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—¡Sí! —Mi mano libre dio unos puñetazos al aire.

Los huesos de las extremidades de hasta un siglo de antigüedad suelen volverse fluorescentes si se los ilumina con luz ultravioleta. Esta fluorescencia disminuye con el paso del tiempo, pues el tejido óseo muere desde la cavidad de la médula hacia fuera y de la superficie externa del hueso hacia dentro. En un hueso que lleva cien años muerto, el brillo amarillo-verdoso ha desaparecido por completo.

Estos huesos resplandecían como rosquillas de neón.

Muy bien, Claudel. Ya he dado el primer paso.

Devolví los fémures a sus respectivos sacos y fui en busca de mi jefe.

Se encontraba en el laboratorio de histología rebanando un cerebro. Cuchillo en mano y mandil de plástico atado a cuello y cintura, LaManche levantó la vista al verme entrar. Le expliqué lo que había hecho.

—¿Y?

—Las superficies cortadas brillaban como supernovas.

—¿Y eso qué indica?

—La presencia de componentes orgánicos.

LaManche apoyó el cuchillo sobre la tabla de corcho:

—Es decir, que no son enterramientos nativos...

—Estas chicas murieron después de 1900.

—¿Es definitivo?

—Es probable —dije con menos vehemencia.

—El edificio fue construido en torno al cambio de siglo.

No contesté.

—¿Recuerda usted los restos hallados cerca de la catedral de Marie-Reine-du-Monde?

LaManche se refería a la ocasión en que me envió a investigar «unos cuerpos» descubiertos por la cuadrilla que reparaba la red de suministro de agua. Llegué y me encontré en medio de excavadoras, camiones volquete y un enorme agujero en el bulevar René­Lévesque. Fragmentos de cráneos, costillas y huesos largos cubrían la calzada y el fondo de la zanja recién excavada. Entre los restos humanos noté astillas de madera y clavos oxidados.

Ese caso fue fácil. Se trataba de enterramientos en ataúdes.

Más tarde los arqueólogos confirmaron mi opinión. Ese solar estuvo ocupado por un cementerio hasta que, a mediados del siglo XVIII, debió de ser clausurado a causa de una epidemia de cólera. Años después, y sobre ese mismo solar, se construyó la catedral que ahora es testigo de los atascos de hora punta en el bulevar René-Lévesque. La cuadrilla de reparaciones se había topado con un par de almas olvidadas durante el traslado del cementerio.

—¿Cree que el maldito edificio fue construido sobre tumbas sin nombre? —pregunté—. Yo no encontré ninguna evidencia de que hubiera ataúdes.

Los canadienses francófonos son virtuosos del encogimiento de hombros, y utilizan manos, ojos, hombros y labios con sutiles matices para manifestar una variedad infinita de significados: «estoy de acuerdo», «me da igual», «¿qué quieres que haga?», «¿quién sabe?», «eres imbécil», «haz lo que mejor te parezca».

LaManche encogió un hombro y ambas cejas. Era el encogimiento que significaba «puede que sí, puede que no».

—¿Le ha comentado lo de la datación por radiocarbono a Authier? —pregunté.

—El doctor Authier está haciendo de anfitrión a unos visitantes del Instituto de Medicina Legal de Marruecos. Le dejé un mensaje pidiéndole que me llame.

—La prueba llevará tiempo —dije sin esconder mi inquietud.

—Temperance… —LaManche era la única persona en el planeta que se dirigía a mí de ese modo. En sus labios, mon nom llevaba tildes y rimaba con «ron»—. Usted se está tomando esto demasiado personalmente.

—No creo que esos huesos sean antiguos, no tienen ni el tacto ni el aspecto de serlo. Las circunstancias no concuerdan, pero yo...

—¿Estas chicas murieron la semana pasada? —Sus mofletes de sabueso se bambolearon suavemente.

—No.

—¿Hay alguna urgencia?

No contesté.

LaManche me miró durante tanto tiempo que pensé que estaba pensando en otra cosa, y entonces dijo:

—Usted envíe sus muestras. Yo me encargaré de hablar con el doctor Authier.

—Gracias —dije resistiendo el impulso de abrazarlo.

—Mientras tanto dedíquese al tercer esqueleto, puede que le suministre información útil.

Y con esa sugerencia tan poco sutil, LaManche volvió a rebanar el cerebro.

Eufórica, bajé y me puse la bata quirúrgica.

Lisa me detuvo cuando yo iba de camino a la sala de autopsias número cuatro. La víctima del incendio de la caravana no tenía dientes ni piezas postizas, ni dedos de los que obtener huellas. La identificación se había tornado problemática y el doctor Pelletier quería saber mi opinión.

Le dije a Lisa que en media hora acudiría a ver a Pelletier.

Trabajando a toda prisa, corté un trozo de unos dos centímetros y medio de la parte media de cada fémur, subí como una exhalación a la planta superior, me conecté a Internet y entré en la página del laboratorio de Florida que realizaría las pruebas. Con un clic abrí el formulario de datos de la muestra, lo rellené con la información requerida y pedí que realizaran la prueba de espectrometría de masa.

En la sección de entregas me detuve. El servicio estándar tardaba entre dos y cuatro semanas. Si contrataba el servicio especial, recibiría los resultados en seis días a lo sumo.

El precio era significativamente mayor.

A tomar por el culo. Si Authier se retractaba, lo pagaría yo de mi bolsillo.

Marqué la segunda casilla y di a enter.

Después de rellenar los impresos de «traslado de pruebas», le pasé la dirección a Denis y le pedí que empaquetara las muestras y las enviara por FedEx de inmediato.

Volví a bajar.

Pelletier tenía razón. El dueño de la caravana era un hombre blanco de sesenta y cuatro años. El cuerpo que yacía sobre la mesa de autopsias tenía pegados los restos chamuscados de un Wonderbra, y esposas.

Vale, el tío podía ser un pervertidillo. Pero no. Las radiografías mostraban un diafragma en el centro mismo de la pelvis.

Al caer la tarde, conseguimos resolver el enigma.

La víctima del incendio era una mujer blanca, sin dientes, con fracturas soldadas en el radio derecho y ambos huesos nasales. Llevaba en esta tierra entre treinta y cinco y cincuenta años.

¿Dónde estaba el dueño de la caravana? Eso ya era problema de la policía.

A las tres y cuarenta me lavé, me cambié de ropa y regresé arriba. De camino a mi oficina pillé una Coca­Cola Diet y un par de rosquillas con azúcar impalpable.

La luz del teléfono titilaba como la luz que señala las ofertas repentinas en Kmart. Desde la puerta me abalancé sobre el aparato y cogí el auricular.

Un mensaje de Anne. Su vuelo aterrizaría a las cinco y veinticinco.

Y uno de Arthur Holliday; el hombre que llevaría a cabo la prueba de carbono 14 me pedía que por favor contactara con él antes de enviar las muestras.

Fui corriendo hasta el despacho de administración y comprobé la pila de correo saliente. FedEx todavía no había recogido mi paquete. Lo recuperé, regresé a mi despacho y marqué el número del laboratorio de Florida. Estaba desconcertada, no sabía cuál era el problema.

—¿Tempe? Bien, bien. Telefoneé apenas recibí tu correo electrónico. ¿Ya has enviado las muestras?

—Están embaladas, pero siguen aquí. ¿Hay algún problema?

—No, no, en absoluto. Todo va estupendamente. Bien, oye, ¿tus sin nombre tienen dientes?

—Sí.

—Bien, bien. Escucha, estamos llevando a cabo un pequeño proyecto de investigación y me preguntaba si para vuestro caso os serviría conocer el lugar de nacimiento.

—No había pensado en esa posibilidad. Pero sí, esa información podría sernos útil. ¿Podéis averiguarlo?

—¿Hay indicios de aguas subterráneas en ese sótano?

—No, es bastante seco.

—No te prometo nada, pero estamos obteniendo resultados bastante buenos en nuestros análisis con isótopos de estroncio. Si me permites guardar los resultados en nuestra base de datos y nos telefoneas cuando hayáis identificado a los sin nombre, puedo realizar gratis esa prueba experimental a tus muestras.

—¿Gratis?

—Necesitamos ampliar nuestra base de datos de referencia.

—¿Qué debo enviar?

Me lo dijo y empezó a exponer las razones por las que necesitaba tanto las muestras de hueso como de dentadura. El reloj marcaba las tres y media. Tenía que cortar ya.

—Art, ¿podrías explicármelo cuando discutamos los resultados? Si quiero que estas muestras salgan con la recogida de FedEx de hoy, tengo que volver a sacar los esqueletos y quitarles los dientes en los próximos treinta minutos.

—Sí, sí, por supuesto. Hablaremos entonces. Oye, Tempe, puede que esto no lleve a nada, pero nunca se sabe.

Colgué, descendí al depósito, serré otros tres tacos de hueso de los fémures, devolví los huesos a cada camilla, quité las mandíbulas, regresé a mi laboratorio, las fotografié y quité el segundo molar derecho de cada una. Luego volví a embalarlo todo y retorné el paquete a la pila de correo para despachar, dando gracias al cielo por haber hecho las radiografías dentales previamente.

A las cuatro treinta ya me había reinstalado en mi despacho.

Con los tobillos cruzados y las piernas apoyadas sobre el alféizar, di unos sorbos a una gaseosa baja en calorías, unos mordisquitos a mi primera rosquilla y me obligué a pensar en otra cosa que no fueran las jóvenes del sótano de la pizzería.

Katy.

¿Y Katy? No tenía idea de lo que estaba haciendo mi hija en ese momento, ni de su paradero. Podía llamarla. Miré el reloj. Segu­ ramente había salido a estudiar a la biblioteca o estaba en clase. Vaya.

Según parecía, Katy estaba acudiendo a sus clases diligentemente y planeando su futuro para cuando terminara la universidad. ¿Se había convertido mi niña en una adulta? ¿De ahora en adelante, me tocaría interpretar en su vida solo el papel de una figurante?

Ese pensamiento tan alegre me llevó a pensar directamente en las tres jóvenes que ahora eran esqueletos.

¿Por qué no tenían ni una tira de ropa? ¿Había pasado yo algo por alto en la escena del crimen? ¿Hubiera debido usar un tamiz de malla más fina? ¿Había encontrado el dueño algo además de los botones? ¿Cómo se podía explicar que hubiese tres chicas enterradas en el sótano?

Di un sorbo de Coca-Cola Diet. Mi mente dio un giro de noventa grados.

Anne.

¿Por qué esta visita inesperada? ¿Qué había detrás del extraño tono de su voz?

Con la segunda rosquilla, mi mente volvió a repasar el tema de los esqueletos.

Si las tres chicas murieron al mismo tiempo, ¿por qué solo el tercero de los esqueletos tenía adipocira? ¿Por la forma en que estaba envuelto? De acuerdo. Pero ¿por qué ese enterramiento era distinto?

No. Tenía que pensar en otra cosa.

Recordé un jersey que había visto en el escaparate de Ogilvy’s, un ruido que hace el motor de mi coche y un extraño lunar marrón que me ha salido en el hombro derecho.

Cuando estaba por terminar la segunda rosquilla, mi mente volvió bruscamente a los esqueletos.

Los cuerpos habían aparecido a menos de quince centímetros de profundidad. ¿Por qué estaban tan cerca de la superficie? Los enterramientos de nativos generalmente aparecen a profundidades mucho mayores, y las tumbas históricas también.

Si Art realmente podía determinar el lugar de nacimiento de las chicas, ¿me serviría? ¿O su análisis simplemente revelaría que eran jóvenes locales?

Puede que LaManche tuviera razón. Quizás estaba obsesionándome, poniéndome nerviosa y a la defensiva. Y tampoco estaba durmiendo bien, el caso se había colado hasta en mis sueños.

Mis pensamientos dieron un giro y tomaron por otro callejón.

¿Era mi insatisfacción laboral consecuencia de mi problema con Ryan? ¿Estaba transfiriéndole a él mi ansiedad y mi frustración, propiciando yo sola la destrucción de una pareja que me interesaba?

Ryan.

Y como si un electrón errante hubiese saltado de esa sinapsis, sonó el teléfono. Giré y cogí el auricular con tanta prisa que casi derramo la bebida.

—La doctora Brennan al habla.

Susanne me informó de que un detective iba camino de mi despacho.

Claudel... Justo lo que necesitaba.

Pero no era él.

Con su metro noventa de estatura, sus pantalones caqui, su camisa beige y su americana de tweed, Ryan parecía un cruce entre Pierce Brosnan y el tipo mayor del anuncio de Adidas. Al ver mi Coca-Cola Diet y el azúcar impalpable esparcido sobre mi cartapacio, meneó la cabeza:

—Eres un remolino de contradicciones.

—Tengo gustos eclécticos.

—Tus gustos deben de confundir bastante a tu pobre páncreas.

—Pues es mi páncreas.

Ryan se mostró sorprendido ante la brusquedad de mi comentario.

—¿Te pillo en mal momento, bomboncito?

—Esperaba a otra persona —y dejé la lata sobre la mesa—, cariño.

—No es la primera vez que me dices eso.

—¿Lo de «cariño»?

—Lo de que esperabas a otra persona.

—Creí que vendría alguien a traerme información sobre un caso.

—«Una vez más, he hecho añicos sueños de los que nada sé...»

—Suenas como Winston Churchill —dije, repantingándome en mi silla.

—«Tolerar esto resultaría una torpeza que no estoy dispuesto a suscribir.»

—Sobresaliente en gramática, suspendido en claridad. —Pasé la punta de mi dedo por el azúcar impalpable.

—Pues esa sí es una frase de Winston.

—Y tú la repites.

—¿Cómo van las cosas con Claudel?

Ryan se apoyó contra el marco de la puerta y cruzó brazos y tobillos. Como de costumbre no pude evitar quedarme embobada mirando sus ojos. No importa cuántas veces lo viera, ese azul intenso de sus ojos siempre me pillaba con la guardia baja.

—Claudel funciona con un suministro limitado de neuronas —dije—. Las pocas que tiene se envían correos electrónicos para mantener el contacto.

—¿Se le ha caído el sistema?

—Hoy no he sabido nada de él. De hecho, espero ansiosa poder compartir cierta información con él.

Lamí el azúcar y volví a pasar el dedo por el cartapacio.

—¿Y no lo vas a compartir con él?

—LaManche autorizó el pago de una prueba especial que le pedí.

—¿Sin el visto bueno de Authier?

Asentí.

—LaManche puede ser muy pícaro. ¿Qué clase de prueba es?

—Una de carbono 14.

—¿El mismo que se utiliza para momias y mastodontes?

Le repetí a Ryan el curso breve que en su momento le diera a LaManche, pero decidí no mencionar el análisis con isótopos de estroncio. Era demasiado incierto.

—¿Cuánto tardarán los resultados?

—Si hay suerte, no más de una semana. LaManche sugirió que me concentre en el tercer esqueleto. Básicamente, lo que me dijo es que por ahora me olvide del intervalo post mortem.

—Es un buen consejo.

—Es frustrante.

—Son los gajes del oficio.

Sonó el busca de Ryan. Él comprobó el número y volvió a enganchar el chisme en el cinturón.

—Admito que estas chicas no murieron ni una semana ni un mes atrás —proseguí—. No puedo quitarme la sensación de que estamos perdiendo un tiempo valioso. Este caso me da mala espina.

—¿Por qué?

Le hablé a Ryan de la señora Gallant/Ballant/Talent.

—¿Y qué fue exactamente lo que te dijo?

—Que estaba al tanto de lo que ocurría en ese edificio.

—¿Y qué era lo que ocurría?

—No llegamos a ese punto.

—Puede que sea una loca.

—Puede.

—Dices que tenía voz de anciana.

—Así es.

—Y si está un poco...

—Ya he pensado en esa posibilidad, Ryan. Pero ¿y si está lúcida? ¿Y si es una mujer seria y realmente sabe algo?

—Entonces llamará de nuevo.

—No lo ha hecho.

—¿Estás haciendo localizar la llamada?

—Sí.

—¿Quieres que vea si puedo averiguar algo?

—Lo haré yo sola.

—Una viejecita no constituye una amenaza para nadie.

—Esa mujer se ha enterado de nuestro viajecito de estudios al sótano de la pizzería, y sabe Dios quién más ha leído u oído algo al respecto. No has visto Le Journal. Todos los medios se echaron encima de la noticia como buitres.

—Además de la antigüedad del edificio, ¿qué sabes sobre él?

—Que en su sótano alguien enterró a tres jóvenes.

—A veces eres un incordio, Brennan.

—Me esfuerzo.

—Cena conmigo.

—Estoy ocupada.

Un silencio ensordecedor invadió el despacho... Pasaron treinta segundos..., un minuto entero.

Ryan descruzó los tobillos y se separó del marco. Sus ojos azules se clavaron en los míos. No era una mirada alegre.

—Tendremos que hablar.

—Sí —respondí.

Al verlo desaparecer por la puerta pensé: «Adiós, vaquero».

Lunes de ceniza

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