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Cuando por fin salí del juzgado, había oscurecido. En los árboles de la rue Notre-Dame centelleaban lucecillas blancas. Una calège pasó a mi lado, el caballo que tiraba de ella lucía orejeras rojas con flecos y encima una ramita de pino. En torno a los falsos faroles de gas, flotaban copos de nieve.

Joyeuses fêtes! La Navidad había llegado a Quebec.

Una vez más, el tráfico marchaba a paso de tortuga. Me asomé con precaución y lentamente avancé hacia el norte por el bulevar St-Laurent, todavía nerviosa debido al subidón posterior a haber subido al estrado.

Tamborileaba con los dedos el volante. Mis pensamientos pasaban de un asunto a otro como rebota una bala. De mi testimonio a los esqueletos del sótano de la pizzería…, a mi hija…, a la noche que tenía por delante.

¿Qué más hubiera podido decirle al jurado? ¿Pude haber dado mejores explicaciones? ¿Me habrían entendido sus miembros? ¿Condenarían a aquel maldito cabrón?

¿Qué iba a descubrir en el laboratorio al día siguiente? ¿Confirmaría lo que ya intuía respecto de los esqueletos? ¿Se comportaría Claudel de manera detestable, como de costumbre?

¿Qué era lo que entristecía a mi hija Katy? En nuestra última conversación insinuó que no todo iba bien en Charlottesville. ¿Llegaría a completar su último año o me comunicaría en Navidad que abandonaba la Universidad de Virginia sin diplomarse?

«¿Qué averiguaré esta noche en la cena? ¿Hará implosión el amor que acabo de conocer? ¿Será realmente amor?»

Al llegar a la rue de la Gauchetière pasé por debajo del portal del dragón y entré en el Barrio Chino. Las tiendas estaban cerrando y los últimos transeúntes regresaban a casa a toda prisa, con las caras envueltas en las bufandas, encorvando la espalda para protegerse del frío.

Los domingos, el Barrio Chino se convierte en un bazar. Los restaurantes sirven dim sum, y cuando el tiempo está bueno, los comerciantes sacan tenderetes llenos de productos exóticos, paté de huevos de pescado salado, hierbas chinas. En los días festivos se representan danzas de dragones, hay exhibiciones de artes marciales y fuegos artificiales. Durante la semana, sin embargo, todo el mundo se dedica únicamente al comercio.

Mis pensamientos volvieron a desviarse hacia el tema de mi hija. A Katy le encanta el Barrio Chino, nunca se lo pierde cuando viene a Montreal de visita.

Antes de girar a la izquierda en René-Lévesque, atisbé hacia el otro lado de la intersección, hacia St-Laurent. Igual que la rue NotreDame, la Principal estaba engalanada para la Navidad.

St-Laurent, la Principal. Hace un siglo era una de las principales arterias comerciales y el primer lugar donde se establecían los contingentes de inmigrantes: irlandeses, portugueses, italianos y judíos. Independientemente de su etnia u origen, casi todos los recién llegados pasaban un tiempo en las calles y avenidas que rodeaban el bulevar St-Laurent.

Mientras esperaba que el semáforo de Peel se pusiera en verde, un hombre pasó ante los faros de mi coche. Era alto, de tez rubicunda, y el viento alborotaba su melena rubia rojiza.

Otro rebote de mi pensamiento.

Andrew Ryan, teniente de detectives, Section de Crimes contre la Personne, Sûreté de Québec. Mi primera aventura sexual tras veinte años de casada.

¿El compañero de la aventura más corta de mi vida?

Mis dedos aceleraron su ritmo de tamborileo.

Puesto que Ryan trabaja en homicidios y yo en el mortuorio, nuestras vidas profesionales a menudo se cruzan. Yo identifico a las víctimas y Ryan atrapa a los asesinos. Durante una década hemos investigado a violadores en grupo, miembros de cultos demoniacos, moteros, psicópatas y gente que no se lleva nada bien con sus cónyuges.

Durante años he oído historias sobre Ryan y su pasado. De su juventud salvaje, de cómo se pasó al lado de la ley y el orden, de su ascenso en la policía provincial.

También han llegado a mí historias de su presente. El tema no variaba nunca: al tipo le iba la marcha.

A menudo insinuaba que le gustaría meterme un poco de marcha a mí. Pero yo tengo una regla inquebrantable en lo referente al amour en el trabajo.

Ryan suele pensar distinto que yo, además le atraen los desafíos.

Él persistió, pero yo me mantuve firme. El objeto opuso resistencia a la fuerza en movimiento. Yo llevaba dos años separada y sabía que ya no volvería con Pete, mi marido. Y Ryan me gustaba, era inteligente, sensible y sexy a más no poder.

Guatemala, cuatro meses atrás. Fue una época durísima para los dos. Decidí replantearme la situación.

Invité a Ryan a Carolina del Norte, compré toda una provisión de ropa interior microscópica, un vestido negro comehombres y me lancé de cabeza. Ryan y yo pasamos una semana en la playa, pero apenas vimos el agua. Ni qué decir del vestido negro.

Cuando pienso en Ryan y en esa semana en la playa, mi estómago da ese salto que tan bien conozco.

Y para añadir otro ítem a la lista de cosas positivas: aunque sea canadiense, en la cama Ryan es el Capitán América.

Desde agosto, si bien no fuimos «una pareja» al menos seguimos teniendo «un lío». Un lío secreto, que quedó entre nosotros.

El tiempo que pasábamos juntos se asemejaba a esas secuencias tan manidas de las comedias románticas: andábamos de la mano, nos acurrucábamos junto al fuego, retozábamos en la hierba, retozábamos en la cama.

Entonces ¿por qué tenía esta sensación de que algo iba mal? Mientras giraba para tomar Guy, me puse a pensar por qué.

Cuando Ryan regresó de nuestro viaje a Montreal, conversábamos por teléfono largo y tendido. Últimamente, la frecuencia de las llamadas había disminuido.

«¿Qué importancia tiene? Vas a Montreal todos los meses», me dije.

Era cierto. Pero en mi último viaje, Ryan había estado menos accesible. Según él, estaba machacado de trabajo. Yo me preguntaba si sería verdad.

Yo había sido muy feliz con Ryan. ¿Había malinterpretado o pasado algo por alto? ¿Estaba distanciándose de mí?

¿O me lo estaba imaginando todo yo sola, rumiando como la heroína de una novela romántica barata?

Encendí la radio para distraerme.

Daniel Bélanger cantaba Sèche tes pleurs, «Seca tus lágrimas».

Buen consejo, Daniel.

La nieve empezó a caer más aprisa. Conecté el limpiaparabrisas y me concentré en conducir.

Estemos en mi casa o en la de él, quien suele cocinar es Ryan. Esta noche me ofrecí de voluntaria.

Cocino bien, pero no instintivamente. Necesito recetas.

Llegué a casa a las seis, pasé unos minutos resumiéndole mi día a Birdie, y después saqué la carpeta donde guardo los menús que recorto de The Gazette.

Tras una búsqueda de cinco minutos di con la receta ganadora. Pechugas de pollo asadas con salsa de melón. Arroz salvaje. Ensalada de rúcula con tropezones de tortilla mexicana.

La lista de ingredientes era relativamente corta. No podía ser muy difícil.

Me puse la parka y fui andando hasta Le Fauburg Ste-Catherine.

Ave, verdura de hoja, arroz... Facilísimo.

Pero ¿alguna vez se les ocurrió conseguir un melón Crenshaw en diciembre, en el ártico?

Un intercambio de ideas con el proveedor resolvió la crisis. Cambié el melón Crenshaw por un cantalupo.

A las siete y cuarto ya tenía la salsa marinándose, el arroz cociéndose, el pollo en el horno y la ensalada revuelta. Sonaba un cedé de Sinatra y yo apestaba a Chanel Nº 5.

Estaba preparada. Llevaba unos vaqueros rojos de talla cuatro, de los que requieren meter tripa para ponérselos, y el pelo estilo Meg Ryan, sujeto detrás de las orejas, la nuca despeinada y el flequillo cardado. Me pinté las pestañas color orquídea y lavanda —idea de Katy—, y me apliqué sombra lavanda sobre los ojos castaños. ¡Estaba deslumbrante!

Ryan llegó a las siete y media con un paquete de cervezas Moosehead, una baguette y una caja pequeña y blanca de pâtisserie. Estaba colorado por el frío, sobre el pelo y los hombros le brillaban los copos de nieve.

Se inclinó, me besó en la boca y me envolvió en sus brazos.

—Estás guapa —dijo apretándome contra él.

Aspiré el aroma de Irish Spring y el de su loción para después de afeitar mezclados con el olor a cuero.

—Gracias.

Me soltó, se quitó la chaqueta de aviador y la dejó caer en el sofá. Birdie dio un respingo, bajó de un salto a la alfombra y desapareció por el pasillo.

—Perdona, no vi al bichito.

—Se repondrá.

—Estás muy guapa. —Ryan me acarició la mejilla con los nudillos.

Se me revolvió el estómago.

—Usted tampoco está nada mal, detective.

Es cierto. Ryan es alto y larguirucho, tiene el pelo rubio rojizo y unos ojos de un azul inverosímil. Esa noche llevaba vaqueros y un jersey Galway.

Provengo, generación tras generación, de granjeros y pescadores irlandeses. Será culpa del ADN, digo yo, pero los ojos azules y los jerséis de ochos pueden conmigo.

—¿Qué hay en la caja? —pregunté.

—Una sorpresa para la cocinera.

Ryan arrancó una cerveza y metió las cinco restantes en la nevera.

—Esto huele bien —dijo levantando la tapa de la salsera.

—Es salsa de melón. Los melones Crenshaw son difíciles de conseguir en diciembre. —Y no dije más.

—¿Te invito a una cerveza o a una copa, bomboncito? —Ryan subió y bajó las cejas, y sacudió las cenizas de un puro imaginario.

—Sírveme lo de siempre.

Revisé el arroz. Ryan sacó una Coca-Cola Diet de la nevera, sus labios temblaron al dármela.

—¿Quién te está llamando más?

—¿Perdona? —No tenía ni idea de a qué se refería.

—¿Los representantes o los descubridores de nuevos talentos?

Mi mano se congeló a medio camino. Sabía lo que venía a continuación.

—¿Dónde he salido?

—En Le Journal de Montréal.

—¿Hoy?

Ryan asintió:

—Encabeza la página.

—¿En portada? —dije consternada.

—Catorce páginas más atrás, en color. Te encantará el ángulo de la toma.

—¿Me fotografiaron?

Entonces en mi mente se formó la imagen: un hombre negro y delgado con un jersey que le llegaba a las rodillas, la trampilla, la cámara de fotos.

Aquel mierda de la pizzería había vendido sus instantáneas.

Cuando trabajo en un caso, me niego rotundamente a conceder entrevistas a los medios. Muchos periodistas me creen una maleducada, otros me describen con términos más coloridos. Me da igual. Con los años he aprendido que las declaraciones se convierten inevitablemente en citas erróneas y las citas erróneas invariablemente se convierten en problemas.

Además, nunca salgo bien en las fotos.

—Déjame abrirla. —Ryan recuperó la lata, tiró de la lengüeta y me la devolvió.

—Seguramente habrás traído un ejemplar... —dije dejando la lata sobre la encimera y abriendo la puerta del horno.

—En bien de la seguridad de los comensales, la lectura tendrá lugar una vez se hayan despejado los cubiertos.

Durante la cena le conté a Ryan aquel día en el juzgado.

—Los comentarios son buenos —dijo.

Ryan tiene una red de informantes que hace que la CIA parezca una panda de niños exploradores. Se entera de mis movimientos antes de que se los cuente, lo cual me cabrea a más no poder.

Y la gracia que le causaba el artículo de Le Journal estaba disminuyendo aún más mi umbral de irritación.

«Pasa de ello, Brennan —me dije—. No te tomes a ti misma tan en serio.»

—¿De verdad? —dije sonriendo.

—Los críticos le dieron cuatro estrellas.

¿Solo cuatro?

—Entiendo —dije.

—Se rumorea que Pétit va a chirona.

No contesté.

—Cuéntame más sobre el caso de la pizzería —cambió de tema Ryan.

—¿No lo explican extensamente en Le Journal? —lo piqué y me serví más ensalada.

—La cobertura es un poco imprecisa. ¿Me puedo servir un poco?

Le pasé la ensaladera.

Durante tres minutos largos comimos rúcula. Ryan rompió el silencio.

—¿No me vas a contar algo de esos huesos?

Cruzamos la mirada. Su interés me pareció sincero.

Cedí, pero mi relato fue breve. Cuando hube acabado, Ryan se puso en pie y sacó de su chaqueta una sección del periódico.

Ambas instantáneas habían sido tomadas de arriba y desde la derecha. En la primera aparecía yo hablándole a Claudel, con los ojos encendidos y un dedo enguantado en alto. El pie de foto bien podría haber sido: «El ataque de la fierecilla».

La segunda captó a la fierecilla a cuatro patas y con el culo en alto.

—¿Tienes idea de cómo consiguió las fotografías Le Journal? —preguntó Ryan.

—Fue el canalla del ayudante del dueño.

—¿El caso le tocó a Claudel?

—Sí —dije yo juntando las migas de la mesa.

Ryan alargó la mano y la posó sobre la mía.

—Claudel se está comportando bien.

No contesté.

Ryan iba a decir algo, pero su móvil emitió un gorjeo.

Me apretó la mano, sacó el aparato de la funda del cinturón y comprobó quién llamaba. En sus ojos hubo un destello de frustración o de irritación, algo que no conseguí descifrar.

—Tengo que cogerlo —dijo.

Echó la silla hacia atrás, se levantó y se alejó por el pasillo.

Mientras recogía los platos llegué a oír el ritmo de la conversación. No podía discernir las palabras, pero la cadencia sugería inquietud.

Al cabo de un momento regresó.

—Lo siento, nena. Tengo que marcharme.

—¿Te vas? —me quedé atónita.

—Este es un oficio ingrato.

—No hemos probado los pasteles.

Sus ojos irlandeses esquivaron los míos.

—Lo lamento.

Y la cocinera se quedó sola, con su regalo sorpresa sin probar.

Lunes de ceniza

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