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Desperté sintiéndome alicaída, pero no sabía por qué.

¿Era porque estaba sola? ¿Porque mi único compañero de cama era un inmenso gato blanco? Yo no lo había previsto de ese modo. Pete y yo habíamos planeado envejecer juntos, queríamos hacer juntos el viaje a la otra vida.

Pero a mi marido para toda la vida se le ocurrió prestarle el pito a una agente inmobiliaria.

Y yo también tuve una aventura, pero con la bebida.

Como dice mi hija Katy, «qué más da». La vida continúa.

El día estaba gris, el viento bramaba y no invitaba a salir. El reloj marcaba las siete y diez. Birdie había desaparecido del mapa.

Me quité la camisa de dormir, me di una ducha caliente y me pasé el secador de pelo. Birdie dio señales de vida mientras yo me cepillaba los dientes, lo saludé y sonreí al espejo preguntándome si el día merecía ponerme rimmel.

Y entonces recordé.

La marcha repentina de Ryan y su forma de mirarme.

Incrusté el cepillo de dientes en su cargador, fui hacia el dormitorio y me quedé mirando fijamente la ventana escarchada. Estaba cubierta de espirales cristalinos y copos geométricos, tan delicados, tan frágiles. ¿Como la fantasía que me había construido de una vida compartida con Ryan?

Volví a preguntarme qué estaba ocurriendo. ¿Por qué estaba interpretando el papel de segundona en una comedia de Doris Day?

—Que te den por el culo, Doris —exclamé en voz alta.

Birdie levantó la vista pero se guardó sus pensamientos.

—¡Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan!

Regresé al baño y me apliqué varias capas de Revlon.

El Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal de Quebec ocupa las dos plantas superiores del Édifice Wilfrid­Derome, una construcción de planta en T en el distrito de Hochelaga-Maissoneuve, al este de Centre­ville. El Bureau du Coroner, la oficina del patólogo jefe, se encuentra en el piso once, el depósito de cadáveres en el sótano. Las plantas restantes pertenecen a la SQ.

A las ocho y cuarto, la planta doce se estaba llenando de hombres y mujeres con batas blancas. Al tiempo que blandía mi pase para el área de seguridad, varios de ellos me saludaron a la entrada del vestíbulo, y los otros por las puertas de vidrio que separan el ala médico-legal del resto de la T. Devolví sus bonjour y continué camino a mi despacho. No estaba de humor para charlas, todavía estaba enfadada por el encuentro de la noche anterior con Ryan. Mejor dicho, por el desencuentro.

Tal como sucede en la mayoría de las instalaciones médico-forenses y jueces de instrucción, la jornada de trabajo en el LCJML comienza con una reunión de la plantilla de profesionales. Todavía no me había quitado la ropa de abrigo, cuando el teléfono empezó a sonar. Era Pierre LaManche. El jefe estaba ansioso por empezar, había tenido una noche movida.

Entré en la sala de reuniones. Solo LaManche y Jean Pelletier estaban sentados a la mesa. Los dos amagaron con ponerse en pie, eso que hacen los hombres mayores cuando una mujer entra en la habitación.

LaManche me preguntó sobre el juicio a Pétit. Le contesté que mi testimonio había ido bien.

—¿Y el levantamiento del lunes?

—Diría que también fue bien, salvo la ligera hipotermia y el hecho de que los huesos, que según ustedes pertenecían a animales, resultaron ser tres personas.

—¿Comenzará los análisis hoy? —preguntó LaManche con su francés de la Sorbona.

—Efectivamente. —Preferí no arriesgar nada, ya que había basado mis conclusiones en un rápido examen en el mismo sótano. Quería estar segura.

—El detective Claudel me pidió que le informara de que irá a verla hoy a la una y media de la tarde.

—El detective Claudel va a tener que esperar sentado, apenas he empezado.

Oí el gruñido de Pelletier y miré en dirección a él.

Aunque era subordinado de LaManche, Jean Pelletier llevaba una larga década en el laboratorio cuando contrataron al nuevo jefe. Era un hombre menudo y compacto, de fino cabello gris y ojeras pronunciadas.

Pelletier era lector asiduo de Le Journal. Supe lo que se avecinaba.

Oui. —Los dedos de Pelletier tenían un color amarillento permanente, producto de medio siglo de fumar Gauloises. Ahora uno de esos dedos amarillos me apuntaba—. Oui, vista desde este ángulo está usted mucho más guapa. Así destacan más sus encantadores ojos verdes.

Le respondí mirando con mis encantadores ojos verdes al techo.

Me senté. En ese momento entraron para unirse al grupo Nathalie Ayers, Marcel Morin y Emily Santangelo. Se intercambiaron varios «Bonjour» y «Comment ça va». Pelletier alabó el corte de pelo de Santangelo. La mirada que ella le devolvió sugería que mejor sería no volver a comentar el tema. A Santangelo no le faltaba razón.

Después de distribuir copias de la lista con los cadáveres invitados de la fecha, LaManche empezó a sacar y asignar los casos.

Un hombre de cuarenta y siete años había sido hallado colgado de una viga transversal en su garaje del barrio de Laval.

Un hombre de cincuenta y cuatro años había sido apuñalado por su hijo después de una discusión sobre unas salchichas que habían sobrado del día anterior. La madre fue quien dio parte a la policía de St-Hyacinthe.

Un residente de Longueuil había estrellado su todoterreno contra un montículo de nieve en una carretera comarcal en la zona de Gatineau. Había bebido.

Una pareja que se iba a separar había sido hallada muerta a tiros en una casa de St-Léonard. Ella recibió dos tiros, él uno. El futuro ex marido dejó este mundo chupando una pistola Glock de nueve milímetros.

—Si no eres mía, no vas a ser de nadie —tabletearon las dentaduras de Pelletier.

—Típico —dijo Natalie Ayers con amargura en la voz.

Tenía razón. Todos habíamos visto la misma escena repetida hasta el hartazgo.

Una mujer joven había sido descubierta detrás de un karaoke en la rue Jean Talon. Se sospechaba que había muerto por una combinación de sobredosis e hipotermia.

A los esqueletos del sótano de la pizzería el LCJML les había asignado los números de caso 38426, 38427 y 38428.

—El detective Claudel cree que estos esqueletos son antiguos y de poco interés forense... —dijo LaManche. Aquello más que un comentario era una afirmación.

—¿Y cómo puede saber eso monsieur Claudel?

Era posible que fuese cierto, pero me fastidiaba que Claudel opinase acerca de algo que estaba fuera de su área de conocimiento.

—Monsieur Claudel es un hombre de múltiples talentos —dijo Pelletier.

Su expresión era seca, pero no me dejé engañar. El viejo patólogo sabía de la discordia entre Claudel y yo, y le encantaba picar.

—¿Claudel ha estudiado arqueología? —pregunté.

Las cejas de Pelletier se enarcaron:

—Monsieur Claudel dedica muchísimas horas a examinar reliquias antiguas.

Ya que estábamos haciendo una rutina cómica, opté por interpretar al tipo serio del dúo. Los presentes hicieron silencio esperando el remate.

—¿De veras? —dije.

Bien sûr. Se mira la pilila todos los días.

—Gracias, doctor Pelletier —zanjó LaManche con la misma cara de palo que nosotros—. Y ya que hablaba de colgajos, ¿por qué no coge usted al ahorcado?

A Ayers le tocó el apuñalamiento, el accidente del todo terreno fue para Santangelo, el suicidio/homicidio le tocó a Morin. A medida que iba adjudicando casos, LaManche iba marcando las iniciales correspondientes en su planilla maestra: Pe. Ay. Sa. Mo.

Las iniciales Br. fueron añadidas a los dossieres 38426, 38427 y 38428, los huesos del sótano de la pizzería.

Anticipando la larga reunión que le esperaba con la junta inspectora de muertes infantiles en la provincia, LaManche no se asignó ninguna autopsia.

Nos retiramos, y yo fui a mi despacho. Unos segundos más tarde, LaManche asomó la cabeza por la puerta. Uno de los técnicos de autopsias estaba de baja con bronquitis. Con cinco puestos ocupados, las cosas se complicaban. LaManche me preguntó si me importaba trabajar sola.

Estupendo.

Mientras metía las planillas de mis tres casos en un portafolios, noté que la luz roja de mi teléfono titilaba.

Sentí un mariposeo casi imperceptible en el estómago. ¿Sería Ryan?

«Supéralo, Doris.»

Tecleé mi clave y revisé el buzón de voz.

Un periodista de Allô Police.

Un periodista de The Gazette.

Un periodista del telediario de la noche de la CTV, la Cadena de Televisión Canadiense.

Desilusionada, borré los mensajes y a toda prisa me dirigí a los casilleros de mujeres. Me puse la bata quirúrgica y por un pasillo enfilé hacia un ascensor medio escondido entre la secretaría y la biblioteca. Era un ascensor de uso restringido a personal autorizado, sus botones permitían detenerse en solo tres plantas: en el LCJML, en la oficina del patólogo jefe y en el depósito de cadáveres. Presioné la D y las puertas se cerraron.

Bajé al sótano, atravesé otra puerta de seguridad y un pasillo largo y estrecho que atraviesa de lado a lado el edificio. A mi izquierda: una sala de radiografías y cuatro salas de autopsias, tres de ellas con mesas individuales. A mi derecha: secadores, puestos de trabajo con sus respectivos ordenadores, cubas y camillas con ruedas para transportar los restos a los laboratorios de histología, patología, toxicología, ADN y odontología-antropológica, ubicados todos en las plantas superiores.

A través de sendos ventanucos en las puertas vi que en las salas uno y dos Ayers y Morin empezaban sus exámenes externos. A cada uno lo acompañaba un fotógrafo de la policía y un técnico en autopsias.

Otro técnico disponía el instrumental en la sala tres. Ese asistiría a Santangelo.

Y yo me las tenía que arreglar sola.

Y Claudel llegaría en menos de cuatro horas.

Había empezado el día alicaída, pero mi humor empeoraba minuto a minuto.

Me dirigí a la sala cuatro, mi sala. Una sala especialmente ventilada para autopsias de cadáveres descompuestos, flotantes, momificados y demás variedades aromáticas.

Al igual que las demás, la sala cuatro tiene puertas dobles que comunican con un depósito de cadáveres adjunto. Las paredes de este están cubiertas por compartimentos refrigerados, en cada uno de ellos hay superpuestas dos camillas extraíbles con ruedas.

Lancé mi sujetapapeles sobre la encimera. De un cajón saqué un mandil de plástico, de otro unos guantes y una mascarilla. Me los puse. Luego cogí un carro metálico del pasillo y abrí las puertas dobles con la espalda de un empujón.

Hice el recuento de camillas.

Seis tarjetas blancas, una de ellas con una pegatina roja.

Seis residentes, uno de ellos VIH positivo.

Localicé las tarjetas marcadas con mis iniciales: LCJML 38426. LCJML 38427. LCJML 38428. Ossements. Inconnu. Huesos. Desconocidos.

En circunstancias normales hubiera estudiado los casos consecutivamente, analizando uno a fondo antes de pasar al siguiente. Pero Don Divertido llegaría a la una y media. Así que anticipando la impaciencia de Claudel, decidí abandonar el protocolo y hacer a cada grupo de restos una rápida evaluación de edad y sexo.

Fue un error que lamentaría más tarde.

Abrí una puerta de acero inoxidable, luego una segunda y después una tercera. Seleccioné los mismos huesos que había visto en el sótano de la pizzería, los metí en el carro y los llevé a la sala cuatro.

Tras garabatear la información relevante en las casillas del informe anatómico, empecé con el 38426, los huesos hallados en el cajón de Dr. Energy.

Comencé por el cráneo.

Inserciones musculares delicadas, occipucio redondeado, mastoides pequeños, arcos supraorbitarios suaves que acaban en bordes orbitales angulosos.

Seguí con la pelvis.

Caderas amplias y abiertas. Pubis ensanchado y dotado de una mínima cresta elevada que cruza el lado abdominal. Ángulo subpúbico obtuso. Amplia escotadura ciática.

Fui marcando con una tilde estas características en las casillas de «evaluación de sexo» y escribí mi conclusión: mujer.

Pasé a la sección de «evaluación de edad». Noté que la sutura basilar, la grieta entre los huesos occipital y esfenoides, en la base del cráneo, había soldado recientemente. Eso indicaba que la mujer era una adolescente de entre quince y dieciocho años.

Volví a la pelvis.

A lo largo de la infancia, cada mitad de la pelvis está compuesta por tres huesos distintos, el ilión, el isquión y el pubiano. Al comienzo de la adolescencia, estos huesos se sueldan dentro de la cavidad cotiloidea.

Esta pelvis había visto llegar y pasar su pubertad.

Noté surcos que corrían a lo largo de las sínfisis, las caras donde las dos mitades de la pelvis se unen por delante. Di la vuelta al hueso.

El borde superior de la cresta iliaca mostraba líneas dentadas irregulares, lo que indicaba la ausencia de la medialuna que finalmente debía de unir el hueso. También había líneas dentadas irregulares en el isquión, cerca del punto donde el cuerpo se apoya al sentarse.

Sentí un frío familiar extendérseme por dentro. Comprobaría la dentadura y los huesos largos, pero todos los indicadores sustentaban mi impresión inicial.

La moradora de la caja de Dr. Energy era una muchacha que había muerto entre los quince y los dieciocho.

Volví a dejar el caso 38426 en el carro y me volví hacia los huesos que había escogido del 38427. Después pasé al 38428.

El mundo pasó a ocupar una dimensión diferente, donde teléfonos, impresoras, voces y carros desaparecían. Donde me encontraba ahora no existía nada, salvo los frágiles restos que tenía sobre la mesa.

Trabajé sin parar hasta la hora de comer; con cada observación mi tristeza iba aumentando.

A menudo se me acusa de sentir más afecto por los muertos que por los vivos. Eso no es cierto. Me entristecen los muertos que acaban en mi mesa, pero también soy muy consciente del dolor que sufren los que estos dejan detrás.

Este caso no iba a ser una excepción, sentí una gran empatía con las familias que habían amado y perdido a estas chicas.

A la una y treinta y cuatro en punto el teléfono sonó estridente. Me bajé la mascarilla y crucé hacia el escritorio.

—La doctora Brennan al habla.

—¿Ha terminado? —La voz masculina no se había identificado, pero yo sabía de quién se trataba.

—Tengo cierta información preliminar. Estoy en la sala cuatro.

—Y yo en su despacho.

Usted mismo, Claudel. Y no se preocupe por mí, haga cuenta de que está en su casa.

—¿Va a querer observar lo que he descubierto? —dije.

—No será necesario.

La aversión de Claudel a las autopsias era legendaria. Antes me aprovechaba de ello, planeaba artimañas para obligarlo a marcharse dando arcadas. Pero ya no me tomaba esas molestias.

—Necesitaré un par de minutos para limpiar aquí —dije.

—Todo este asunto es una pérdida de tiempo.

—Sinceramente espero que así sea. —Colgué.

Tranquila, me dije. Es Claudel, un hombre primitivo.

Cubrí la mesa con una sábana, me quité los guantes y subí. Sobre mi cabeza planeaba una nube de creciente terror.

Yo sabía de huesos. Sabía que tenía razón.

Y a pesar de que la arrogancia mojigata de él me pusiera enferma, deseaba que Claudel también la tuviera.

Lunes de ceniza

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