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Ocho horas más tarde, me encontraba mucho mejor de ánimos. La jaqueca había desaparecido, el sol brillaba y mi mejor amiga venía a visitarme.

O quizá no. Anne tiene la costumbre de cambiar de parecer.

Hablando de cambios de parecer, Ryan tenía razón. La evidencia sobre el intervalo post mortem o IPM era la clave del debate con Claudel.

Mientras trituraba copos de maíz, recapacité sobre el problema.

A estas alturas sabía que las jóvenes 38426 y 38427 habían sido halladas en tumbas poco profundas situadas en un sótano seco. Los esqueletos estaban desprovistos de carne pero bien preservados, ninguna de sus superficies mostraba signos de estar rajándose o desmenuzándose.

Confeccioné una lista en mi mente. ¿Qué otros datos son útiles a la hora de precisar con certeza el IPM de huesos secos?

¿El deterioro de materiales adjuntos? No contaba con ninguno.

¿El análisis de insectos presentes? Tampoco contaba con ninguno.

Bird apuntó su nariz hacia mis cereales con la esperanza de recibir un poco de leche. Lo bajé a una silla. ¿Debía pasar al caso 38428 o centrarme en establecer el IPM?

Birdie se escurrió hacia la encimera de la mesa. De nuevo lo cogí y lo bajé.

Si encontraba pruebas de que los enterramientos eran antiguos, podría relajarme y notificarlo a los arqueólogos. Por otra parte, si tal como yo sospechaba, hallaba evidencias de que las muertes eran recientes, el juez de instrucción insistiría y Claudel no tendría otra opción que investigar. Él y Charbonneau podrían empezar a realizar el trabajo de calle mientras yo analizaba el tercer grupo de huesos.

Birdie intentó un tercer ascenso mientras yo me servía café. Lo devolví a su sitio, pero de un modo menos amable.

De acuerdo, no contaba ni con objetos ni con insectos. Entonces ¿qué opciones me quedaban?

Con el paso del tiempo, la composición elemental de los huesos cambia. Disminuye la cantidad de nitrógeno y aumenta la de fluoruro. Pero estos cambios son demasiado lentos, por lo que no sirven de mucho a la hora de evaluar la edad de huesos modernos.

Había leído estudios basados en radiografías histológicas, reacciones químicas y contenidos de isótopos. También estaba al tanto de estudios centrados en los aminoácidos y su utilidad para poder distinguir entre huesos antiguos y recientes.

Pero en el proceso bioquímico y físico influyen una multitud de factores: la temperatura, la humedad del suelo, la tensión de oxígeno, la actividad microbiana y el pH del suelo. Ninguna técnica es fiable al ciento por ciento. Una vez que la carne y los insectos desaparecen, el intervalo post mortem se convierte en el Triángulo de las Bermudas de la antropología forense.

Solo se me ocurrió una prueba que podía arrojar resultados definitivos, pero llevaría tiempo y dinero y solo un puñado de laboratorios la realizaban. Y dada la situación financiera actual, presionar a LaManche sería difícil.

Pero valía la pena intentarlo.

Dejé el cuenco en el suelo, cogí el bolso y el ordenador portátil y me marché.

En mi despacho, la lucecilla de los mensajes continuaba obstinadamente oscura.

La reunión de la mañana no se salió de la rutina. Un hombre había muerto por los vapores de un calentador de keroseno. Alguien se mató por conducir tras haber ingerido alcohol. Otra persona se causó una muerte autoerótica con una soga cuyo nudo corredizo había sido mal atado. Otra murió carbonizada cuando se incendió su caravana.

A Pelletier le tocó la víctima de incendio. Aunque los restos seguramente pertenecían al dueño de la caravana, me pidió que estuviera disponible por si la cosa se complicaba.

Mientras los demás salían en fila, me volví hacia LaManche.

—¿Puedo hablar un segundo con usted?

Mais, oui. —LaManche volvió a tomar asiento.

—He examinado dos de los esqueletos del sótano de la pizzería.

Cuando LaManche alzaba las cejas, los surcos de la piel se le estiraban y se hacían más profundos. De repente me pareció más viejo, más achacoso de lo que recordaba. ¿Se debía a la fría luz matinal de la ventana que había detrás de mí? ¿Estaría enfermo? ¿O era que yo no lo había notado hasta ahora?

—Las dos víctimas que examiné son mujeres y jóvenes —dije—. Estoy segura de que la tercera también lo es.

—Ha dicho «víctima».

—Son niñas y están muertas.

Los ojos melancólicos de LaManche no se inmutaron ante mi brusquedad.

—Pero no he hallado señales de violencia —admití.

—Monsieur Claudel cree que es posible que los restos sean antiguos.

—El dueño del local halló unos botones que podrían ser del siglo XIX.

—¿Podrían ser? —Sus cejas volvieron a enarcarse.

—Claudel los llevó al Museo McCord.

—¿Y usted no está convencida?

—Aunque los botones sean genuinos, nada nos asegura que estén relacionados con los esqueletos. Su presencia en el sótano podría explicarse de mil maneras.

LaManche suspiró y se estiró la oreja.

—Monsieur Claudel también me dijo que el edificio tiene más de cien años.

—¿Ha investigado la propiedad? —Sentí que me ponía colorada—. Pues no compartió esa información conmigo.

Mi genio siempre está al límite del punto de inflamación. Era la herencia de mi padre, igual que el alcohol. La furia de mi padre a veces dirigía sus acciones y yo crecí soportando los impactos de sus arrebatos.

Como mi padre, sucumbí a la atracción de la bebida; al contrario que él, me alejé de ella, y del mismo modo aprendí a controlar mi genio. Cuando el fuego arde por dentro, por fuera me mantengo calmada.

—¿No se dio cuenta monsieur Claudel de que esa información es relevante para mi trabajo? —dije.

—Estoy seguro de que le dará todos los detalles pertinentes.

—¿Antes de que me muera de vieja?

—No se ponga a la defensiva, no estoy discutiendo con usted.

Respiré hondo:

—Hay una prueba que puede resolver la cuestión.

—La escucho.

—¿Ha oído hablar de la datación por carbono 14?

—Sé que se utiliza para determinar la edad de la materia orgánica, incluidos los huesos humanos. No sé cómo funciona.

—El radiocarbono o carbono 14 es un isótopo inestable. Como todas las sustancias radiactivas, se descompone emitiendo partículas subatómicas a un ritmo constante.

Los ojos de LaManche seguían clavados en los míos.

—En unos 5.730 años, la mitad de los átomos del radiocarbono se habrán convertido en nitrógeno.

—La media vida.

Asentí.

—Después de 11.460 años solo queda un cuarto de la cantidad original de radiocarbono. Después de otros 5.730 años, solo queda la octava parte, y así sucesivamente.

LaManche no me interrumpió.

—La cantidad de radiocarbono en la atmósfera es realmente ínfima. Solo hay un átomo de radiocarbono por cada trillón de átomos de carbono estables. Se crea constantemente debido al bombardeo cósmico de nitrógeno sobre la alta atmósfera. Parte de ese nitrógeno se convierte en radiocarbono, que de inmediato se oxida y forma CO2. Ese CO2 cae hasta la biosfera, donde es absorbido por las plantas. Humanos, animales y plantas formamos parte de la misma cadena alimenticia, por ello poseemos una cantidad constante de radiocarbono siempre y cuando estemos vivos. La cantidad real decrece gradualmente debido a la descomposición radiactiva, pero se repone a través de la ingestión de alimentos o, como en el caso de las plantas, a través de la fotosíntesis. Mientras un organismo esté vivo, ese equilibrio subsiste. Cuando el organismo muere, el único proceso activo es la descomposición. La datación por radiocarbono es un método que determina el momento en que ese desequilibrio comenzó.

LaManche alzó las palmas en señal de escepticismo:

—Usted habla de periodos de más de cinco mil años. ¿Cómo puede un proceso tan lento servir para establecer la edad de restos recientes?

—Buena pregunta. Es cierto que la datación por carbono 14 ha sido usada sobre todo por arqueólogos y que ha demostrado ser muy fiable. Pero la técnica se basa en varias suposiciones, una de las cuales es que el porcentaje de radiocarbono atmosférico ha sido constante a lo largo del tiempo. Pero hay datos que contradicen ese supuesto y que pueden usarse para aplicar la técnica de manera más amplia.

—¿Cómo exactamente?

—Aquí es donde este asunto se pone interesante. Hay estudios que documentan anomalías significativas en el datado por radiocarbono durante ciertos periodos. En los últimos ochenta años han tenido lugar dos perturbaciones derivadas de las actividades humanas.

LaManche se echó hacia atrás, entrelazó sus manos y las descansó sobre el pecho. ¿Me estaba insinuando que fuese breve? En mi mente resumí cuanto pude.

—El periodo entre 1910 y 1950 se caracteriza por una disminución del radiocarbono atmosférico, probablemente debido a la liberación a la atmósfera de los productos derivados del uso de combustibles fósiles, petróleo, carbón y gas natural.

—¿Por qué?

—A causa de su antigüedad, los combustibles fósiles no contienen cantidades detectables de radiocarbono, por tanto el porcentaje relativo de carbono 14 atmosférico decrece.

Oui.

—Pero a comienzos de 1950, las pruebas de armas termonucleares realizadas en la atmósfera revirtieron la tendencia.

—El porcentaje de radiocarbono en los seres vivos aumentó.

—Dramáticamente. De 1950 a 1963 los valores ascendieron un 85 por ciento por encima de los porcentuales de referencia contemporáneos. En 1963, un acuerdo internacional consiguió que la mayoría de las naciones interrumpieran las pruebas de armas nucleares en la atmósfera, y el porcentaje de radiocarbono en la biosfera volvió a recobrar el equilibrio.

—Vaya locura. —LaManche meneó tristemente la cabeza.

—Esas permutaciones se conocen como «el efecto de los combustibles fósiles y de las armas nucleares».

LaManche miró su reloj de soslayo.

—El hecho es que ese carbono 14 artificial o «atómico» puede ser utilizado para determinar si alguien murió antes o después del periodo de las pruebas nucleares atmosféricas.

—¿Cómo?

—Hay dos métodos. Con la técnica radiométrica estándar, el material se analiza sintetizando la muestra de carbono con bencina y midiendo posteriormente el porcentaje de carbono 14 con un espectrómetro de centelleo.

—¿Y el otro método?

—Con el otro método, los resultados se obtienen reduciendo la muestra de carbono hasta obtener grafito. Entonces se analiza el grafito en busca de carbono 14 en un espectrómetro de masa.

Durante varios segundos, LaManche no dijo nada.

—¿Cuánto hueso hace falta? —dijo finalmente.

—Para medir la descomposición convencional, unos doscientos cincuenta gramos. Para una espectrometría por aceleración de masa, solo un gramo o incluso menos.

—¿La espectrometría de masa cuesta más?

—Sí.

—¿Cuánto?

Se lo dije.

LaManche se quitó las gafas y se apretó el caballete de la nariz.

—¿No existe ningún paso intermedio? Semejante gasto tiene que estar justificado.

—Hay una técnica que podría probar. No es del todo fiable pero es sencilla y podría indicar si la muerte ocurrió hace unos cien años aproximadamente.

LaManche quiso hablar.

—Y es gratis, y la puedo hacer yo misma —me adelanté—. Nos dirá, aunque solo aproximadamente, si los huesos tienen más o menos un siglo de antigüedad.

—Hágalo, por favor. —LaManche se colocó de nuevo las gafas y se puso en pie—. Entretanto le comentaré su propuesta al doctor Authier.

Jean­François Authier, el patólogo jefe, consideraba que todo gasto era excepcional. Eran muy pocos los que autorizaba.

Cogí una bata blanca de mi despacho y me dirigí al laboratorio. Morin y Ayers ya estaban haciendo incisiones en Y a dos cadáveres en la sala dos. Pedí una luz ultravioleta y esperé a que el técnico de laboratorio me la trajera. Después fui a toda prisa al depósito refrigerado y cogí los fémures izquierdos de los esqueletos 38426, 38427, 38428.

En la sala de autopsias número cuatro, apunté los respectivos números de caso en los extremos próximos y distales de los huesos de las piernas y los apoyé en la mesa de autopsias. En aquel silencio el ruido se amortiguó.

Me coloqué la máscara, enchufé una sierra Stryker y la encendí. Bisequé los fémures dejando un cono de serrín blanco sobre el acero inoxidable. La estancia se llenó de un aroma cálido y acre. Una vez más me pregunté por las jóvenes cuyos huesos estaba serruchando. ¿Habían muerto rodeadas de sus familias? Seguramente no. ¿Solas y asustadas? Eso era bastante más probable. ¿O estaban deseosas de ser rescatadas? ¿Estaban desesperadas o iracundas? Todas esas posibilidades existían. Ellas nunca tuvieron la oportunidad de contarlo.

Terminé de serruchar. Recogí los segmentos femorales y la luz ultravioleta y lo llevé todo a un armario ubicado al fondo del pasillo.

«Ojalá funcione. Por favor.»

Entré en el armario, encontré una toma y enchufé la luz ultravioleta. Después coloqué las mitades de fémur en un estante, con la superficie recién serrada mirando hacia mí.

Cerré la puerta. La oscuridad era impenetrable.

Respirando apenas, apunté la luz ultravioleta hacia los cortes transversales y le di al interruptor.

Lunes de ceniza

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