídos, pero podía verse que todos llevaban grabados una silueta femenina en el frente, y ojetes en el dorso. Junto a cada ojete aparecían grabadas las iniciales ST.

Lancé una mirada inquisitiva a Claudel.

—Hubo que persuadirlo un poco, pero el «príncipe de la pizza» admitió que había sustraído ciertos elementos mientras encajonaba los restos.

—¿Son botones?

Claudel asintió.

—¿Y estaban enterrados con el esqueleto?

—El caballero no dio detalles de la procedencia. Pero sí, son botones, y es obvio que son antiguos.

—¿Y cómo sabe usted que son antiguos?

—No lo sé. Pero la que sí lo sabe es la doctora Antoinette Legault, del McCord.

El Museo McCord de Historia Canadiense guarda más de un millón de objetos, de los cuales más de dieciséis mil pertenecen a su colección de vestimenta y atavíos.

—¿Legault es experta en botones?

Claudel ignoró mi pregunta:

—Los botones fueron fabricados en el siglo XIX.

Antes de poder contestarle, el teléfono móvil de Claudel hizo gorgoritos. Sin disculparse, el detective se puso en pie y salió al vestíbulo.

Mis ojos volvieron una vez más a los botones. ¿Indicaban estos que los esqueletos habían estado enterrados durante un siglo o incluso más?

En menos de un minuto, Claudel regresó:

—Ha surgido algo importante.

Me estaba dando orden de retirarme.

Tengo mal carácter, lo admito, y a veces exploto. La condescendencia de Claudel me estaba provocando una de esas explosiones. Yo había realizado las evaluaciones preliminares a toda velocidad teniendo en cuenta su agenda, y suponiendo que esta investigación era de alta prioridad. Tras una averiguación superficial, Claudel me hacía a un lado.

—¿Está diciendo que este caso no es importante? —dije.

Claudel bajó la barbilla y me miró, la viva imagen de una paciencia llevada al límite.

—Soy policía, no historiador.

—Y yo una científica, no alguien dado a las conjeturas.

—Estos objetos... —dijo agitando la mano hacia a los botones— pertenecen a otro siglo.

—Pues ahora hay tres chicas muertas que pertenecen a este. —Me puse de pie abruptamente.

Claudel se puso tenso, sus ojos formaron dos rendijas:

—Una prostituta acaba de llegar al Hospital Notre-Dame con el cráneo partido y un cuchillo en la tripa. Su amiga no ha tenido tanta suerte, está muerta. Mi compañero y yo vamos a detener a cierto proxeneta para aumentar las probabilidades de que las otras damas sigan con vida. —Me apuntó con el dedo—: Eso, madame, es importante.

Dicho lo cual, salió de la estancia dando grandes zancadas.

Durante unos instantes me quedé plantada allí, roja de furia. Odio que Claudel tenga el don de ponerme explosiva, a veces ilógicamente. Pero así eran las cosas, lo había vuelto a conseguir.

Me desplomé en la silla, la hice girar, coloqué los pies sobre el alféizar y descansé la cabeza contra la pared. Doce plantas más abajo, la ciudad se extendía hasta el río. Automóviles y camiones en miniatura transitaban por el puente Jacques-Cartier en dirección a la Île Ste­Hélène, a las urbanizaciones de la orilla sur y al estado de Nueva York.

Cerré los ojos. Hice un poco de respiración yóguica y poco a poco mi enojo amainó. Cuando volví a abrirlos, me sentí... ¿Cómo me sentí?

Abatida.

Confundida.

Las investigaciones de homicidios ya son complicadas de por sí. ¿Por qué con Claudel tenían que ser siempre el doble de complicadas? ¿Por qué no podía tener con él el intercambio fluido y profesional que tenía con otros investigadores de homicidios? Como con Ryan, por ejemplo.

Ryan.

Doris me dio unos golpecitos en el hombro. Quería que compartiéramos un par de fotogramas de Confidencias a medianoche.

Algunas cosas estaban claras. Claudel era un tipo de ideas fijas: no le gustaban las ratas, no le gustaba la pizzería y no creía que aquellos huesos merecieran su atención. Cualquier apoyo que yo necesitase para la investigación lo tendría que obtener de otras fuentes.

—¿Así que eres escéptico, visceral y altanero? Vale. Tú búrlate de mi análisis sin procurar comprenderlo. Resolveré esto sin tu ayuda.

Cogí mi portafolios y volví a bajar.

Tres horas más tarde, el inventario óseo del caso LCJML 38426 había terminado. El esqueleto estaba completo, con excepción del hioides —un hueso en forma de U que se encuentra suspendido en medio de los tejidos blandos de la garganta—, y de algunos de los huesos más pequeños de manos y pies.

Los huesos largos continúan incrementando su longitud siempre y cuando sus epífisis —las pequeñas terminaciones de sus extremos— continúen separadas del hueso mismo. El crecimiento se detiene cuando la epífisis se suelda con el hueso largo propiamente dicho. Afortunadamente para los antropólogos, cada grupo de epífisis se rige por su propio reloj.

Observando los estados de desarrollo del brazo, pierna y clavícula, pude ajustar aún más mi estimación de edad. Además, había pedido placas de rayos X de las dentaduras para observar el desarrollo de las raíces de los molares. Pero ya no tenía dudas. En el momento de su muerte, la chica del cajón de envases tenía entre dieciséis y dieciocho años de edad.

El impreso de características antropológicas de este caso tenía una docena de marcas en los casilleros de la columna que indica ascendencia europea: abertura nasal estrecha, borde nasal inferior marcadamente saliente, caballete de ángulo pronunciado, cresta nasal prominente, pómulos pegados a la cara. Cada uno de esos rasgos situaba el cráneo en la categoría caucásica. Estaba segura de que la chica era blanca.

Y diminuta. Las mediciones de los huesos indicaban que tenía una altura aproximada de un metro cincuenta y siete.

Pese a que había examinado cada hueso y cada fragmento, no había hallado ni una sola señal de violencia. Aunque bajo la lupa advertí ciertas hendiduras en forma de V alrededor del conducto auditivo, estas parecían superficiales. Sospeché que habían sido causadas tras la muerte por abrasión contra la superficie de tierra o la manipulación descuidada durante la exhumación y colocación de los restos en el cajón de envases.

La dentadura evidenciaba una higiene deficiente y carecía de arreglos dentales.

Ahora tocaba estudiar el intervalo post mortem. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta? Contando únicamente con huesos secos, averiguar el IPM iba a ser la leche de difícil.

El cuerpo humano es un microcosmos copernicano compuesto de carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. El corazón es el sol, es la fuente de vida para cada sistema metabólico de esa galaxia.

Cuando el corazón deja de latir, sobreviene un caos citoplasmático. Las enzimas se lanzan a un banquete caníbal, cebándose en los carbohidratos y proteínas del propio cuerpo. Las membranas de las células se rompen y liberan alimentos para ejércitos de microorganismos. Las bacterias de los intestinos empiezan a comer, pero hacia fuera. Las bacterias del medioambiente, los insectos carroñeros y los animales que hurgan en busca de comida empiezan a comer hacia dentro.

El enterramiento, la inmersión o el embalsamamiento retardan el proceso de descomposición. Ciertos agentes mecánicos y químicos lo aceleran.

Entonces ¿cuánto tiempo pasa antes de que el polvo que somos se convierta en el polvo que seremos?

En condiciones de calor y humedad extremos, el tejido blando puede llegar a desaparecer en tres días. Pero eso es una plusmarca. En condiciones normales —un enterramiento de superficie, por ejemplo— un cuerpo tarda entre seis meses y un año en convertirse en esqueleto.

El enterramiento en un sótano puede ralentizar el proceso. El enterramiento en un sótano de una región subártica puede ralentizarlo muchísimo.

¿Con qué datos contaba yo?

Los cuerpos habían sido hallados a poca profundidad. ¿Fue allí donde los enterraron en un principio? ¿Cuánto tiempo pasó entre las muertes y el momento en que los cadáveres fueron depositados allí?

Dos habían sido doblados con las rodillas pegadas al pecho. Uno había sido envuelto en una mortaja de cuero. Más allá de esos detalles, no sabía nada. ¿Humedad? ¿Acidez de la tierra? ¿Fluctuaciones de temperatura?

¿Qué podía afirmar yo?

Los huesos estaban secos, desarticulados y desprovistos de carne y olor. Había ciertas manchas y restos de tierra en los senos paranasales y las cavidades de la médula. Si los botones de Claudel no guardaban relación con las jóvenes, estas habían sido encerradas desnudas y anónimas, sin ningún objeto personal.

Mi mejor estimación: habían muerto hacía más de un año y menos de un milenio. Al oírlo, Claudel se lo iba a pasar bomba. Frustrada, guardé el caso LCJML 38426, y me propuse hacer muchas más preguntas.

Cuando justo estaba sacando del depósito refrigerado el caso LCJML 38427, el teléfono que tenía a mis espaldas volvió a sonar. Molesta por la interrupción, y suponiendo que se trataba de Claudel y su cinismo arrogante, me quité la máscara de un tirón y levanté bruscamente el auricular.

—Brennan al habla.

—¿La doctora Temperance Brennan? —dijo una voz femenina temblorosa e insegura.

Oui.

Miré mi reloj. Faltaban cinco minutos para que la centralita pasara a ocuparse de las llamadas del turno de noche.

—No esperaba que fuera a contestarme usted. Quiero decir que pensé que iba a tener que hablar con otra secretaria o con la operado...

—¿En qué puedo ayudarla? —dije pasándome también al inglés.

Hubo una pausa, como si la mujer estuviera reflexionando sobre mi pregunta. De fondo oí ruido de pájaros o algo así.

—Pues no lo sé. En realidad, yo pensé que podría ayudarla a usted...

Estupendo. Otra ciudadana ofreciéndose de voluntaria.

Los miembros de la policía científica no suelen ser científicos, sino peritos. Ellos son quienes recogen muestras de cabellos, fibras, fragmentos de cristal, restos de pintura, de sangre, semen, saliva y demás pruebas físicas, y también lo espolvorean todo en busca de huellas dactilares y toman fotografías. Pero una vez que han etiquetado sus hallazgos y tomado nota de ellos, el trabajo de la unidad ha acabado. Nada de magia de alta tecnología. Nada de vigilancias que hacen latir más aprisa el corazón. Nada de seguir una pista importante y acabar en un tiroteo. La parte científica la llevan a cabo especialistas con títulos superiores y a los malos los persiguen los polis.

Pero la «ciudad del oropel» nos ha vuelto a vender la moto. Ha engañado al público para que crea que los peritos que investigan la escena del crimen son a la vez científicos y detectives, por eso cada semana me telefonean televidentes arrobados seguros de haber desvelado un misterio. Yo intento ser amable, pero este último mito hollywoodense necesita ser refutado con una buena patada en el trasero.

—Lo siento, señora, para trabajar en este laboratorio usted debe presentar sus referencias y pasar por un proceso de contratación formal.

—Ah... —dijo la voz como inspirando.

—Si pasa por la oficina de recursos humanos, estoy segura de que existen impresos con la descripción de las tareas que...

—No, no... Usted no me entiende. Ayer vi su fotografía en Le Journal y telefoneé a su despacho.

Esta mujer era peor que una fanática de las series de detectives, era una vecina fisgona que me venía con el dato del siglo. O quizás una adicta al crack que esperaba pillar recompensa.

Dejé caer mi bolígrafo sobre el cartapacio y me repantingué en la silla. Cualquier llamada es una posibilidad remota, la de «garganta profunda» también lo fue.

—Puede que esto le suene como una locura —carraspeó—. Además, supongo que estará ocupada...

—De hecho estoy en medio de un trabajo, señora...

Una interferencia distorsionó el nombre. ¿Era Gallant, Ballant o Talent?

—... esos huesos que usted desenterró —dijo.

Hubo otra pausa y más ruido de fondo, silbidos y graznidos.

—¿Qué sabe usted de ellos? —dije.

La voz cobró fuerza:

—Siento que es mi responsabilidad moral.

No dije nada. Miraba los huesos de la camilla y me quedé pensando en las responsabilidades morales.

—Que es mi deber ayudar, aunque sea con una llamada telefónica. Es lo menos que puedo hacer antes de irme. La gente ya no se toma el tiempo, a nadie le importa nada. Nadie se quiere involucrar.

Oí voces y puertas que se cerraban en el pasillo y luego nada. Los técnicos de autopsias se habían marchado a sus casas. Me recliné. Estaba cansada, pero ansiosa por terminar la conversación y volver al trabajo.

—¿Qué es lo que quiere decirme?

—Hace mucho tiempo que vivo en Montreal. Sé lo que sucedía en ese edificio.

—¿Qué edificio?

—En el edificio donde estaban escondidos esos huesos.

La mujer había captado toda mi atención.

—¿El de la pizzería?

—Ahora es una pizzería...

—Continúe.

En ese momento sonó una campana estridente, como las que señalaban entradas y salidas en las escuelas de antaño.

Y la comunicación se cortó.

Lunes de ceniza

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