Читать книгу Lunes de ceniza - Kathy Reichs - Страница 6

1

Оглавление

Lunes, lunes…

No se puede confiar en ese día...

Mientras en mi mente sonaba esa melodía, el estruendo del disparo sonó en el confinado espacio bajo tierra en el que me encontraba.

Levanté la vista y vi tejidos, huesos y tripas salpicar contra la pared de piedra a tan solo tres metros de mí.

Primero el cuerpo destrozado quedó como adherido y finalmente se deslizó hacia abajo dejando una mancha de sangre y pelos.

Sentí unas gotas calientes sobre la mejilla y me las quité con el dorso de la mano enguantada.

Todavía acuclillada, me volví:

Assez! ¡Basta!

El entrecejo del sargento de detectives Luc Claudel se elevó por los extremos formando una V. No enfundó su pistola de nueve milímetros, pero la bajó.

—Estas ratas... son las hijas del demonio. —Su francés era cortado y nasal, lo cual delataba que había nacido río arriba.

—Pues tíreles piedras —respondí bruscamente.

—Esa cabrona era tan grande que las piedras me las hubiera lanzado de vuelta.

Las horas que había pasado acuclillada en el frío y la humedad aquel lunes de diciembre en Montreal estaban haciéndose sentir. Me puse en pie y se me quejaron las rodillas.

—¿Dónde esta Charbonneau? —pregunté desentumeciendo un tobillo y luego el otro.

—Está interrogando al dueño. Le deseo suerte, porque ese subnormal tiene el coeficiente intelectual de una sopa de guisantes.

—¿Fue el dueño quien descubrió esto? —Barrí con un gesto el trozo de tierra que había detrás de mí.

Non. Le plombier.

—¿Qué hacía un fontanero en el sótano?

—El genio descubrió una trampilla junto al fregadero y decidió hacer una exploración subterránea para familiarizarse con las tuberías de la cloaca.

Al recordar mi descenso por la endeble escalerilla, me pregunté por qué alguien correría semejante riesgo.

—¿Los huesos estaban desparramados en la superficie, sin más?

—El fontanero dijo que tropezó con algo que sobresalía del suelo. Ahí mismo —y con su barbilla Claudel apuntó a un hoyo poco profundo donde el suelo de tierra daba con la pared sur—, lo arrancó del suelo, se lo mostró al dueño y juntos fueron a revisar la colección de anatomía de la biblioteca local para averiguar si el hueso era humano. Escogieron un libro con ilustraciones bonitas y a todo color, porque seguramente no saben leer.

Estaba a punto de hacerle la siguiente pregunta cuando por encima de nosotros se oyó un clic. Claudel y yo alzamos la vista creyendo que se trataba de su compañero.

Pero en vez de Charbonneau, vimos a un tipo flaco como un espantapájaros. Llevaba un jersey largo hasta las rodillas, vaqueros anchos y sueltos, y unas deportivas Nike azules. Del borde inferior de la cinta que le envolvía la cabeza asomaban varias coletas delgadas.

Acuclillado en la entrada, el hombre apuntaba su cámara Kodak desechable en mi dirección. La V de Claudel se hizo más pronunciada y su nariz de loro se le puso más colorada aún.

Tabarnac!

Sonaron dos clics más y, a tientas, el hombre se escabulló por un lateral.

Claudel enfundó su pistola y se aferró a la barandilla de madera:

—Hasta que venga la SIJ, puede tirar todas las piedras que quiera.

La SIJ era la Section d’Identité Judiciaire, equivalente en Quebec a la Policía Científica.

Las nalgas de Claudel, enfundado en un pantalón cortado a medida, desaparecieron a través de la estrecha abertura rectangular. Y aunque sentí la tentación de hacerlo, no le lancé ni una sola piedra.

Desde la planta de arriba llegaban voces apagadas y pisadas de botas. En el sótano solo se oía el zumbido del generador que alimentaba los focos portátiles.

Aguanté la respiración y agucé el oído.

En la oscuridad que me rodeaba no oí chillidos, ni rasguños, ni correteos.

Velozmente, paseé la vista en derredor.

No vi ojitos centelleantes, ni largos rabos rosados con escamas. Las cabronas se estarían reagrupando para la siguiente ofensiva.

No estaba de acuerdo con la manera en que Claudel resolvía el problema de los roedores, pero en algo coincidíamos: podría vivir perfectamente sin ellos.

Contenta por poder estar unos instantes sola, volví mi atención al mohoso cajón de envases que tenía a mis pies: «Tónico Dr. Energy. ¿Se siente muerto de cansancio? Dr. Energy hará que sus huesos quieran ponerse a bailar».

Pues estos no, doctor.

Contemplé el truculento contenido del cajón de envases.

Aunque la mayor parte del esqueleto seguía cubierto de barro endurecido, algunos huesos habían sido desempolvados. Bajo la luz dura de los focos portátiles, las superficies óseas mostraban un color castaño. Había una clavícula, costillas, una pelvis.

Un cráneo humano.

Maldición.

Lo había dicho media docena de veces ya, pero reiterarlo no le haría daño a nadie. Yo había llegado desde Charlotte a Montreal un día antes para preparar mi declaración el martes ante el tribunal. El hombre en cuestión había sido acusado de matar y descuartizar a su esposa y yo debía testificar sobre el análisis de las marcas de aserrado del esqueleto de la víctima. Había sido un peritaje complicado y quería repasar mi expediente del caso. Pero no, tuve que venir a helarme el culo excavando el sótano de una pizzería.

Pierre LaManche había acudido a mi despacho a primera hora de la mañana. Reconocí esa mirada y apenas la vi, adiviné lo que venía a continuación.

Mi jefe me explicó que habían hallado varios huesos en un local que vendía pizza por porciones. El dueño llamó a la policía, la policía llamó al juez de instrucción, y el juez de instrucción al laboratorio médico-legal.

LaManche quiso que me acercara a echar un vistazo.

—¿Hoy? —dije.

S’il vous plaît.

—Mañana subo al estrado.

—¿En el juicio a Pétit?

Asentí.

—Pues lo de la pizzería no le llevará nada de tiempo —dijo LaManche en su preciso francés parisino—. Lo más probable es que solo sean restos de animales.

—¿Dónde es? —dije cogiendo un sujetapapeles.

De un papel que tenía en la mano, LaManche leyó la dirección en voz alta: rue Ste-Catherine, a unas pocas calles al este de Centre-ville, el centro de la ciudad de Montreal.

Territorio de la CUM.

Territorio de Claudel. La sola idea de tener que trabajar con él suscitó mi primera maldición de la mañana.

En las pequeñas poblaciones que rodean la isla de Montreal funcionan varias fuerzas policiales, pero las dos principales encargadas de hacer cumplir la ley son la SQ y la CUM. La Sûreté de Québec, la SQ, es la policía provincial y manda en los suburbios más virulentos y en aquellas poblaciones carentes de fuerzas policiales propias. La Police de la Communauté Urbaine de Montreal, la CUM, es la policía de la ciudad. La isla pertenece a la CUM.

Luc Claudel y Michel Charbonneau son detectives de la Brigada Criminal de la CUM. Como antropóloga forense de la provincia de Quebec, he trabajado con ambos muchas veces. Con Charbonneau, la experiencia siempre resulta un placer. Con su compañero, la experiencia siempre resulta una experiencia. Luc Claudel es buen poli, pero tiene la paciencia de un petardo, la sensibilidad de Vlad el Empalador y un escepticismo perenne en cuanto a la utilidad de la antropología forense. Aunque sabe vestir con elegancia.

Cuando yo llegué al sótano dos horas antes, el cajón de envases de Dr. Energy estaba lleno de huesos sueltos. Claudel todavía debía suministrarme muchos detalles, pero supuse que los huesos habían sido recolectados por el dueño, probablemente con ayuda del desventurado fontanero. Mi trabajo consistía en determinar si los huesos eran humanos.

Lo eran.

Ese hecho generó mi segunda maldición de la mañana.

Mi siguiente tarea fue determinar si bajo el suelo del sótano reposaba alguien más. Comencé con tres técnicas exploratorias.

La iluminación a ras del suelo con el haz de la linterna me hizo notar algunas depresiones del terreno. Mi sondeo en cada una de ellas dio con resistencia, lo que sugería la presencia de objetos bajo la superficie. Al excavar zanjas de prueba encontramos huesos humanos.

Mala suerte, ya no iba a poder repasar tranquilamente el expediente de Pétit.

Cuando Claudel y Charbonneau oyeron mi opinión, contribuyeron con las maldiciones número tres, cuatro y cinco. Y para enfatizar añadieron varios improperios en quebecois.

Llamaron a la SIJ y dio comienzo la rutina de la policía científica: colocaron los focos y tomaron fotografías. Y mientras Claudel y Charbonneau interrogaban al dueño y a su asistente, los peritos arrastraron un radar de detección subterránea por toda la superficie del sótano. El RDS mostró perturbaciones a unos diez centímetros debajo de cada depresión. Quitando eso, el sótano no ocultaba nada más.

Mientras los peritos de la SIJ se tomaban un descanso y Claudel hacía «guardia antirrata» con su semiautomática, yo demarqué dos sencillas cuadrículas con hilo, y cada una de ellas en otros cuatro cuadrados más pequeños. Cuando me disponía a atar el último hilo a su estaca, Claudel se dio el gusto de hacerse el Rambo con las ratas.

¿Qué iba a hacer? ¿Esperar a que los peritos de la SIJ decidieran regresar?

Ni loca.

Así que cogí sus equipos, tomé fotografías y grabé un vídeo. Me froté las manos para recuperar la circulación y me cambié los guantes. Me acuclillé y con una paleta empecé a extraer tierra del cuadrado 1-A.

Mientras cavaba, sentí el subidón que suele darme en la escena de un crimen: los sentidos alerta, la curiosidad intensa, la posibilidad de que no sea nada o de que realmente sea algo.

Y la preocupación.

¿Y si destrozo una sección de hueso clave?

Rememoré otras excavaciones, otras muertes. La del aprendiz de santo en una iglesia quemada hasta los cimientos. La del adolescente decapitado en el picadero de unos moteros. La de unos yonquis acribillados en una tumba, junto a un arroyo.

No sé cuánto tiempo llevaba cavando cuando regresaron los dos peritos de la SIJ. El más alto de ellos llegó sujetando un vaso de porexpán. Busqué su nombre en mi memoria.

Era alto y delgado como una raíz. Raíz... Racine. Mi regla nemotécnica funcionó.

René Racine era novato, juntos habíamos estudiado un puñado de escenas. Su compañero, el bajito, era Pierre Gilbert. Hacía una década que nos conocíamos.

Dando sorbos al café tibio, les expliqué lo que había hecho en su ausencia. Después pedí a Gilbert que grabara y acarreara tierra, y a Racine que la cribara.

Volví a mi cuadrícula.

Cuando hube extraído unos siete centímetros de tierra del cuadrado 1-A, pasé al 1-B. Después al 1-C y al 1-D.

Solo extraje tierra.

Era de esperarse, el RDS había mostrado discrepancias a partir de los diez centímetros de profundidad.

Continué excavando.

Perdí la sensibilidad en los dedos de las manos y de los pies y se me congeló hasta la médula. Perdí la noción del tiempo.

Gilbert trasladaba los cubos de tierra desde mi cuadrícula hasta la criba. Racine tamizaba. De vez en cuando Gilbert tomaba una fotografía. Cuando hube excavado todo el sector de la cuadrícula hasta los siete centímetros de profundidad, volví a empezar por el cuadrado 1-A. Y cuando llegué a los catorce centímetros, pasé al siguiente cuadrado, tal como lo había hecho antes.

Tras sacar dos paletadas del cuadrado 1-B, noté un cambio en el color de la tierra, así que pedí a Gilbert que dirigiera un foco.

Bastó un atisbo para que mi tensión diastólica subiera varios puntos.

—Bingo.

Gilbert se acuclilló a mi lado. Racine se le unió.

Quoi? —preguntó Gilbert. ¿Qué?

Pasé la punta de mi paleta por el borde externo de la mancha que asomaba del fondo del cuadrado 1-B.

—La tierra está más oscura —observó Racine.

—Las manchas indican descomposición —expliqué.

Ambos peritos me miraron.

Señalé los cuadrados 1-C y 1-D:

—Aquí debajo alguien está pasando a mejor vida.

—¿Llamo a Claudel? —preguntó Gilbert.

—Ve, alégrale el día.

Cuatro horas más tarde, mis dedos se habían convertido en estalactitas. Y aunque llevara la cabeza cubierta con un gorro y una bufanda al cuello y mi parka marca Kanuk —garantizada para soportar temperaturas inferiores a los 40 ºC bajo cero por su forro de nailon polimerizado de poliuretano microporoso al 100%—, seguía congelándome.

Gilbert se paseaba por el sótano tomando fotografías y grabando desde varios ángulos. Racine observaba, con las manos hundidas en las axilas para mantenerlas calientes. Ambos parecían muy cómodos dentro de sus monos especiales para frío ártico.

La pareja de policías de homicidios, Claudel y Charbonneau, se encontraban de pie, uno al lado del otro, con las piernas abiertas y las manos cruzadas sobre los genitales. No estaban contentos.

Junto a la base de las paredes yacían ocho ratas muertas.

El hoyo del fontanero y las depresiones habían sido excavadas hasta convertirse en zanjas de medio metro de profundidad. En el hoyo aquel encontramos varios huesos sueltos que el fontanero y el dueño del local pasaron por alto. Lo que encontramos en las zanjas era algo muy distinto.

El esqueleto exhumado de la primera cuadrícula descansaba en posición fetal y no llevaba ropas. La pantalla del RDS no indicó que hubiese ni un solo artefacto.

El individuo hallado en la segunda cuadrícula había sido atado como un bulto y enterrado después. Las partes que pudimos ver eran huesos limpios.

Tras quitar las últimas partículas de tierra del segundo enterramiento, dejé a un lado mi pincel, me incorporé y pateé el suelo para calentarme los pies.

—¿Eso que lo cubre es una manta? —la voz de Charbonneau sonaba ronca a causa del frío.

—Más bien parece cuero —respondí yo.

Charbonneau apuntó un pulgar hacia la caja de envases de Dr. Energy.

—¿Y el resto del menda está ahí?

El sargento detective Michel Charbonneau había nacido en Chicoutimi, en una región llamada Saguenay, a seis horas de barco de Montreal, río San Lorenzo arriba. Antes de entrar en la CUM, había pasado varios años trabajando en los campos petrolíferos del oeste de Tejas. Orgulloso de su juventud vaquera, Charbonneau solía dirigirse a mí en mi lengua materna. La hablaba bien, aunque pronunciase «de» en vez de «the», acentuara las palabras en la sílaba equivocada y sus frases contuviesen suficiente argot para llenar un sombrero de diez galones.

—Eso espero —respondió.

—¿Eso espera? —Claudel exhaló una pequeña nube de vapor.

—Así es, monsieur Claudel. Eso espero.

Claudel se mordió los labios pero no dijo nada.

Una vez que Gilbert terminó de fotografiar el bulto enterrado, me arrodillé y tiré de un extremo del cuero. Se rasgó.

Cambié mis abrigados guantes de lana por unos quirúrgicos, me agaché sobre el cadáver y empecé a despegar un borde del cuero, separándolo cuidadosamente, levantándolo y finalmente enrollándolo sobre sí mismo.

Con el colgajo externo totalmente despegado y tendido a la izquierda, proseguí hacia la capa interior. En ciertos lugares, las fibras se adherían al esqueleto. Las manos me temblaban a causa del frío y los nervios, pero con un escalpelo separé el cuero podrido de los huesos que había debajo.

—¿Qué es esa cosa blanca? —preguntó Racine.

—Adipocira.

—¿Adipocira...? —repitió él.

—Grasa cadavérica —le dije, pues estaba con pocas ganas de dar una clase de química—. Después de pasar largo tiempo enterrados o sumergidos en agua, los cadáveres se descomponen en una sustancia jabonosa de calcio proveniente de los músculos y la grasa suelen cambiar su composición química.

—¿Y por qué no tiene adipocira el otro esqueleto?

—No lo sé.

Oí a Claudel resoplar irónicamente, pero lo ignoré.

Quince minutos más tarde había conseguido despegar y quitar completamente la capa interior de la mortaja, dejando el esqueleto totalmente expuesto.

A pesar de estar dañado, el cráneo era perfectamente identificable.

—Tres cabezas significan tres personas —aclaró innecesariamente Charbonneau.

Tabarnouche —masculló Claudel.

—Maldición —dije yo.

Gilbert y Racine permanecieron en silencio.

—¿Tiene alguna idea de lo que tenemos aquí, doctora? —preguntó Charbonneau.

Me puse de pie, entre los crujidos de mis rodillas y los cuatro pares de ojos que me siguieron hasta el cajón de Dr. Energy.

Saqué y estudié por separado una de las dos mitades de pelvis y después el cráneo.

Pasé a la primera zanja y me arrodillé, extraje las mismas piezas y las inspeccioné.

«Dios bendito.»

Retorné aquellos huesos a su sitio y a cuatro patas pasé a la segunda zanja. Me incliné sobre ella y estudié los fragmentos de cráneo.

«No, otra vez no. Las víctimas universales.»

Extraje de la tierra la mitad derecha de la pelvis.

De nuestras cinco caras surgían nubes de aliento.

Me senté sobre los talones y limpié la tierra que cubría las sínfisis púbicas.

Me quedé helada por dentro.

Las muertas eran tres mujeres que apenas habían pasado la pu­ bertad.

Lunes de ceniza

Подняться наверх