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Cada año, una desventurada ciudad se convierte en la sede del gran circo de la Academia Americana de Ciencias Forenses. Durante una semana, ingenieros, psiquiatras, dentistas, abogados, patólogos, antropólogos y un sinfín de pirados de laboratorio se reúnen como polillas en una alfombra enrollada. Ese año le tocó en suerte a Nueva Orleans.

De lunes a miércoles se celebran reuniones de la junta y del comité, además de los encuentros de negocios. Jueves y viernes, las sesiones científicas ofrecen información privilegiada sobre teoría y técnicas avanzadas. Cuando era estudiante graduada, y luego ayudante novel, acudía a estas presentaciones con el ardiente celo de una fanática religiosa. Ahora, prefiero mantener contacto informal con mis viejos amigos a través de la red.

En cualquier caso, el congreso es agotador.

En parte es culpa mía. Me ofrezco voluntaria para demasiadas cosas. Tradúzcase que no me resisto como es debido a dejarme impresionar.

Pasé el domingo trabajando con un colega con quien compartía la autoría de un artículo que iba a publicarse en el Journal of Forensic Sciences. Las tres jornadas siguientes discurrieron como una exhalación entre las Reglas de Robert, la salsa de mayonesa con mostaza y rondas de copas. Cóctel Hurricane para mis colegas bebedores discretos. Para mí, Perrier.

Los temas de conversación versaron sobre dos cuestiones: las aventurillas de cada cual y los casos raros. Lo máximo de este año en cuanto a rarezas y extravagancias fueron las piedras biliares fósiles del tamaño de palomitas de maíz, un suicidio en una cárcel con un cable de teléfono y un policía sonámbulo que se voló los sesos.

Yo esbocé los detalles del caso Ferris. Hubo diversidad de opiniones respecto al curioso bisel. La mayoría coincidía con la posibilidad que yo imaginaba.

Mi agenda no me permitía quedarme a la lectura de las comunicaciones científicas. Cuando el miércoles tomé el taxi para el aeropuerto de Nueva Orleans, estaba deshecha.

Tres cuartos de hora de retraso por problemas técnicos. Bienvenidos a los viajes aéreos en Estados Unidos. Si registras el equipaje con un minuto de retraso, el vuelo ha salido. Si lo registras un cuarto de hora antes, lo han retrasado. Problemas técnicos, problemas de personal, problemas meteorológicos, problemas de problemas. Me los sé todos de memoria.

Al cabo de una hora, cuando terminé de redactar las actas del comité en el portátil, mi vuelo de las cinco cuarenta fue retrasado hasta las ocho.

Adiós a la conexión en Chicago.

Frustrada, me arrastré hasta la cola de atención al cliente, aguardé y conseguí un vuelo alternativo. La buena noticia fue que aquella misma noche podría llegar a Montreal. La mala noticia: aterrizaría casi a medianoche. Suplemento de la mala noticia: pasaría por Detroit.

Enfadarse no sirve de nada en estas circunstancias, si no es para incrementar la tensión.

En el quiosco de prensa del aeropuerto, varios millones de ejemplares del libro superventas del año me impedía el paso. Cogí uno de la punta de la pirámide. La solapa anunciaba un misterio que haría pedazos «una antigua verdad explosiva».

¿Como la de Masada?

¿Por qué no? Todo el mundo lo estaba leyendo.

Cuando aterricé, había leído cuarenta capítulos. Vale, eran cortos. Pero la historia era intrigante.

Pensé si Jake y sus colegas leerían el libro y, en caso afirmativo, cómo valorarían la tesis.

El jueves, la alarma del despertador me sentó como un puñetazo.

Al llegar a la planta 12 del edificio Wilfrid Derome, buque insignia de la Policía provincial y de los laboratorios forenses, fui directamente a la reunión de personal.

Solo había dos autopsias. Una fue para Pelletier y la otra, para Emily Santangelo.

LaManche me dijo que, a raíz de la petición de mi nota, había encargado a Lisa la revisión del cráneo de Avram Ferris, y que ella había recogido más fragmentos y los había enviado desde el depósito al laboratorio. Me preguntó cuándo pensaba tener terminado el análisis. Calculé que a primera hora de la tarde.

Efectivamente, junto a la pila del laboratorio me esperaban siete fragmentos con el número de la etiqueta forense asignada al cadáver de Ferris.

Me puse la bata blanca, escuché los mensajes telefónicos y respondí a dos llamadas. A continuación, me senté ante los recipientes con arena y comencé a manipular los fragmentos para encajarlos en los segmentos reconstruidos.

Dos de ellos pertenecían al parietal. Otro encajaba en el occipital derecho y uno no encajaba en nada. Tres se acoplaban al borde del traumatismo oval.

Era suficiente. Ya tenía la respuesta.

Me estaba lavando las manos cuando gorjeó el móvil. Era Jake Drum, con una cobertura desastrosa.

—Parece que llames desde Plutón.

—No hay servicio... —se oían chasquidos y chisporroteos— desde que Plutón ha sido degradado de planeta a...

¿Degradado a qué?, ¿a luna?

—¿Estás en Israel?

—En París... cambiado de planes... el Musée de l’Homme.

Oí una sarta de estallidos y chasquidos transatlánticos.

—¿Me llamas con un móvil?

—... un número de acceso... falta desde... setenta.

—Jake, llámame desde un teléfono fijo. Casi no te oigo.

Por lo visto, él tampoco me oía.

—... sigo investigando... a llamarte desde un teléfono fijo.

Se oyó un pitido y la línea se interrumpió.

Colgué.

Jake había ido a París. ¿Por qué?

Para visitar el Musée de l’Homme. ¿Por qué?

De pronto caí.

Puse la foto de Kessler en el microscopio, lo encendí y observé la anotación ampliada.

«Octubre, 1963. M de l’H».

Lo que yo había creído que era el número 1 era una ele minúscula. Y Ryan tenía razón. La primera H era en realidad una M. M de l’H. Musée de l’Homme. Jake había reconocido la abreviatura, había volado a París, estaba en el museo y le habían dado un número de acceso al esqueleto de Masada.

LaManche usa zapatos de suela de goma y no lleva en los bolsillos llaves ni calderilla. Ni esposas. Nada que tintinee. Para lo grande que es, se mueve muy sigilosamente. Mi mente estaba planteándose el próximo «por qué», cuando mi nariz captó el aroma de Flying Dutchman.

Giré sobre la silla. LaManche acababa de entrar en el laboratorio de histología y estaba detrás de mí.

—¿Lo tiene listo?

—Listo.

Nos sentamos los dos y coloqué mis reconstrucciones sobre la mesa.

—Omitiré los conceptos básicos.

LaManche sonrió paternalista y yo me mordí la lengua.

Cogí el segmento formado por la parte posterior del cráneo de Ferris y señalé con el bolígrafo.

—Traumatismo en oval con fracturas estrelladas.

Señalé la tela de araña de la intersección de las fisuras en aquel segmento y en otros dos.

—Fracturas concéntricas de expansión.

—¿Con entrada inferior por debajo del oído derecho? —peguntó LaManche, mirando los segmentos.

—Sí, pero es complicado.

—Por el bisel.

LaManche había dado en el clavo.

—Sí.

Volví al primer segmento y señalé el bisel hacia fuera del traumatismo en ojal.

—Si el cañón del arma está en contacto con el cráneo, puede crearse un bisel ectocraneal por efecto del rebufo de los gases —dijo LaManche.

—No creo que sea este el caso. Mire la forma del ojal.

LaManche se inclinó más.

—Una bala que entre perpendicular a la superficie del cráneo produce un traumatismo circular —dije—. Una bala que incida tangencialmente produce una perforación irregular más ovalada.

Mais oui. Un orificio en forma de ojo de cerradura.

—Exacto. Una porción de la bala se desprendió y se perdió fuera del cráneo. De ahí que el bisel de la entrada esté orientado hacia fuera.

LaManche alzó la vista.

—Entonces, la bala entró por detrás del oído derecho y salió por la mejilla izquierda.

—Sí.

LaManche reflexionó.

—Esa trayectoria no es corriente, aunque sí posible, en un suicidio. Monsieur Ferris no era zurdo.

—Pero hay otra cosa. Mírelo más de cerca.

Tendí una lupa a LaManche. La alzó y la situó sobre el orificio ovalado.

—El reborde está festoneado. —LaManche lo examinó durante unos treinta segundos—. Como si el círculo estuviera superpuesto al óvalo.

—O al revés. El borde del traumatismo circular es limpio en la superficie externa del cráneo. Pero mire por dentro.

Dio la vuelta al segmento.

—Bisel endocraneal —dijo él sin dudarlo—. Es una entrada doble.

Asentí con la cabeza.

—La primera bala entró perpendicular al cráneo de Ferris. De libro de texto. Borde externo limpio, borde interno en bisel. La segunda percutió sobre el mismo punto, pero en diagonal.

—Produciendo un orificio en forma de ojo de cerradura.

Asentí con la cabeza.

—Ferris movió la cabeza o al asesino le tembló la mano.

¿Cansancio? ¿Tristeza? ¿Resignación? LaManche hundió los hombros al oír mi siniestra conclusión:

—Avram Ferris recibió dos tiros en la nuca. Una ejecución.

Aquella noche, Ryan hizo la cena en mi piso. Pescado ártico, espárragos y lo que en Dixie llamamos puré de patatas. Las puso al horno, las peló y las aplastó con un tenedor, añadiendo cebolletas y aceite de oliva.

Yo lo contemplaba admirada. Me han dicho que soy ingeniosa, incluso genial. Pero en cuanto a guisar soy una nulidad. Aunque dispusiera de varios años luz para pensarlo, mi cerebro jamás concebiría el puré de patatas sin cocerlas previamente.

A Birdie le encantaron los fruits de mer de Ryan y estuvo durante toda la cena atento a los trocitos que le dábamos. Después, se tumbó junto al fuego con un ronroneo que daba a entender que no hay nada como la vida de felino.

Después de cenar, compartí con Ryan mis conclusiones sobre la muerte de Ferris. Ryan ya lo sabía. Ahora la investigación oficial era por homicidio.

—El arma es una Jericho de nueve milímetros —dijo.

—¿Dónde estaba?

—En el fondo del trastero, debajo de un carrito.

—¿Era de Ferris?

—Si era de él, nadie lo sabía.

Me serví ensalada.

—La Policía judicial recogió una bala de nueve milímetros en el trastero —prosiguió Ryan.

—¿Solo una?

Aquello no coincidía con mi hipótesis del doble impacto.

—En un panel del techo.

Ni aquello tampoco.

—¿Qué hacía esa bala a semejante altura? —pregunté.

—Tal vez Ferris se abalanzó sobre el asesino, forcejearon y la pistola se disparó.

—O tal vez el asesino se la puso a Ferris en la mano y apretó el gatillo.

—¿Para simular un suicidio? —dijo Ryan.

—Cualquiera que vea la televisión sabe que tienen que quedar restos de pólvora.

—LaManche no los encontró.

—Lo cual no quiere decir que no los hubiera.

Reflexioné al respecto. LaManche había extraído una bala de la cabeza de la víctima. La policía había encontrado otra bala en el techo. ¿Dónde estaba el resto de la evidencia balística?

—¿Dices que Ferris estaba sentado en un taburete cuando recibió los disparos? —pregunté.

Ryan asintió con la cabeza.

—¿De cara a la puerta?

—Que seguramente estaba abierta. La Policía judicial está examinando la oficina y los pasillos. No puedes ni imaginarte la cantidad de porquería que hay allí.

—¿Y los casquillos?

Ryan negó con la cabeza.

—El asesino debió de recogerlos.

Aquello tampoco tenía sentido.

—¿Por qué dejaría la pistola y se entretendría en recoger los casquillos?

—Una pregunta muy sagaz, doctora Brennan.

Lo que yo no tenía era una explicación sagaz.

Ofrecí ensalada a Ryan, pero la rehusó.

—Hoy he vuelto a ver a la viuda —dijo él, cambiando de tema.

—¿Y?

—La dama no ganaría un concurso de Miss Simpatía.

—Está afligida.

—Eso dice.

—¿No te lo crees?

—Me parece que algo la reconcome.

—Una alegoría poco afortunada —dije, pensando en los gatos.

—Tienes razón.

—¿Hay algún sospechoso?

—Una plétora.

—Qué palabra tan sexi —comenté.

—Braguitas —dijo él.

—Esa no.

En los postres le hablé a Ryan de lo que había descubierto respecto a la foto de Kessler.

—¿Así que Drum se desvió para ir a París?

—Eso parece.

—¿Está convencido de que la foto es del esqueleto de Masada?

—Y Jake no es fácil de convencer.

Ryan me dirigió una mirada extraña.

—¿Conoces bien a Jake?

—Desde hace más de veinte años.

—La pregunta era por la intimidad, no por la antigüedad de la amistad.

—Somos colegas.

—¿Solo colegas?

—¿Te lo tomas como algo personal? —dije, poniendo los ojos en blanco.

—Mmm.

—Mmm.

—Estoy pensando que podríamos juntar nuestros datos.

No tenía ni idea de a qué se refería.

—He tenido otra charla con Courtney Purviance —comentó Ryan—. Una mujer muy interesante.

—¿Simpática?

—Hasta que le hablas de Ferris o sobre detalles del negocio. Entonces se cierra como una almeja.

—¿Para proteger al jefe?

—O por temor a verse en la calle. Me dio la impresión de que no aprecia mucho a Miriam.

—¿Qué te dijo?

—No es por lo que dijo. —Ryan reflexionó un instante—. Fue más bien por su actitud. En cualquier caso, saqué en limpio que Ferris comerciaba con objetos procedentes de excavaciones de vez en cuando.

—¿De Tierra Santa? —aventuré.

—Legalmente adquiridos y transportados, sin duda.

—Hay un importante mercado negro de antigüedades —dije.

—Enorme —añadió Ryan.

Sinapsis mental.

—¿Crees que Ferris estaba implicado en lo del esqueleto de Masada?

Ryan se encogió de hombros.

—¿Y que por eso lo mataron?

—Eso piensa Kessler.

—¿Has localizado a ese Kessler?

—Lo haré.

—Podría ser una coincidencia.

—Podría ser.

Yo no lo creía.

Tras la huella de Cristo

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