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—Estoy segura de que me dijo que se llamaba Kessler.

—¿Era un observador autorizado?

—¿Y no uno de tantos judíos ortodoxos que circulan por los pasillos?

—¿Dijo Kessler qué hacía aquí? —preguntó, omitiendo mi sarcasmo.

—No. —Sin saber por qué, la pregunta de Ryan me fastidió.

—¿Tú lo habías visto en la sala de autopsia?

—Yo...

Yo sentí pena por Miriam y Dora, y después me distrajo la llamada de Pelletier. Kessler llevaba gafas, barba y un traje negro. Mi mente no había captado más que un simple estereotipo étnico.

No es que me fastidiase Ryan. Estaba molesta conmigo misma.

—Pensé que lo había visto.

—Volvamos al principio.

Le conté a Ryan el incidente en el pasillo.

—Así que Kessler estaba en el pasillo cuando saliste de la sala de familiares.

—Sí.

—¿No viste de dónde venía?

—No.

—¿Ni adónde se dirigió?

—Pensé que iría a hacer compañía a la madre y a la viuda.

—¿Lo viste realmente entrar en la sala de familiares?

—En aquel momento yo estaba hablando con Pelletier —dije en un tono más cortante del que pretendía.

—No te pongas a la defensiva.

—No estoy a la defensiva —repliqué a la defensiva, desabrochándome el velcro de la bata de golpe con las dos manos—. Ampliaba detalles.

—¿Qué es lo que veo? —dijo Ryan, cogiendo la foto de Kessler.

—Un esqueleto.

Ryan puso los ojos en blanco.

—Kessler... —Me detuve—. El misterioso desconocido con barba me dijo que procedía de Israel.

—¿La foto procedía de Israel o la hicieron allí?

Otra metedura de pata mía.

—Esa foto tendrá más de cuarenta años. Lo más seguro es que no signifique nada.

—Si alguien dice que es el motivo de una muerte, probablemente significa algo.

Me ruboricé.

Ryan dio la vuelta a la foto igual que había hecho yo.

—¿Qué es «M de 1 H»?

—¿Crees que es una M?

Ryan no hizo caso de mi pregunta.

—¿Qué sucedió en octubre de 1963? —preguntó más bien para sí mismo.

—Que Oswald no dejaba de pensar en Kennedy.

—Brennan, eres increíble...

—Eso está claro.

Me acerqué a Ryan, giré la foto y señalé el objeto a la izquierda de la pierna.

—¿Ves esto? —pregunté.

—Es un pincel.

—Es un sustituto de flecha para señalar el norte.

—¿Qué significa?

—Es un viejo recurso de los arqueólogos. Si no hay una referencia para indicar tamaño y dirección, se coloca un objeto que señale el norte para tomar la foto.

—¿Crees que la foto la hizo un arqueólogo?

—Sí.

—¿En qué excavación?

—En un enterramiento.

—Ahora está más claro.

—Escucha, ese Kessler debe de ser un chalado. Búscalo y lo interrogas. O habla con Miriam Ferris —dije, señalando la foto con un ademán—. A lo mejor sabe por qué su marido estaba aterrado por esto —añadí, quitándome la bata blanca—. Si es que lo aterraba.

Ryan examinó la foto durante un minuto. Levantó la vista y dijo:

—¿Te has comprado las braguitas?

Me puse roja como un tomate.

—No.

—Las de satén rojo son muy sexis.

Entrecerré los ojos con un gesto de aviso de «aquí no».

—Me marcho.

Fui al armario, colgué la bata y vacié los bolsillos. Vacié mi libido.

Cuando volví, Ryan estaba de pie viendo de nuevo la foto de Kessler.

—¿Crees que alguno de tus «paleo-colegas» sabrá qué es esto?

—Puedo hacer unas llamadas.

—No vendría mal.

Desde la puerta, Ryan se volvió y movió las cejas de arriba abajo.

—¿Nos vemos después?

—El miércoles es mi día de taichí.

—¿Mañana?

—Te apunto.

Ryan me apuntó con un dedo y me guiñó un ojo.

—Las braguitas.

Mi apartamento en Montreal está en la planta baja de un edificio de poca altura en forma de U. Tiene dormitorio, estudio, dos baños, comedor-sala de estar y una cocina en la que volviendo la espalda al fregadero se alcanza la nevera. Cruzando uno de los arcos de la cocina hay un vestíbulo con puertas acristaladas que da a un patio central. El otro arco da acceso a un cuarto de estar con puertas acristaladas a un pequeño patio cerrado. También dispone de una chimenea de piedra, buena carpintería, armarios espaciosos y aparcamiento subterráneo. No es lujoso. La ventaja del edificio es que está en pleno centro. Centre-ville. Todo lo que necesito queda a dos manzanas de mi dormitorio.

Birdie no apareció al oír la llave.

—¡Hola, Bird!

Ni rastro del gato.

—Grrrec.

—Hola, Charlie.

—Grrec, grrec.

—¿Birdie?

—Grrrec, grrec, grrec, grrec, grrec. —Un silbido de piropo.

Metí el abrigo en el armario, dejé el portátil en el estudio, la lasaña en la cocina y crucé el segundo arco.

Birdie estaba en la pose de esfinge, con las patas de atrás dobladas, la cabeza alzada y las patas delanteras encogidas hacia dentro. Al sentarme en el canapé, me miró y a continuación centró la vista en la jaula a su derecha.

Charlie alzó la cabeza y me miró a través de los barrotes.

—¿Cómo están mis niños? —pregunté.

Birdie no me hizo ni caso.

Charlie saltó hasta el comedero y lanzó otro silbido de piropo seguido de un gorjeo.

—¿Mi jornada? Cansada pero sin desastres.

No mencioné lo de Kessler.

Charlie ladeó la cabeza y me miró con el ojo izquierdo.

El gato, nada.

—Me alegro de que os llevéis tan bien.

Era verdad.

La cacatúa era un regalo de Navidad de Ryan. Aunque no me había entusiasmado la idea, por mis continuos desplazamientos a ambos lados de la frontera, a Birdie le encantó desde el primer momento.

Ante mi rechazo a su propuesta de cohabitación, Ryan propuso la custodia compartida. Cuando yo estaba en Montreal, Charlie era mía. Cuando estaba en Charlotte, se la quedaba Ryan. Birdie solía viajar conmigo.

El acuerdo funcionaba, y el gato y la cacatúa hacían buenas migas.

Fui a la cocina.

Aquel día el taichí se me dio fatal, pero dormí como un tronco. La verdad es que la lasaña no es la comida ideal para «Asir la cola del gorrión» ni «La grulla blanca abre las alas», pero con «Silencio interno» se da de patadas.

Me levanté a las siete, y a las ocho estaba en el laboratorio.

Dediqué cuatro horas a identificar, marcar e inventariar los fragmentos del cráneo de Avram Ferris. No había realizado un examen minucioso, pero capté ciertos detalles que me permitían ir perfilando un cuadro. Un cuadro desconcertante.

En la reunión de personal de aquella mañana hubo la habitual lista de tristes estupideces, brutalidades y banalidades.

Un hombre de veintisiete años electrocutado al orinar sobre las vías del metro en Lucien-L’Allier.

Un carpintero de Boisbriand que aporreó a su esposa de treinta años durante una discusión sobre quién debía llevar los troncos a la chimenea.

Un hombre de cincuenta y nueve años adicto al crack muerto de sobredosis en una pensión de mala muerte cerca de la puerta de Chinatown.

No había nada para la antropóloga.

A las nueve y veinte volví a mi oficina y telefoneé a Jacob Drum, un colega de la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte. Me habló el contestador. Dejé un mensaje para que me llamara.

Llevaba una hora más con los fragmentos cuando sonó el teléfono.

—¡Hey, Tempe!

Como saludo, los sureños decimos «hey», no «hola». Para alertar, llamar la atención o para objetar algo a alguien también decimos «hey», pero expulsando el aire y luego truncándolo al final. Este fue un «hey» sin aire.

—¡Hey, Jake!

—Aquí, en Charlotte, no pasamos de diez grados. ¿Hace frío ahí?

En invierno, a los del sur de la frontera les encanta preguntar qué tiempo hace en Canadá. En verano, el interés cae en picado.

—Hace frío.

La máxima prevista era bajo cero.

—Me marcho a un lugar donde el tiempo se ajuste a mi vestimenta.

—¿Te vas de excavación?

Jake era un arqueólogo bíblico que trabajaba en Oriente Medio desde hacía casi treinta años.

—Sí, señora. En la sinagoga del siglo I. Llevo meses haciendo planes y ya tengo el equipo en Israel. El sábado me reúno en Toronto con un supervisor de campo. Y ahora estoy ultimando los detalles de mi viaje. Un incordio. ¿Sabes lo peculiares que son esas excavaciones? Sinagogas del siglo I en Masada y Gamla. Figúrate.

—Es una oportunidad excepcional. Escucha, Jake, me alegro de haberte pillado en casa. Quiero pedirte un favor.

—Venga.

Le describí la foto de Kessler sin decirle cómo había llegado a mis manos.

—¿La hicieron en Israel?

—Me han dicho que proviene de Israel.

—¿Y es de los años sesenta?

—Por detrás está escrito «Octubre de 1963» y unas siglas. A lo mejor es una dirección.

—Es muy vago.

—Sí.

—Me gustaría echarle un vistazo.

—Puedo escanearla y te la envío por correo electrónico.

—No te prometo nada.

—Agradezco tu interés por examinarla.

Sabía lo que vendría a continuación. Jake recitó su rollo como un anuncio de cerveza mala.

—Tienes que venir a excavar con nosotros, Tempe. Vuelve a tus raíces de arqueóloga.

—Es lo que más desearía, pero ahora no puede ser.

—En otra ocasión.

—En otra ocasión.

Después de la llamada fui a la sección de reproducción fotográfica, hice una copia con el escáner de la foto de Kessler y la guardé en el fichero TPEG del ordenador de mi laboratorio. Después entré en la red y la envié a la cuenta de correo electrónico de Jake en la UNCC.

Volví al cráneo destrozado de Ferris.

Las fracturas craneales mostraban una enorme variabilidad de configuración. La interpretación exacta de cualquier pauta de fractura se basa en conocer muy bien las propiedades bioquímicas del hueso, así como los factores extrínsecos que intervienen en la fractura.

Sencillo, ¿no?

Como la física cuántica.

Aunque un hueso es en apariencia rígido, en realidad posee cierta elasticidad, y, por efecto de la presión, cede, cambia y se deforma; y una vez sobrepasado el límite de deformación elástica se hunde o se fractura. Eso en el aspecto bioquímico.

En un cráneo, las fracturas siguen la trayectoria de menor resistencia. Y estas trayectorias las determinan factores como la curvatura de la bóveda, las apófisis y las sinuosas suturas interóseas. Estos son los factores intrínsecos.

Entre los factores extrínsecos se cuentan el tamaño, la velocidad y el ángulo de incidencia del objeto contundente.

Puede considerarse el cráneo como una esfera con crestas, curvas y fisuras. Hay varias formas previsibles de quebrar esa esfera por efecto de un impacto. Tanto una bala del calibre 22 como una tubería de cinco centímetros son objetos contundentes, pero la bala tiene mucha mayor velocidad y menor área de impacto.

Creo que lo habéis entendido.

A pesar del destrozo generalizado, me di cuenta de que estaba observando una configuración atípica en el cráneo de Ferris. Y cuanto más lo examinaba, más me inquietaba.

Estaba colocando un fragmento de occipital bajo el microscopio cuando sonó el teléfono. Era Jake Drum. Esta vez no me saludó con su relajado «hola».

—¿De dónde me dijiste que has sacado esta foto?

—No te dije nada. Yo...

—¿Quién te la dio?

—Un tal Kessler. Pero...

—¿La tienes aún en tu poder?

—Sí.

—¿Hasta cuándo estás en Montreal?

—El sábado emprendo un breve viaje a Estados Unidos, pero...

—Si mañana hago un desvío hasta Montreal, ¿podrías enseñarme el original?

—Sí. Jake...

—Voy a telefonear a la compañía aérea —dijo con voz tan tensa como un amarre del Queen Mary—. Entretanto, esconde esa foto.

Había colgado.

Tras la huella de Cristo

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