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La mañana siguiente me desperté con el pronóstico del tiempo, sabía que me aguardaba un frío asesino. No esos siete grados con humedad de los que ocasionalmente nos quejamos en Carolina del Norte al llegar enero. Este era un frío de más de 17 ºC bajo cero. Un frío ártico, la clase de frío que te congela para que te coman los lobos. Así de frío.

Yo adoro Montreal. Me encantan su montaña de menos de ciento veinte metros, su puerto antiguo, la Pequeña Italia, el barrio chino, el barrio gay, los rascacielos de acero y cristal de Centre-ville. Me encantan los barrios enmarañados con sus callejones de piedra gris y sus escaleras imposibles.

Montreal es una luchadora esquizofrénica que continuamente se enfrenta a sí misma. Es anglófona y francófona, separatista y federalista, católica y protestante, vieja y nueva. Me resulta fascinante. Me seduce su multiculturalismo, donde conviven empanada, falafel, poutine y Kong Pao; el pub irlandés de Hurley, Katsura, L’Express, los bagels de la panadería de Fairmont y la Trattoria Trastevere.

Participo de la interminable ronda de festivales que me ofrece la ciudad: Le Festival International de Jazz, Les Fêtes Gourmandes Internationales, Le Festival des Filmes du Monde y el festival de cata de bichos del Insectarium. Frecuento las tiendas de Ste-Catherine, los mercados al aire libre de Jean-Talon y Atwater, y las tiendas de antigüedades que bordean Notre-Dame. Visito los museos, hago mis picnics en los parques y recorro en bicicleta las sendas a lo largo del canal Lachine. Todo eso me seduce.

Lo que no me seduce es el clima entre noviembre y mayo.

Lo admito, he vivido en el sur demasiado tiempo y odio vivir congelada. No le tengo paciencia ni a la nieve ni al frío. Quédense sus botas, lápices de manteca de cacao y hoteles tallados en el hielo, prefiero los shorts, las sandalias y el protector solar del treinta.

Mi gato Birdie comparte mi punto de vista. Cuando me incorporé, él se puso en pie, arqueó la espalda y volvió a perderse en el túnel que habían formado las mantas. Con una sonrisa, lo observé apretujarse hasta formar un bultito compacto y redondo. Birdie: mi único y leal compañero de cuarto.

—Pienso igual que tú, Bird —le dije, mientras apagaba el ra­ diorreloj.

El bultito se encogió aún más.

Me fijé en los dígitos, eran las cinco y media.

Fuera estaba oscuro como boca de lobo.

Salí hacia el baño como una bala.

Veinte minutos después, me encontraba sentada en la cocina, con una jarra de café y el expediente de Pétit sobre la mesa.

Marie­Reine Pétit, cuarenta y dos, madre de tres hijos, vendedora de pan en una boulangerie, había desaparecido dos años atrás. Cuatro meses después de su desaparición, su torso putrefacto apareció dentro de un bolso de hockey en el cobertizo que hacía las veces de trastero familiar.

El registro del sótano del hogar de los Pétit reveló la existencia de varios tipos de sierra, de marquetería, de arco y de carpintero. Yo había analizado el aserrado de los huesos de Marie-Reine para determinar si había sido realizado con una herramienta similar a las del maridito. Bingo. Comprobé que había sido hecho con la sierra de arco. Ahora, Réjean Pétit estaba acusado de haber asesinado a su mujer.

Dos horas y tres cafés más tarde, guardé fotografías y papeles y volví a comprobar la citación.

De comparaître personnellement devant la Cour du Québec, chambre criminelle et penal, au Palais de Justice de Montréal, á 09.00 heures, le 3 décembre…

Huy, qué divertido. Me habían citado a declarar «personalmente», un trámite tan personal como una auditoría de hacienda. Nada de RSVP.

Apunté el nombre de la sala.

Me calcé las botas y me puse la parka, cogí guantes, sombrero y bufanda, encendí la alarma y me dirigí al garaje. Birdie seguía hecho un ovillo. Al parecer mi gato había disfrutado de su desayuno antes del amanecer.

Mi viejo Mazda arrancó a la primera. Buena señal.

Al llegar a la cima de la rampa, frené demasiado abruptamente y, como un chaval en un tobogán de piscina, crucé resbalando de costado hasta la otra acera. Mala señal.

Hora punta. Los atascos taponaban las calles y todos los vehículos salpicaban nieve fangosa. El sol matinal no me permitía ver a través de la sal que cubría mi parabrisas. Y aunque encendía una y otra vez limpiaparabrisas y aspersores, había trechos en los que conducía a ciegas. A las pocas calles, me arrepentí de no haber cogido un taxi.

A finales del siglo XVI, un grupo de iroqueses laurentinos vivía en un poblado que ellos llamaban Hochelaga, situado entre una pequeña montaña y un río de gran caudal, justo después del último tramo de rápidos peligrosos. En 1642, unos misioneros y aventureros franceses llegaron sin invitación y se quedaron. Los franceses bautizaron su asentamiento Ville-Marie.

Con el correr de los años, los residentes de Ville-Marie prosperaron, crecieron y trazaron calles. El pueblo tomó por nombre la montaña que se elevaba a sus espaldas, Mont Real. Al río lo bautizaron con el nombre de San Lorenzo.

Y en cuanto llegaron los europeos, desaparecieron las primeras naciones indígenas.

En la actualidad, la zona de la antigua Hochelaga/Ville-Marie lleva el nombre de Vieux-Montréal. A los turistas les encanta.

Colina arriba desde el río, la vieja Montreal es pintoresca a rabiar: hay faroles de gas, calesas tiradas por caballos, vendedores callejeros y cafés con terrazas. Los edificios de piedra maciza que alguna vez albergaron a colonos, establos, talleres y almacenes, ahora alojan mu­ seos, boutiques, galerías de arte y restaurantes. Las calles son estrechas y adoquinadas.

Y no hay el más mínimo espacio para aparcar.

Deseando una vez más haber cogido un taxi, dejé el coche en un estacionamiento de pago y me dirigí a toda prisa por el bulevar St-Laurent hacia el Palais de Justice, ubicado en el número 1 de la rue Notre-Dame Este, en el extremo norte del distrito histórico. La sal crujía bajo mis pies y el aliento se me congelaba al salir de la bufanda. Al verme acercarme, las palomas permanecían acurrucadas; preferían el calor animal del grupo a la seguridad de salir volando.

Mientras caminaba, pensaba en los esqueletos del sótano de la pizzería. ¿Pertenecían realmente a unas jovencitas asesinadas? Esperaba que no, pero en el fondo sabía que era la única realidad.

También pensé en Marie-Reine Pétit y sentí pena por su vida cercenada a causa de una maldad indescriptible. Me pregunté qué pasaría con los niños del matrimonio cuando a papá lo encerraran por asesinar a mamá. ¿Llegarían a reponerse alguna vez? ¿O quedarían marcados irreparablemente por el horror que les había caído encima?

De pasada, eché un vistazo al McDonald’s del bulevar St-Laurent, situado en la acera opuesta al Palais de Justice. Sus dueños habían intentado ceñirse al estilo colonial, habían hecho desaparecer los arcos amarillos y puesto toldos azules en su lugar. Estos tampoco quedaban demasiado bien, pero al menos lo habían intentado.

A los diseñadores del tribunal más importante de Montreal les importó un pimiento la armonía arquitectónica. Las primeras plantas forman una caja oblonga flanqueada por columnas verticales negras en saliente, sobre la que se apoya otra caja más pequeña con frente acristalado. Las plantas superiores se elevan al cielo como un monolito sin ninguna característica en particular. El edificio armoniza con el resto del barrio como un Hummer en una colonia amish.

Entré al Palais y estaba lleno hasta los topes: había viejecitas con abrigos de piel hasta los tobillos, adolescentes con pinta de raperos gangsteriles y prendas lo bastante grandes para abrigar a ejércitos en­ teros, hombres trajeados, abogados y jueces con togas negras. Algunos esperaban, otros se daban prisa. No había término medio.

Serpenteando entre grandes maceteros y soportes con luces Starburst, crucé el hall hasta llegar a una hilera de ascensores situados al fondo. Del Café Vienne llegaba el aroma a esa bebida. Iba a detenerme a tomar una cuarta taza, pero opté por no hacerlo. Ya estaba bastante estimulada.

En la planta superior vi más o menos lo mismo, pero allí la mayoría de la gente se limitaba a esperar. Aguardaba sentada en bancos de metal perforado, se apoyaba contra las paredes o conversaba en susurros. Unos pocos consultaban con sus abogados en las pequeñas salas de interrogatorio del pasillo. Ninguno de ellos parecía contento.

Tomé asiento en la puerta de la sala 4. 01 y de mi maletín extraje el expediente de Pétit. Diez minutos más tarde, Louise Cloutier surgió de la sala del tribunal. Con su larga melena rubia y sus gafas inmensas, la fiscal de la Corona aparentaba diecisiete años a lo sumo.

—Usted será mi primera testigo. —La cara de Cloutier traslucía tensión.

—Estoy preparada —respondí.

—Su testimonio será clave.

Cloutier retorcía y volvía a enderezar un clip. Había querido reunirse conmigo el día anterior pero el caso de la pizzería había dado al traste con el encuentro. La conversación que tuviéramos la noche anterior no le había asegurado a la fiscal la preparación que deseaba. Procuré tranquilizarla:

—No puedo relacionar el aserrado de los huesos con la mismísima sierra de arco de Pétit, pero puedo afirmar con toda seguridad que fueron hechas con una herramienta idéntica.

—Diga «que concuerda con» —corrigió Cloutier.

—«Que concuerdan con» —repetí.

—Su testimonio será clave. En su primera declaración, Pétite aseguró que nunca había visto ese serrucho, pero un analista de su laboratorio va a testificar que, al quitar el mango, encontró restos mi­ núsculos de sangre en la ranura de uno de los tornillos.

Todo eso yo ya lo sabía por nuestra conversación de última hora. Cloutier estaba repasando la acusación contra Pétit tanto para ella como para mí.

—Un experto en ADN declarará que la sangre pertenece a Pétit, eso lo relacionará con la sierra.

—Y yo relacionaré la sierra con la víctima —dije.

Cloutier asintió:

—Cuando se trata de establecer la idoneidad de lo expertos, este juez es un verdadero cabrón.

—Todos lo son.

Cloutier esbozó una sonrisa nerviosa y fugaz:

—El alguacil la llamará en unos cinco minutos.

Fueron más bien veinte.

La sala del tribunal era típica, moderna y anodina. Paredes texturadas grises y moquetas texturadas grises. Un acolchado texturado gris tapizaba los largos bancos atornillados al suelo. El poco color que había se encontraba en medio de la sala, más allá de las puertas que separaban a los espectadores de los litigantes y funcionarios: las sillas de los abogados estaban tapizadas en rojo, amarillo y marrón; también podía verse el azul, rojo y blanco de las banderas de Quebec y Canadá.

Una docena de personas ocupaba los bancos destinados al público. En mi trayecto por el pasillo central hasta el estrado, ese mismo público me siguió con la mirada. El juez se encontraba delante y a mi izquierda, el jurado delante de mí. El señor Pétit, a mi derecha.

He testificado muchas veces y me he enfrentado a hombres y mujeres acusados de crímenes monstruosos: asesinatos, violaciones, descuartizamientos. Pero al ver a los acusados siempre siento alivio.

Esta vez no fue la excepción. Réjean Pétit era un tipo de lo más corriente, tímido incluso. Hubiera podido ser mi tío Frank.

El funcionario me tomó juramento. Cloutier se puso de pie y empezó a hacerme preguntas desde el escritorio de la acusación.

—Por favor, indique su nombre completo.

—Temperance Deasee Brennan.

Dirigíamos las palabras hacia micrófonos suspendidos del techo. Nuestras voces eran los únicos sonidos que resonaban en la sala.

—¿A qué se dedica?

—Soy antropóloga forense.

—¿Cuánto hace que ejerce esa profesión?

—Aproximadamente veinte años.

—¿Dónde la ejerce?

—Soy profesora titular de la Universidad de Carolina del Norte. Cumplo funciones de antropóloga forense en la provincia de Quebec en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, en Montreal, y también en Carolina del Norte, en la Jefatura Médica Forense, en Chapel Hill.

—¿Es usted ciudadana estadounidense?

—Sí, y tengo permiso de trabajo canadiense. Vivo a caballo entre Montreal y Charlotte.

—¿Por qué ejerce de antropóloga forense una estadounidense en una provincia canadiense?

—No hay ningún ciudadano canadiense que sea forense, posea certificación oficial en esa especialidad y hable francés fluidamente.

—Volveremos a la cuestión de la certificación oficial más adelante. Por favor describa sus estudios.

—Soy licenciada en Antropología por la Universidad Americana de Washington D. C., y tengo una maestría y un doctorado en Antropología Biológica por la Universidad del Noroeste, en Evanston, Illinois.

A eso le siguió una serie interminable de preguntas acerca de los temas de mi tesis doctoral, mis investigaciones, mis becas, mis artículos. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿En qué publicaciones? Creí que Cloutier me iba a preguntar el color de las bragas que llevaba puestas el día de mi disertación.

—¿Ha escrito muchos libros, doctora Brennan?

Los enumeré.

—¿Pertenece a algún colegio profesional?

Los enumeré.

—¿Ha ocupado cargos en alguno de esos colegios?

Los enumeré.

—¿Está habilitada por alguna institución reguladora?

—Estoy habilitada por el Consejo Estadounidense de Antropología Forense.

—Por favor, explique a la corte lo que eso significa.

Describí el proceso de presentación de solicitud, el examen, la supervisión ética, y expliqué la importancia de los dictámenes facultativos a la hora de evaluar la competencia de aquellos a quienes se considera expertos.

—Además de ejercer su profesión en los laboratorios médico­legales de Quebec y Carolina del Norte, ¿lo hace usted en algún otro medio?

—He trabajado para las Naciones Unidas, para el Laboratorio Central de Identificación de las Fuerzas Armadas Estadounidenses en Honolulu, Hawaii, como instructora en la Academia del FBI en Quantico, Virginia; y como instructora en la Academia de Capacitación de la Real Policía Montada de Canadá en Ottawa, Ontario. Además soy miembro del Equipo Forense de Emergencias de la Oficina de Defensa Civil de Estados Unidos. Y en ocasiones asesoro a clientes privados.

El jurado estaba inmóvil, no sé si fascinado o comatoso. El abogado de Pétit no tomaba notas.

—Por favor, doctora Brennan, explíquenos a qué se dedica un antropólogo forense.

Me dirigí al jurado:

—Los antropólogos forenses somos especialistas en el esqueleto humano. Los patólogos suelen invitarnos a tomar parte en sus investigaciones, aunque no siempre es así. Requieren de nuestros conocimientos cuando una autopsia normal, que se centra en los órganos y tejidos blandos, se ve limitada o se hace imposible. En ese caso se deben estudiar los huesos para averiguar las cuestiones cruciales.

—¿Qué clase de cuestiones?

—Generalmente, establecer la identidad, la forma del fallecimiento, la mutilación post mortem y otros daños.

—¿Cómo puede ayudar usted a establecer una identidad?

—Al examinar los restos óseos puedo suministrar un perfil biológico que incluye edad, sexo, raza y altura del difunto. En ciertos casos puedo establecer la similitud entre las señas anatómicas observadas en un individuo desconocido y las señas visibles en una radiografía ante mortem de un individuo conocido.

—¿No suelen realizarse las identificaciones por medio de huellas dactilares, fichas dentales o ADN?

—Efectivamente. Pero para llegar a utilizar información dental o médica, primero hace falta acotar las posibilidades al número más reducido posible. Armado con un perfil antropológico, un investigador policial puede repasar los listados de personas desaparecidas, averiguar nombres y obtener fichas individuales que luego podrá comparar con los datos de los restos que tiene en su poder. Los antropólogos forenses suministramos el primer análisis de unos restos de los que, en principio, no se sabe absolutamente nada.

—¿Cómo pueden ayudar en cuestiones relacionadas con la forma de fallecimiento?

—Analizando pautas de fractura, los antropólogos forenses podemos reconstruir los acontecimientos que originaron ciertos tipos de traumatismo.

—¿Qué tipo de traumatismos suele examinar usted, doctora Brennan?

—Los que se originan tras disparos, heridas con objetos punzantes u objetos contundentes, estrangulamiento. Pero repito, estos peritajes solo se requieren cuando el cadáver se encuentra comprometido hasta el punto en que esas dudas no pueden aclararse estudiando solamente los tejidos blandos y los órganos.

—¿A qué se refiere cuando dice «comprometido»?

—Descompuesto, quemado, momificado o compuesto por restos óseos...

—¿Descuartizado?

—También.

—Gracias.

El jurado se había animado claramente. Tres de los miembros tenían los ojos como platos. En la fila de atrás, una mujer se llevó la mano a la boca.

—¿Alguna vez ha sido facultada por las cortes de la Provincia de Quebec u otras para actuar como testigo experto en juicios por asesinato?

—Sí, muchas veces.

Cloutier se volvió hacia el juez:

—Su señoría, proponemos a la doctora Temperance Brennan como experta en el campo de la antropología forense.

La defensa no protestó la moción.

Era hora de actuar.

A media tarde, Cloutier ya no tenía más preguntas que hacerme. El abogado de la defensa se puso en pie, y a mí se me encogió el estómago.

Ahora viene la parte peliaguda, me dije: la descalificación, la incredulidad y la crueldad total.

Pero el abogado de Pétit fue sistemático y cortés.

Y a las cinco había acabado.

Al final resultó que su tanda de preguntas no fue nada en comparación con la maldad con que me encontraría al lidiar con los huesos del sótano de la pizzería.

Lunes de ceniza

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