Читать книгу Lunes de ceniza - Kathy Reichs - Страница 11

6

Оглавление

Di repetidas veces al botón intentando captar la atención de la operadora de la centralita.

No obtuve respuesta.

¡Maldición!

Estampé el auricular en su nuca y salí corriendo en dirección al ascensor.

Susanne, la recepcionista del LCJML vive en una pequeña población entre la frontera de Montreal y Ontario. Su viaje diario hasta la oficina consiste en coger el metro y después el tren, y respetar unos horarios tan precisos como los del acople de una estación espacial. Cuando acaba su jornada, Susanne sale disparada hacia el metro. Yo esperaba poder, por alguna suerte de milagro, interceptarla antes de que se marchara.

Los dígitos iluminados indicaban que el ascensor estaba en el piso trece.

Date prisa, date prisa.

La cabina tardó un mes en descender y otro mes en subir. Cuando llegó al piso doce, las puertas se abrieron y salí como una exhalación.

El escritorio de Susanne estaba desierto.

Volví a toda prisa a mi despacho. Rezaba por que la informante hubiese vuelto a telefonear, por que su llamada hubiese sido desviada automáticamente a mi buzón de voz.

Cuando llegué, vi que la luz roja titilaba.

¡Genial!

Una voz mecánica anunció cinco mensajes.

El de mi amiga de Carolina del Sur, Anne.

Otra vez Allô Police.

Otra vez The Gazette.

El de una novata del telediario de la CFCF, la televisión de Montreal.

Y el de Ryan.

No sabía muy bien qué pensar. Que hubiera llamado Anne, me resultaba bastante curioso. Que Ryan hubiera intentado contactar conmigo me alivió. Y que no lo hubiera hecho mi informante misteriosa, me frustró. Temí no poder volver a contactar con esa mujer nunca más.

¿Cómo se llamaba? ¿Gallant? ¿Ballant? ¿Talent? ¿Por qué no le pedí que me lo deletreara?

Me desplomé en mi silla y miré fijamente el teléfono, urgiendo a la pequeña luz cuadrada a que se encendiese para informarme de la recepción de una nueva llamada. Tamborileé en la encimera del escritorio, estiré del cable del teléfono y dejé que las espirales volvieran a ensortijarse.

¿Por qué no volvía a comunicarse esa mujer? Ya tenía el número de teléfono. ¿No dijo que ya había llamado antes? ¿Habría pensado que la ignoraba? ¿O que le había colgado? ¿Se había dado por vencida?

Abrí el cajón del escritorio, hurgué en busca de un bolígrafo, volví a cerrarlo.

¿No había dicho la mujer algo acerca de irse? ¿Se iba a ir de su casa? ¿De la ciudad? ¿De la provincia? ¿Por un día o para siempre?

Reprochándome mi descuido, me puse a dibujar triángulos y a dividirlos en triángulos más pequeños. En eso sonó mi móvil. Corrí hasta mi bolso y lo encontré.

—¿Señora Gallant?

—Me han llamado «galante», pero señora nunca.

Era Ryan.

—Pensé que eras otra persona —dije.

Y apenas lo hube dicho supe que había cometido una estupidez. La señora Gallant/Ballant/Talent había llamado a través de centralita. No había manera alguna de que tuviese mi número privado.

—Me rompe el corazón escuchar tanta desilusión en tu voz.

Volví a sentarme y esbocé la primera sonrisa del día.

—Esta desilusión está relacionada con un caso. Tú eres deslumbrante, Ryan.

—¿Qué caso?

—El de los esqueletos del sótano de la pizzería.

Mientras hablábamos seguí vigilando la luz de los mensajes. Al mínimo destello volvería a conectarme con mi buzón de voz.

—¿No has tenido hoy el placer de la compañía de Claudel?

—Estuvo aquí.

—¿Solo?

—El resto de la Waffen SS no llegó a tiempo.

—Claudel puede ser un poco duro a veces.

—Claudel es un Neanderthal. No, eso es un insulto al paleolítico, porque los hombres de Neanderthal tenían cerebros sapientes.

—El cerebro de Claudel no tiene nada de malo, solo tiende a dar demasiada importancia a experiencias pasadas y los patrones habituales. ¿Dónde estaba Charbonneau?

—Atacaron a dos prostitutas y una murió. La otra está en Hospital Notre-Dame, grave pero todavía aguanta.

—Me he enterado.

Cómo no se iba a enterar. Sentí un pellizco de irritación.

—Creo que el administrador de las señoritas fue invitado a declarar —dijo Ryan.

—Si no lo sabes tú...

Ryan ignoró o no oyó el tono de enfado en mi voz.

—¿Qué piensa hacer Claudel con tus huesos?

—Lamentablemente, no creo que vaya a hacer nada.

—Yo sé lo que haría con ellos...

—Pues ayer por la noche no eran los primeros de tu lista —soltó Doris antes de que pudiera refrenarla.

Ryan no contestó.

—Los tres esqueletos pertenecen a chicas jóvenes —cambié de tema como si nada.

—¿Muertas recientemente?

—El dueño del local había robado varios botones que, según afirmó, había encontrado junto a uno de los esqueletos. Claudel se los quitó. Una experta del Museo McCord estimó que datan del siglo XIX.

—Déjame adivinar, Claudel no está interesado porque lo considera prehistórico...

... lo cual es curioso porque él tiene la cabeza metida en el culo desde el Neolítico.

—¿Tienes un mal día, bomboncito?

Percibí alegría en la voz de Ryan y eso me fastidió. También me fastidiaba que no me explicase su repentina partida de la noche anterior. Y también me fastidiaba mi necesidad de que me lo explicara.

¿Cuál era la filosofía de Anne? Nunca te quejes y nunca des explicaciones.

Muy bien dicho, Anne.

—Esta semana no ha sido un paseo precisamente —dije, con la vista clavada en el teléfono de mi escritorio. El cuadradito seguía frustrantemente oscuro.

—Claudel es buen poli —dijo Ryan—. Pero a veces necesita que lo convenzan, mucho más que a los que somos más intuitivos e inteligentes.

—No quiere cambiar de parecer.

—Convéncelo.

—Pues eso no se me había ocurrido.

Se hizo silencio. Ryan lo rompió:

—¿Qué edad crees que tienen esos huesos?

—No estoy segura. Ni siquiera sé si las tres chicas murieron al mismo tiempo.

—¿Hay indicios de arreglos dentales?

—No, que yo haya notado.

Más silencio.

—¿Qué te dice tu intuición?

—Que no fueron enterradas en el sótano hace tanto tiempo.

—Explícate.

—Que deberíamos tomarnos el caso en serio.

Una vez más, Ryan ignoró mi grosería.

—¿En qué basas esa intuición?

Yo llevaba tres días haciéndome la misma pregunta.

—En mi experiencia.

No mencioné a mi informador más reciente, ni la indiferencia idiota con la que la había tratado.

—Muy bien, bomboncito.

—Así es, cariño —interrumpí.

Hizo una pausa.

—Tienes que encontrar pruebas y convencer a Claudel de que está equivocado —dijo con la paciencia de un maestro que reprende a un párvulo.

Hubo otra pausa, que llené con mi respiración irritada. Una vez más, Ryan habló primero:

—Supongo que esta noche no te viene bien.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Entiendo lo cansada y frustrada que estás. Vete a casa y date uno de tus famosos baños con burbujas. Todo te parecerá mejor por la mañana.

Cortamos y yo me quedé allí sentada escuchando el zumbido del edificio vacío.

No podía negarlo: hacía tres días y tres noches que estaba en Montreal y Ryan se comportaba tan amistoso y encantador como siempre.

Y casi igual de ocupado.

No necesitaba ver un arbusto en llamas para darme cuenta: el agente Semental estaba saliendo de mi vida.

¿Y qué me quedaba a mí? Pues aguantar al detective Carapolla.

Casi se me saltaron las lágrimas, pero me refrené.

Ya había vivido sin Ryan, y volvería a hacerlo.

Ya había coexistido con Claudel, y volvería a hacerlo.

Pero ¿aquella distancia con Ryan era un invento mío? ¿Por qué estaba tan cortante con él?

El viento soplaba a rachas. Algunas plantas más abajo tres mujeres yacían en camillas de acero inoxidable.

Miré el teléfono. La señora Gallant/Ballant/Talent no quería pulsar el botón de llamada.

—Que le den por el culo al baño de burbujas —dije levantándome de un salto de la silla—. Y que te den por el culo a ti también, Andrew Ryan, dondequiera que estés.

A las nueve ya había acabado con el caso LCJML 38427, el esqueleto de la primera zanja.

Era una mujer blanca, de entre quince y diecisiete años y un metro setenta de altura. Nada de olor. Nada de pelo. Y de tejidos blandos nada de nada. Los huesos estaban en buen estado, pero secos y descoloridos, y un poco impregnados de tierra. Noté lesión craneal post mortem: fragmentación del temporal, de los huesos faciales y del tramo mandibular derecho. No encontré en el esqueleto traumas peri mortem, ni ortodoncia. Tampoco ropa u objetos personales. El caso 38427 era una copia en papel carbón del 38426.

Excepto por una diferencia, a esta jovencita la descubrí in situ y conocía algunos detalles de su enterramiento. La joven 38427 había sido tirada a un pozo desnuda y en posición fetal.

Quienes tenemos creencias judeo­cristianas enterramos a nuestros muertos vestidos de gala. Literalmente, los tumbamos con las piernas extendidas y las manos pegadas a los costados del cuerpo o sobre el abdomen. En cambio la postura «dormida y arropada» es más típica de nuestros hermanos nativos, aunque eso cambió tras el contacto con los europeos.

Entonces ¿confirmaba la postura en ovillo la suposición de Claudel? ¿Eran estos esqueletos antiguos?

No, no era tan sencillo.

Un cuerpo doblado sobre sí mismo requiere un agujero más pequeño, hay que cavar menos. Cuesta menos tiempo y esfuerzo. Los enterramientos en pozos también son los preferidos de aquellos que tienen prisa.

Como los asesinos, por ejemplo.

Exhausta, empujé la camilla con los huesos hasta el depósito refrigerado, me cambié de ropa y volví a comprobar la lucecilla.

No había mensajes.

Cuando terminé de fichar, ya eran las diez pasadas. Desde la esquina de Wilfrid-Derome el viento soplaba con fuerza y me atravesaba la ropa como una cuchilla. Mientras trotaba camino al coche, iba soltando nubarradas de aliento.

Durante el viaje, no conseguí dejar de pensar en las chicas del depósito de cadáveres. ¿Habrían muerto de alguna enfermedad? ¿Las habrían asesinado de un modo que no dejase marcas en los huesos? ¿Habían sido envenenadas, estranguladas?

¿Habían muerto de hipotermia?

Al llegar al semáforo de Viger, de las sombras del puente JacquesCartier, surgieron dos adolescentes. Cubiertos de tatuajes y piercings y con el pelo de pincho, levantaron sus limpiacristales con una despreocupación amenazante. Asentí con un gesto, saqué un dólar del monedero y observé cómo limpiaban mi parabrisas con agua sucia.

¿Habían sido las chicas de la pizzería rebeldes como estos jóvenes, que se dirigían al inconformismo por el camino más trillado? ¿Habían sido solitarias, víctimas de abusos por parte de tiranos dentro de la misma familia? ¿O fugitivas sobreviviendo en las calles a duras penas?

Yo no había hallado ni un solo resto de vestimenta. Es cierto que las fibras naturales como el algodón y la lana se deterioran con rapidez, pero ¿por qué no había ningún diente de cremallera, ningún ojete, ningún cierre de corpiño? Antes de sepultarlas en sus tumbas anónimas, a estas chicas las habían despojado de sus ropas.

¿Habían muerto al mismo tiempo o a lo largo de un periodo de meses o años?

Y además estaba la pregunta fundamental: ¿Cuándo exactamente? ¿Una década o un siglo atrás?

Al llegar a casa, mi jaqueca ya marchaba a todo vapor y tenía tanta hambre que me hubiera comido Lituania entera. Salvo algunas barritas energéticas de avena y gaseosas diet, no había consumido nada en todo el día.

Después de ducharme, apliqué un golpe de calor nuclear a una cena mexicana congelada, y mientras cenaba mirando a David Letterman pensé en Anne. Ella me entendería, me dejaría desahogarme y me diría cosas reconfortantes. Acababa de coger el teléfono inalámbrico, cuando el aparato me sonó en la mano.

—¿Qué tal anda Birdie? —Era Anne.

—¿Telefoneas para preguntar por mi gato?

—Me parece que al pobre no le haces demasiado caso.

El pobre se encontraba junto a mí, en el sofá, mirando fijamente la nata agria que chorreaba de lo que quedaba de mi burrito.

—Estoy segura de que Bird estaría de acuerdo.

Apoyé la bandeja en la mesa, cogí un poco de nata con el dedo y lo coloqué en las narices de Birdie. Mi gato lo limpió a lametones y acto seguido volvió a concentrarse en el plato.

—¿Qué tal tú? —preguntó.

Me quedé en blanco.

—¿Qué tal yo, en qué aspecto?

—¿Te hacen caso?

Aunque Anne tiene el instinto de un satélite de navegación, era imposible que supiera de la ansiedad que Ryan me estaba produciendo.

—Estaba a punto de llamarte —le dije.

—Pues a mí no me hacen ningún caso —prosiguió ignorando mi respuesta.

—¿De qué hablas?

—De Tom-Ted.

Anne está casada con un abogado llamado Tom Turnip. Cuando Tom llevaba dos años de socio en su bufete, uno de los socios más antiguos se pasó un mes llamándolo Ted. Desde entonces lo llamábamos Tom-Ted.

—¿Qué ocurre con TT?

—Adivina.

Quería ser comprensiva, pero estaba demasiado cansada para las adivinanzas.

—Dímelo, por favor.

—Buena idea. Iré a visitarte, llego mañana.

Lunes de ceniza

Подняться наверх