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El sobre contenía una foto en blanco y negro de un esqueleto en posición supina, con el cráneo ladeado y las mandíbulas abiertas como en un grito congelado.

Giré la foto. Detrás estaba escrita la fecha, «Octubre, 1963», y una anotación borrosa. «H de 1 H», quizá.

Miré con expectación al hombre con barba que me bloqueaba el paso, pero él no dijo nada.

—¿Por qué me enseña esto, señor...?

—Kessler. Creo que es el motivo de la muerte de Ferris.

—Eso ya me lo ha dicho.

Kessler cruzó los brazos, los abrió y se restregó la palma de las manos en el pantalón. Aguardé.

—Él dijo que estaba en peligro. Dijo que si algo le sucedía sería a causa de esto —añadió Kessler, señalando con cuatro dedos la foto.

—¿Esto se lo dio el señor Ferris?

—Sí. —Kessler echó un vistazo hacia atrás.

—¿Por qué?

Kessler se encogió de hombros.

Volví a mirar la foto. El esqueleto estaba estirado, con el brazo derecho y la cadera parcialmente oscurecidos por una piedra o una cornisa. Junto a la rótula izquierda, en la tierra, había un objeto. Un objeto que me resultaba familiar.

—¿De dónde procede esta foto? —Levanté la vista.

Kessler miraba de nuevo hacia atrás.

—De Israel.

—¿El señor Ferris temía por su vida?

—Estaba aterrado. Dijo que si la foto salía a la luz pública, causaría estragos.

—¿Qué clase de estragos?

—No lo sé. —Kessler alzó las manos—: Escuche, yo no tengo ni idea de qué es la foto. No sé qué significa. Acepté guardarla y nada más. Esa es mi única intervención.

—¿Cuál era su relación con el señor Ferris?

—Éramos socios.

Le tendí la foto, pero Kessler bajó las manos a sus costados.

—Explíquele al agente Ryan lo que acaba de contarme —dije.

—Ahora sabe usted lo mismo que yo. —Kessler retrocedió un paso.

En aquel momento sonó mi móvil y lo saqué del cinturón.

Era Pelletier.

—He recibido otra llamada acerca de Bellemare.

Kessler me esquivó y se dirigió a la sala de familiares.

Yo esgrimí la foto, pero Kessler negó con la cabeza y continuó andando por el pasillo.

—¿Ha terminado con el estudio del Cowboy?

—Estoy acabando.

Bon. La hermana está presionando para el entierro.

Cuando desconecté el móvil y me volví no había nadie en el pasillo. Bueno. Le daría la fotografía a Ryan. Él tendría una copia de la lista de observadores. Si quería seguir la pista, podría ponerse en contacto con Kessler.

Pulsé el botón del ascensor.

A mediodía terminé el informe sobre Charles Bellemare. Había llegado a la conclusión de que, por extrañas que fueran las circunstancias, el último viaje del Cowboy había sido consecuencia de su propia locura. Recibido. Sintonizado. Fuera. O hacia abajo, en el caso de Bellemare. ¿Qué haría Bellemare en aquel tejado?

A la hora del almuerzo, LaManche me informó de que había dificultad para examinar in situ las heridas craneales de Ferris. La radiografía mostraba solo un fragmento de bala e indicaba que la parte posterior del cráneo y la mitad izquierda del rostro estaban destrozadas. Me dijo también que mi análisis sería crucial, ya que la mutilación por obra de los gatos había distorsionado la disposición de los fragmentos metálicos detectables en la radiografía.

Además, Ferris había caído con las manos debajo del cuerpo y la descomposición impedía que el análisis de los residuos de pólvora fuera concluyente.

A la una y media volví a bajar al depósito.

Ahora, Ferris tenía abierto el tórax desde la garganta hasta el pubis y sus vísceras flotaban en unos recipientes. El hedor de la sala era de alerta roja.

Estaban presentes Ryan y el fotógrafo, con dos de los observadores de la mañana. LaManche aguardó cinco minutos y, a continuación, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a su ayudante forense.

Lisa efectuó una incisión por detrás de las orejas de Ferris y en torno a la coronilla. Desprendió hacia atrás el cuero cabelludo con el escalpelo y los dedos, deteniéndose sucesivamente para que se tomaran las pertinentes fotografías del caso. A medida que se liberaban los fragmentos, LaManche y yo los examinábamos, hacíamos diagramas y los depositábamos en recipientes.

Cuando acabamos con la parte superior y trasera del cráneo de Ferris, Lisa retiró la piel del rostro y LaManche y yo repetimos el procedimiento: examen, diagramas y un paso atrás para que tomaran fotografías. Poco a poco extrajimos del destrozo lo que habían sido los huesos maxilar, cigomático, nasal y temporal de Ferris.

A las cuatro, lo que quedaba del rostro de Ferris estaba recompuesto y una sutura en forme de Y cerraba su vientre y tórax. El fotógrafo había impresionado cinco carretes. LaManche tenía un montón de dibujos y notas, y yo disponía de cinco recipientes con fragmentos óseos.

Estaba limpiando los fragmentos óseos cuando apareció Ryan por el pasillo exterior del laboratorio. Observé su llegada por la ventana de encima del fregadero.

Sus marcadas facciones y sus ojos tan azules eran mi perdición.

Al verme, Ryan apoyó la nariz y la palma de las manos en el cristal. Yo lo salpiqué con agua.

Él retrocedió y señaló la puerta. Yo vocalicé «abierta» y le hice un gesto para que entrara, sonriendo como boba.

De acuerdo. Tal vez Ryan sea lo que más me conviene. Pero esa era una conclusión a la que había llegado hacía poco.

Desde hace casi diez años, Ryan y yo nos hemos dado muchos cabezazos, reanudando y rompiendo una relación llena de altibajos, acercamientos y rechazos. Caliente, frío. Caliente, caliente.

Me sentí atraída por Ryan desde el principio, pero he tenido que superar más obstáculos para dejarme llevar por esa atracción que firmantes tuvo la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

Yo soy partidaria de separar el trabajo y el placer. La señorita no admite «romances de oficina». De ningún modo.

Ryan trabaja en homicidios. Yo trabajo en el depósito de cadáveres. Es aplicable la cláusula de incompatibilidad profesional. Obstáculo número uno.

Luego, estaba el propio Ryan. Todos conocían su biografía. Natural de Nueva Escocia, hijo de irlandeses, el joven Andrew acabó recibiendo un corte con una botella de cerveza esgrimida por un motero. Al salir del coma, el muchacho ingresó en la policía y llegó al grado de teniente en el cuerpo provincial. El Andrew adulto es amable, inteligente e inflexible en lo que a su trabajo respecta. Y bien conocido como el donjuán de su patrulla. Aplicable la cláusula de incompatibilidad por semental. Obstáculo número dos.

Pero Ryan venció con su dulzura mis defensas y, tras años de resistencia, finalmente me lancé. Y así se derrumbó el tercer obstáculo, frente al fuego navideño.

Lily. Una hija de diecinueve años, con iPod, piercing en el ombligo y madre jamaicana, recuerdo de la propia sangre de Ryan de la época en que se juntaba con los chicos malos.

Aunque desconcertado y algo amedrentado por la perspectiva, Ryan aceptó el fruto de su pasado y adoptó ciertas decisiones sobre su futuro. La última Navidad se comprometió a ejercer como padre a distancia, y esa misma semana me pidió que compartiera su cama.

¡Guau! ¡Qué plan! Puse veto al plan.

A pesar de que aún comparto la cama con mi compadre felino, Birdie, Ryan y yo estamos esbozando un borrador previo de acuerdo.

Por ahora funciona. Es asunto exclusivo nuestro. Y nadie sabe nada.

—¿Qué tal, bombón? —preguntó Ryan al entrar.

—Bien —dije, añadiendo un fragmento a los que se secaban en el tablero de corcho.

—¿Es el fiambre de la chimenea? —preguntó Ryan, mirando el recipiente con los restos de Charles Bellemare.

—Del feliz viaje del Cowboy —contesté.

—¿Se suicidó?

Negué con la cabeza.

—Por lo visto se inclinó hacia donde no debía. No tengo ni idea de qué estaría haciendo sentado en una chimenea. —Me quité los guantes para enjabonarme las manos—. ¿Quién es el rubio que estaba abajo?

—Birch. Trabaja conmigo en el caso Ferris.

—¿Es un nuevo colega?

Ryan negó con la cabeza.

—Servicio temporal. ¿Crees que Ferris se suicidó?

Me volví y le dirigí una mirada que expresaba: «Lo sabes mejor que nadie».

Ray puso cara de monaguillo inocente.

—No pretendo meterte prisa —dijo.

—Dime algo acerca de él. —Arranqué varias toallas de papel del portarrollos.

Ryan apartó los restos de Bellemare y apoyó el anca en mi mesa de trabajo.

—La familia es ortodoxa.

—No me digas. —Gesto irónico de sorpresa.

—Los cuatro magníficos estaban presentes para que se hiciera una autopsia kósher.

—¿Quiénes son? —Hice un burujo con las toallas y lo tiré a la papelera.

—El rabino, miembros de la sinagoga y un hermano. ¿Quieres saber los nombres?

Negué con la cabeza.

—Ferris no era tan religioso como ellos. Tenía un negocio de importación con oficina y almacén cerca del aeropuerto de Mirabel. Le dijo a su mujer que estaría fuera el jueves y el viernes, y según... —Ryan sacó un cuaderno de espiral.

—Miriam —dije yo.

—Exacto. —Me miró con extrañeza—. Según Miriam, Ferris quería ampliar el negocio. El miércoles llamó hacia las cuatro y dijo que se iba de viaje y que volvería tarde el viernes. Como al anochecer no había llegado, Miriam pensó que algo le habría retrasado y que preferiría no conducir en sábado.

—¿Había sucedido en otras ocasiones?

Ryan asintió con la cabeza.

—Ferris no tenía costumbre de llamar a casa. Cuando Miriam vio que el sábado por la noche no aparecía, comenzó a llamar por teléfono. Nadie de la familia lo había visto. Su secretaria tampoco. Miriam ignoraba sus planes, así que decidió no decir nada. El domingo por la mañana fue a mirar al almacén y por la tarde denunció la desaparición. La policía dijo que investigaría si no aparecía el lunes por la mañana.

—¿Por ser un adulto que prolonga un viaje de negocios?

Ryan encogió un hombro.

—Ocurre a veces.

—¿Ferris no salió de Montreal?

—LaManche cree que murió poco después de llamar a Miriam.

—¿La declaración de Miriam está comprobada?

—De momento.

—¿El cadáver apareció en un trastero?

Ryan asintió con la cabeza.

—Había sangre y materia encefálica en las paredes.

—¿Qué clase de trastero era?

—Uno de la oficina, en la primera planta.

—¿Y por qué había gatos allí dentro?

—La puerta tiene una de esas trampillas basculantes. Ferris les ponía allí la comida y guardaba el cajoncito de arena.

—¿Y recogió a los gatos para pegarse un tiro?

—Tal vez estuvieran allí cuando lo hizo, o quizás entrasen después. Ferris debió de morir sentado en un taburete, pero luego cayó y bloqueó la gatera con el pie.

Reflexioné al respecto.

—¿Miriam no miró en el trastero cuando fue el sábado?

—No.

—¿No oyó rascar ni maullidos?

—A la señora no le gustan los gatos. Por eso Ferris los tenía en el trabajo.

—¿No notó mal olor?

—Parece ser que Ferris no era muy meticuloso con la higiene gatuna. Miriam dijo que si olió algo se imaginó que eran meados de gato.

—¿No notó un calor excesivo?

—No. Si un gato rozó el termostato después de estar ella, Ferris habría estado recalentándose entre sábado y martes.

—¿Ferris tenía otros empleados aparte de la secretaria?

—No. —Ryan consultó las notas de la libreta—. Courtney Purviance. Miriam la llama «secretaria», pero Purviance sostiene que es «socia».

—¿La esposa la rebaja o ella se atribuye más categoría?

—Más bien lo primero. Por lo visto, Purviance desempeñaba importantes funciones en el negocio.

—¿Dónde estaba Purviance el miércoles?

—Se marchó pronto a casa. Padece sinusitis.

—¿Por qué Purviance no encontró a Ferris el lunes?

—El lunes era una fiesta judía, y Purviance estuvo plantando árboles.

—El Tu B’Shvat.

Et tu, Brute.

—Es la fiesta del árbol. ¿Faltaba algo?

—Purviance insiste en que allí no hay nada que merezca la pena robarse. Un ordenador viejo y una radio más vieja aún. No existe inventario. Pero ella lo está verificando.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja para Ferris?

—Desde el 98.

—¿Ferris tiene antecedentes muy sospechosos? ¿Socios conocidos? ¿Enemigos? ¿Deudas de juego? ¿Ha dejado plantada a una novia? ¿A un novio?

Ryan negó con la cabeza.

—¿Hay algo que sugiera que fue suicidio?

—Estoy indagando, pero de momento nada de nada. Matrimonio estable. En enero llevó a su mujer a Boca. El negocio no era brillante, pero les daba para vivir. Sobre todo desde que Purviance empezó a trabajar con él, un hecho que ella misma mencionó. Según la familia, no mostraba indicios de depresión, pero Purviance cree que en las últimas semanas estaba inexplicablemente malhumorado.

Recordé a Kessler y saqué la foto del bolsillo de mi bata de laboratorio.

—Es un regalo de uno de los cuatro magníficos. —Le tendí la foto—. Él cree que es el motivo de la muerte de Ferris.

—¿Es decir?

—Él cree que es el motivo de la muerte de Ferris.

—Eres insoportable, Brennan.

—Se hace lo que se puede.

Ryan examinó la foto.

—¿Cuál de los cuatro magníficos?

—Kessler.

Ryan enarcó una ceja, dejó la foto y hojeó su libreta.

—¿Estás segura?

—Es el nombre que me dio.

Cuando Ryan alzó la vista, la ceja estaba en reposo.

—No hay ningún Kessler inscrito como testigo de la autopsia.

Tras la huella de Cristo

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